Cuando enfermé por primera vez, ella olvidó su joven inexperiencia
y fue en busca del médico. Conservo la escena con brumosa certidumbre: mi
asfixia absoluta y Paula queriendo revivirme a gritos cálidos. Un vestido de
flores le exaltaba sus angustias, como si necesitase de adornos para aderezar
el caos. “¡Ya vuelvo, amor, no te inquietes!”.
Desde que nos conocimos la duda tenía fuerza de
plenitud, porque nos separaban veinte años y varios mundos superpuestos. Yo, el
maestro de leyes, el juez, el abogado de las causas incorruptibles. Paula, la
alumna que tomaba notas y se deshacía en una cabellera rojiza. Yo, viudo,
misógino, fatalmente reservado. Paula, secretaria de una agencia inglesa para
negociantes nórdicos. Yo, una corbata de lazo siempre a lo Mallarmé. Paula:
“¿Quién es ese Mallarmé?”. Yo, con mis pijamas y mis fríos nocturnos. Paula,
con un olor de sol entre las piernas.
El abismo se clausuró la tarde del hotel Falmer.
Habíamos combinado champaña y salmón bajo un paisaje que profería rugidos de
mariscos. Sin darnos cuenta, el diálogo nos sumió en cadencias voluptuosas, y
los labios de Paula se abrieron para que adoptase decisiones inmediatas, “¿Te
gusto, profesor?”
Confieso
que me sentí anciano y estulto, o estulto y después anciano, porque la
circunstancia entrañaba una alteración de roles: la chica en plan de urgencias
y mi voluntad tapiada por las vacilaciones, “Sí, me encantas, pero... ”. Paula,
lejos de afligirse, acercó su codicia: “Arriba hay un lecho que nos espera”.
No
sé cuánto duró el silencio. Meditaba en apremios vergonzosos. El señor juez desnudo
con su amante y la policía en trance de identificaciones. O un vozarrón de
gendarme que lanzaba injurias públicas: “¡Lo agarramos con las manos en el
propio cuerpo de su delito!”. O un periodista de cámara oculta que nos
retrataba en el mismo momento de la eyaculación. “No, Paula, no puedo”.
Ella
entristeció sin quererlo y sus ojos cobraron la tonalidad de varios océanos
bermejos. Habló de la vida que había previsto a mi lado, de sus fértiles
admiraciones, del azar y el destino, de un “nosotros” en plural perenne. Creí
verle lágrimas de commedia dell’arte,
pero Paula jamás lloraba.
—Si
tanto me necesitas, debemos casarnos en el término de la distancia (el matiz de
elocuencia agravó la torpeza de mis prejuicios). Supuse que Paula bajaría de su
ardiente celaje para afrontarme. No fue así. El júbilo se le encumbró en una
provocación gloriosa:
—Lo
que usted ordene, magistrado con corbata.
Los
abrazos nos llevaron hasta el alcalde más cercano, un torpe animal de oficio a
quien convencimos para que desempolvase el Código Civil. Luego de los
protocolos de pésimo estilo, y ya con el título de matrimonio bajo resguardo,
exigí en el hotel Falmer la mejor atención posible, “¡Estamos recién casados!”
Paula
se quitó la ropa como gimnasta de Eros. Las perfecciones indóciles de su cuerpo
quedaron al descubierto: tenía los senos en jactancia de volúmenes
esplendentes, la cintura se le cerraba en un círculo ínfimo, y el maderamen de
los muslos pulía fulgores alternos. Un vértigo me trajo la conciencia de mi
irrisoria desnudez, pero Paula se encargó de besos y lameduras. Respondí con
hirviente agonía y evoqué ginebras adheridas al pretérito, hasta que las sales
de la mañana nos consiguieron en un solo apego: indivisos, absortos, únicos.
La
existencia matrimonial empezó sin tragedias ni alteraciones. Mientras yo acudía
al cumplimiento de mis formalidades, Paula se ocupaba de las rudimentarias
minucias del hogar. Y por las noches, me recibía con una aceituna nadando en
vodka y un murmullo de cariño que se entrelazaba con Las cuatro estaciones de Vivaldi. Después de la cena (¡sensual
fiesta de candelabros y sorpresas!), practicábamos todas las teorías de la
concupiscencia, dentro de pasiones que enaltecían a una alumna transformada en
maestra de los regocijos.
Comprobé con dignidad mi varonil fortaleza, aunque a
veces el trueno de la respiración se acelerase como graznidos de cuervo. Y
sucedió lo imponderable: una asfixia casi me convierte en difunto total. Pensé
que Paula jamás volvería para otorgarme el beso de despedida, pero pronto la vi
en afectos solícitos. Había traído a Santibáñez, un médico de cabellos
africanos y bigotes lineales, que me auscultó sin dejar los humos de su tabaco
negro. Hablaron en el volumen inaudible para los enfermos, y Santibáñez
escribió un récipe tan largo como su aspecto de galeno postmoderno. “Mil
gracias, doctor, no se pierda”, dijo Paula, y se dedicó a llenarme de
antídotos.
A pesar de mis bronquios de asma ululante, yo
realizaba los mejores esfuerzos para que no decayese la práctica erógena,
porque creía que Paula me necesitaba en acto y potencia; y ella, con vocación
noctámbula, leía sin descanso sus libracos de medicina familiar en busca de
precisas recomendaciones. Tanto se enteró de morbos y diagnósticos que variaba
las pautas del doctor, “¡Querido, usa estas pastillas para que se te
santifiquen los pulmones! Realmente, mi falta de oxígeno se situaba en hondos
niveles, y empecé a sentir un ruido de bandoneón dentro del plexo sombrío,
especialmente cuando hacíamos (y rehacíamos) el amor. La causa resultó
previsible para Santibáñez: “Un terrible enfisema que amerita atenciones”.
Por insistencia de Paula, no acudí más al trabajo y
solicité mi jubilación. Destinaría el tiempo de ociosa vida a redactar un
volumen sobre Derecho romano que había pospuesto por carencia de paz. Sin
embargo, nunca pude encerrarme en la biblioteca, porque Paula me prohibió
cualquier afán exagerado, menos —claro está— el de la disputa sexual. Cuando la
veía bajo su negligé de
transparencias, agudísima en pezones, no recordaba pleuras ni jadeos y me
consagraba a deleitarla.
Un día rechacé el caviar escandinavo, “No comeré,
Paula, tengo ligeros mareos”. Su inquietud la llevó a tomarme el pulso y a
consultar el vademécum, “¡Síntomas de corazón, algo anda mal!”. El mismo
Santibáñez, por vía telefónica, sugirió acostarme mientras llegaba.
Al poco rato se presentó, armado con un extraño
estetoscopio de bolsillo, y me revisó de cabeza a tórax y viceversa, “Huuum,
parece que acertaste, Paula”.
La nueva enfermedad, por alojarse —según mis
celadores— en un radio vital, ameritaba precauciones extraordinarias (no salir
al descampado del patio) y la constancia de los ejercicios ¿yogas? (retener el
aire magro en pro de fecundarme íntimamente). Paula, como una Madre de Calcuta
en servicio personal, reglamentó las tareas cotidianas para que las emociones
nunca alterasen mi amparo de oxígeno, “No telefonees a los amigos, no escribas,
no...” Y sólo torcía su férreo arbitrio cuando nos encontrábamos sobre la cama.
Allí me dejaba a plena libertad de revuelcos y voracidades, aunque oyese mis
soplidos en orfeón. Luego clausuraba con un beso los anteriores arrebatos, y se
dormía sin agitaciones hasta escuchar el timbre de su reloj de hospital. Yo
aprovechaba ese tiempo de reposo para detallarla: los muslos se le habían
afirmado en solidez, la espalda proclamaba curvaturas de montes exactos, los
senos entretejían igniciones, y su pubis era una holganza de oscuridades
selváticas. ¡Desleal comparación!, mientras mi cuerpo se envilecía con dietas y
grageas, el de ella se ornamentaba de exuberancias.
Paula,
en disfrute de horóscopos letales, se encargó de develarme otras vicisitudes, y
bastaba su mero anuncio (“Presiento algo raro en tus carótidas”) para que
enseguida yo mostrase los síndromes malignos. Santibáñez, siempre de correcto
acuerdo, aceptó mudarse a nuestra casa con el objeto de vigilarme en cercanía y
reiterar las prescripciones de Paula. Mi morosa vida se convirtió, entonces, en
una sucesión de rutinas y cucharadas, de punciones y lenitivos, de microbios y
sedantes, con dos metódicos guardianes que no me abandonan ni a luz ni
penumbra.
Cuando Paula pronosticó una convulsión cerebral, ya mi
entendimiento la estaba aguardando: “No caminará más”, sentenció ella; “Creo
que tampoco puede hablar”, añadió el otro. Y ambos, con voces de alegría, me
recluyeron en una decrépita silla de ruedas para que contemplara las ofensas
del mundo.
Desde
aquí, estático y callado, los veo por las noches al galope de sus ansias.
Santibáñez la acaricia, la besa con antiguo desespero y le otorga su mástil
veterano. Paula, más alevosa, pide originales y rotundas satisfacciones, como
si poseyese una herida brutal en el centro de los fogajes que solo se mitigara
a esclavitud de lujuria y energía. Me abochorna repetir sus confidencias y
promesas, lo que gritan, lo que exhalan.
El
inquilino se ha aposentado sin rubores en la molicie de mi casa. Fuma con
desprestigio los tabacos que me regaló la Asociación de Jueces, bebe a sed
profunda los vinos de Burdeos y escupe excrecencias en materos de gardenias.
Paula, siempre obsesiva, ordena el archivo de los bienes que me pertenecen, e
imita mi firma sobre las cuentas bancarias para despojarme lentamente.
Ya
nada encubren: Santibáñez ríe de sus mentiras médicas, “¡Idiota!, nunca pisé un
aula de anatomía”; su mujer —que yo compartí por albures calculados— revela los
planes de la intriga: “Te escogimos entre un sinfín de obtusos porque eras el
menos sagaz y el más rico”; y hasta se atreven a mostrarme las fotografías de
sus pequeños hijos concubinarios: una elefanta de rizos y un enano con biberón
amarillo.
Odian mi presencia. Les agradaría lanzarme hoy mismo
al patíbulo de las escaleras o surtirme de venenos segurísimos, pero el éxito
de la maquinación reside en que muera como un honesto cadáver sin indicios. A
veces lloro, y los recuerdos (un atardecer, una melodía, una fragancia) me
invaden de nostalgia. Por ahora.
Ellos
no saben que jamás lograron engañarme. Gozo de salud a prueba de homicidios, y
sólo aguardo el justo instante para ahorcarlos con mi corbata de Mallarmé.
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