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domingo, 8 de julio de 2018

RENATO COLINAS, EL CANTANTE DE LOS OLVIDOS CIRCULARES


                                              

Supo esa noche sin estrellas que algo iba a ocurrirle: los presagios volaban como briznas secretas y el aire daba vueltas con filosa intensidad. Cosmos profundo, estrépitos inaplazables. Había cantado en El Arca quince boleros únicos e íntimos, para unos oyentes bajo estricta exasperación alcohólica (machos sin esperanza, mujeres de amores líricos), y debió repetir la mitad de las interpretaciones, “¡Otra, Renato, otra!”, porque de lo contrario sus ebrios adeptos caraqueños, hinchas  del desenfreno,  nunca lo hubiesen dejado en paz. El establecimiento, una oposición de falsas cúpulas y murales arcaicos (como si lo adverso formase causa común), distaba mucho de los sitios patrios que lo acogieron por allá, El Ágape, La Tinaja, Las Buganvilias, a él, al magno Renato Colinas, La Voz de Oro de México, soberbio tenor oriundo de Tamaulipas, impecable monstruo de las salas aztecas, chaparrito agigantado, cuate por las cinco o seis orillas de la existencia, amigo gemelo, socio hasta para los infortunios, padrísimo compadre impar.

Después del canto, se atragantó varios tragos, varios ronroneos de ron, varias barricadas de barrica, para alejar potenciales pesadumbres y salió caminando hacia la noche sin estrellas. Lo hizo con pausas: a sólo algunas cuadras estaba el hotel donde se hospedaba; pero en el puente Victoria (puente arriba y travesía de autos abajo) cuatro individuos lo aguardaban. Sujetos   reconocibles  por  la  estampa  concebida,   (in)humanos   prototipos identificables a simple detección de vista: eran esbirros de la Seguridad Nacional, la policía política del General Pérez Jiménez. Nadie podía dudarlo.
Aunque Renato pretendió seguir de largo-larguísimo, con la mirada en las alturas,, el que comandaba el grupo lo detuvo. “Son órdenes superiores y esas  órdenes  jamás se discuten”, dijo como para escucharse (o convencerse), y enseguida los secuaces inmovilizaron al mexicano. Renato Colinas, desde sus varias almas, advirtió la ya firme sentencia, y en una chispa de tiempo hilvanó el resumen de vida/muerte.
Se contempló abandonando Tampico-Tamaulipas, la fecha en que el almanaque del Doctor Ross señalaba el último día de 1939. Dejó el puerto y las sonoridades del mar para echarse a la suerte en Ciudad de México, un turbión de transeúntes, edificios, negocios, autoridades, perros realengos, espectáculos, cantantes y cantinas. La metrópolis lo abatió; recorría rutas equívocas, estaba solo e inerme. Cuando no aguantaba más, el albur le franqueó la entrada al Teatro Valladares, cerca de la Plaza Garibaldi, y allí, entre escalofríos y sobresaltos, impuso  su rotunda voz. Sí, bien se acuerda, ¿cómo no acordarse, mano?
La urgente memoria lo llevó a los éxitos que obtuvo en la Radio XEW (aplausos por doquier, desboques de admiración), luego a los discos de 33 revoluciones que grabó para la vitrola de la RCA Víctor, a las presentaciones de postín con el “famoso elenco” de Juan Arvizu, Emilio Tuero, Pedro Vargas, y a sus estadías artísticas en San Juan de Puerto Rico, La Habana y Buenos Aires.
El vertiginio de la evocación no podía interrumpirse: en la capital argentina, quizás por la presencia horizontal del río de La Plata, se sintió cerca de sus aguas de infancia (aguas familiares, bautismales), e hizo amigos cálidos y se enamoró de Malena tras un deslumbramiento de amor y de arrabal (la misma que inspiró la pieza de Homero Manzi: “Malena canta el tango como ninguna”). Y se casaron sin anillos dorados, y vivieron en las medianías del barrio Belgrano, y tuvieron dos hijos de pulcra salud, y actuaron juntos bajo las luces nocturnas de Florida y Corrientes, y ella le decía “piel canela” o “mi aceituna huasteca” y él sonreía por el lado de la felicidad. ¡La concordia perfecta hasta que se interpuso (e incrustó) la actriz Cloe Ducaste!
Recordó a Cloe impulsiva y joven (aún más joven de lo que aparecía en las páginas de las revistas), senos en punta, pelo de hebras brillosas, talle de modelo, piernas aladas. La Ducaste personificaba con versátil dramatismo a las féminas de Shakespeare, Ibsen y O´Neill, tenía una increíble adecuación de ángulos y poses para las cámaras cinematográficas, y ni las telenovelas de prolijas lágrimas conseguían empañarle la sagacidad escénica. Desde que los caminos de Cloe y Renato se cruzaron una tarde de rayos mutuos en el Café Bulnes, ninguno pudo conservar el sano juicio de la prudencia. Tomaban por asalto idílico los albergues de la ciudad y los refugios del campo, se apetecían a la luz de cualquier público y cualquier periodista, se acariciaban con fruiciones adolescentes, y se besaban sin término debajo de los árboles del Parque Avellaneda. La esposa Malena, al enterarse, no cantó más tangos sino una letanía de agrios despechos, y decidió la separación legal.
Renato siguió con las premuras de la remembranza. Mucho le costó olvidar a Cloe (“En verdad que te has ido.../ como el agua del río que pasa y no vuelve. Fue tan corta la historia / y tan largo el olvido...”); y cuando el canoso almanaque del Doctor Ross marcaba los seis años transcurridos en el exterior, retornó a un México de voraces empresarios, diversas sociedades de artistas del montón, y férreos síntomas de competencia. Esperaba alcanzar de nuevo las coronas del triunfo, oír otra vez los encomios sobre su dominio del passagio, sus prodigiosos matices, su admirable sucesión de notas graves y agudas, pero envidias e intrigas lograron  confinarlo a tabernas de amarga categoría. El negocio del disco no se percató de que había vuelto, la prensa apenas reseñó antiguas andanzas de ejercicio vocal, la fanaticada de ayer se escabulló en el silencio. Sin embargo, Renato subsistió con una dignidad a prueba de zozobras totales: estaba seguro de sus virtudes y cumplía las tareas alentando épocas suaves y fructíferas. Entonces un agente –quizás del destino– lo contrató para actuar en Venezuela.
Según las invocaciones de Renato,  aquella Caracas exhibía progresos de granito y cemento que inauguraba en persona el dictador Pérez Jiménez (y escondía las torturas, los crímenes y la persecución contra los adversarios del régimen). El bolerista comenzó  presentaciones en El Ancla y hasta ahí llegó a buscarlo una Cloe Ducaste de lentes oscuros, residencia en Venezuela, piernas aún frescas y escoltas ubicuos que la cuidaban desde las sombras. Al finalizar la tanda musical, Cloe lo convidó a la mesa para envolverlo de abrazos y jurarle, como en las telenovelas, pasión inmortal: “Aunque estoy casada con un gran personero de este gobierno, todavía te amo a vos, ¿me comprendés?”. Luego susurró “¡Debo marcharme, nos veremos pronto, cariño!” y se fue en el hálito de su tibia fragancia. El pianista, un dominicano precavido y fraterno, le advirtió a Renato: “¡Cuidado, chico!, es la mujer del temible Miguel Silvino Lanza, el Negro Lanza, segundo Jefe de la Seguridad Nacional. Aléjate de ella, no te conviene, es un riesgo mayor, es como suicidarse de antemano”.
Por supuesto que Cloe no aguantó, no podía aguantar, y al poco tiempo se metió desenfrenadamente en el hotel y en la cama de Renato, para revivir los ardores de antaño, el parque Avellaneda, el Café Bulnes con sus terrones de azúcar, los refugios del campo, las asiduas ternuras frente al río, las empedradas calles de San Telmo. Sin prudencia, sin aterrarse ni un instante de temores por los largos brazos del poder. El cantante, desde el universo de la ventana, observaba el ajeno mundo de Caracas, y se entristecía de profusas nostalgias y sentía algo extraño en la intensidad del corazón.
Renato Colinas culminó sus recuerdos y miró hacia la última noche sin estrellas, mientras los esbirros del régimen lo tiraban al vacío desde el Puente Victoria.




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