Supo esa noche sin estrellas que algo iba a ocurrirle:
los presagios volaban como briznas secretas y el aire daba vueltas con filosa
intensidad. Cosmos profundo, estrépitos inaplazables. Había cantado en El Arca
quince boleros únicos e íntimos, para unos oyentes bajo estricta exasperación
alcohólica (machos sin esperanza, mujeres de amores líricos), y debió repetir
la mitad de las interpretaciones, “¡Otra, Renato, otra!”, porque de lo
contrario sus ebrios adeptos caraqueños, hinchas del desenfreno, nunca lo hubiesen dejado en paz. El
establecimiento, una oposición de falsas cúpulas y murales arcaicos (como si lo
adverso formase causa común), distaba mucho de los sitios patrios que lo
acogieron por allá, El Ágape, La Tinaja, Las Buganvilias, a él, al magno Renato
Colinas, La Voz de Oro de México, soberbio tenor oriundo de Tamaulipas,
impecable monstruo de las salas aztecas, chaparrito agigantado, cuate por las
cinco o seis orillas de la existencia, amigo gemelo, socio hasta para los
infortunios, padrísimo compadre impar.
Después del canto, se atragantó varios tragos, varios
ronroneos de ron, varias barricadas de barrica, para alejar potenciales
pesadumbres y salió caminando hacia la noche sin estrellas. Lo hizo con pausas:
a sólo algunas cuadras estaba el hotel donde se hospedaba; pero en el puente
Victoria (puente arriba y travesía de autos abajo) cuatro individuos lo
aguardaban. Sujetos reconocibles por la estampa concebida, (in)humanos prototipos identificables a simple detección
de vista: eran esbirros de la Seguridad Nacional, la policía política del
General Pérez Jiménez. Nadie podía dudarlo.
Aunque Renato pretendió seguir de largo-larguísimo,
con la mirada en las alturas,, el que comandaba el grupo lo detuvo. “Son órdenes
superiores y esas órdenes jamás se discuten”, dijo como para escucharse
(o convencerse), y enseguida los secuaces inmovilizaron al mexicano. Renato
Colinas, desde sus varias almas, advirtió la ya firme sentencia, y en una
chispa de tiempo hilvanó el resumen de vida/muerte.
Se contempló abandonando Tampico-Tamaulipas, la fecha
en que el almanaque del Doctor Ross señalaba el último día de 1939. Dejó el
puerto y las sonoridades del mar para echarse a la suerte en Ciudad de México,
un turbión de transeúntes, edificios, negocios, autoridades, perros realengos,
espectáculos, cantantes y cantinas. La metrópolis lo abatió; recorría rutas
equívocas, estaba solo e inerme. Cuando no aguantaba más, el albur le franqueó
la entrada al Teatro Valladares, cerca de la Plaza Garibaldi, y allí, entre escalofríos
y sobresaltos, impuso su rotunda voz.
Sí, bien se acuerda, ¿cómo no acordarse, mano?
La urgente memoria lo llevó a los éxitos que obtuvo en
la Radio XEW (aplausos por doquier, desboques de admiración), luego a los
discos de 33 revoluciones que grabó para la vitrola de la RCA Víctor, a las
presentaciones de postín con el “famoso elenco” de Juan Arvizu, Emilio Tuero,
Pedro Vargas, y a sus estadías artísticas en San Juan de Puerto Rico, La Habana
y Buenos Aires.
El vertiginio de la evocación no podía interrumpirse:
en la capital argentina, quizás por la presencia horizontal del río de La
Plata, se sintió cerca de sus aguas de infancia (aguas familiares,
bautismales), e hizo amigos cálidos y se enamoró de Malena tras un
deslumbramiento de amor y de arrabal (la misma que inspiró la pieza de Homero
Manzi: “Malena canta el tango como ninguna”). Y se casaron sin anillos dorados,
y vivieron en las medianías del barrio Belgrano, y tuvieron dos hijos de pulcra
salud, y actuaron juntos bajo las luces nocturnas de Florida y Corrientes, y
ella le decía “piel canela” o “mi aceituna huasteca” y él sonreía por el lado
de la felicidad. ¡La concordia perfecta hasta que se interpuso (e incrustó) la
actriz Cloe Ducaste!
Recordó a Cloe impulsiva y joven (aún más joven de lo
que aparecía en las páginas de las revistas), senos en punta, pelo de hebras
brillosas, talle de modelo, piernas aladas. La Ducaste personificaba con
versátil dramatismo a las féminas de Shakespeare, Ibsen y O´Neill, tenía una
increíble adecuación de ángulos y poses para las cámaras cinematográficas, y ni
las telenovelas de prolijas lágrimas conseguían empañarle la sagacidad
escénica. Desde que los caminos de Cloe y Renato se cruzaron una tarde de rayos
mutuos en el Café Bulnes, ninguno pudo conservar el sano juicio de la
prudencia. Tomaban por asalto idílico los albergues de la ciudad y los refugios
del campo, se apetecían a la luz de cualquier público y cualquier periodista,
se acariciaban con fruiciones adolescentes, y se besaban sin término debajo de
los árboles del Parque Avellaneda. La esposa Malena, al enterarse, no cantó más
tangos sino una letanía de agrios despechos, y decidió la separación legal.
Renato siguió con las premuras de la remembranza.
Mucho le costó olvidar a Cloe (“En verdad que te has ido.../ como el agua
del río que pasa y no vuelve. Fue tan
corta la historia / y tan largo el olvido...”); y cuando el canoso
almanaque del Doctor Ross marcaba los seis años transcurridos en el exterior,
retornó a un México de voraces empresarios, diversas sociedades de artistas del
montón, y férreos síntomas de competencia. Esperaba alcanzar de nuevo las
coronas del triunfo, oír otra vez los encomios sobre su dominio del passagio, sus prodigiosos matices, su
admirable sucesión de notas graves y agudas, pero envidias e intrigas
lograron confinarlo a tabernas de amarga
categoría. El negocio del disco no se percató de que había vuelto, la prensa
apenas reseñó antiguas andanzas de ejercicio vocal, la fanaticada de ayer se
escabulló en el silencio. Sin embargo, Renato subsistió con una dignidad a
prueba de zozobras totales: estaba seguro de sus virtudes y cumplía las tareas
alentando épocas suaves y fructíferas. Entonces un agente –quizás del destino–
lo contrató para actuar en Venezuela.
Según las invocaciones de Renato, aquella Caracas exhibía progresos de granito
y cemento que inauguraba en persona el dictador Pérez Jiménez (y escondía las
torturas, los crímenes y la persecución contra los adversarios del régimen). El
bolerista comenzó presentaciones en El
Ancla y hasta ahí llegó a buscarlo una Cloe Ducaste de lentes oscuros,
residencia en Venezuela, piernas aún frescas y escoltas ubicuos que la cuidaban
desde las sombras. Al finalizar la tanda musical, Cloe lo convidó a la mesa
para envolverlo de abrazos y jurarle, como en las telenovelas, pasión inmortal:
“Aunque estoy casada con un gran personero de este gobierno, todavía te amo a
vos, ¿me comprendés?”. Luego susurró “¡Debo marcharme, nos veremos pronto,
cariño!” y se fue en el hálito de su tibia fragancia. El pianista, un
dominicano precavido y fraterno, le advirtió a Renato: “¡Cuidado, chico!, es la
mujer del temible Miguel Silvino Lanza, el Negro Lanza, segundo Jefe de la
Seguridad Nacional. Aléjate de ella, no te conviene, es un riesgo mayor, es
como suicidarse de antemano”.
Por supuesto que Cloe no aguantó, no podía aguantar, y
al poco tiempo se metió desenfrenadamente en el hotel y en la cama de Renato,
para revivir los ardores de antaño, el parque Avellaneda, el Café Bulnes con
sus terrones de azúcar, los refugios del campo, las asiduas ternuras frente al
río, las empedradas calles de San Telmo. Sin prudencia, sin aterrarse ni un
instante de temores por los largos brazos del poder. El cantante, desde el
universo de la ventana, observaba el ajeno mundo de Caracas, y se entristecía
de profusas nostalgias y sentía algo extraño en la intensidad del corazón.
Renato Colinas culminó sus recuerdos y miró hacia la
última noche sin estrellas, mientras los esbirros del régimen lo tiraban al
vacío desde el Puente Victoria.
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