Cuando enfermé por primera vez, ella olvidó su joven inexperiencia
y fue en busca del médico. Conservo la escena con brumosa certidumbre: mi
asfixia absoluta y Paula queriendo revivirme a gritos cálidos. Un vestido de
flores le exaltaba sus angustias, como si necesitase de adornos para aderezar
el caos. “¡Ya vuelvo, amor, no te inquietes!”.
Desde que nos conocimos la duda tenía fuerza de
plenitud, porque nos separaban veinte años y varios mundos superpuestos. Yo, el
maestro de leyes, el juez, el abogado de las causas incorruptibles. Paula, la
alumna que tomaba notas y se deshacía en una cabellera rojiza. Yo, viudo,
misógino, fatalmente reservado. Paula, secretaria de una agencia inglesa para
negociantes nórdicos. Yo, una corbata de lazo siempre a lo Mallarmé. Paula:
“¿Quién es ese Mallarmé?”. Yo, con mis pijamas y mis fríos nocturnos. Paula,
con un olor de sol entre las piernas.