Cuando sonó el teléfono de su oficina, el comisario Dolande leía una
novela de detectives. El jefe, del otro lado de la línea, como si lo estuviese
mirando le dijo: “Dolande, deja ya esa vaina y ven rápido a mi despacho porque
debes encargarte de un asunto urgente”. Dolande hizo un personal gesto de
fastidio, marcó la página que estaba leyendo, cerró delicadamente el libro (La
llave de cristal, de Hammet, cuya edición barata revisaba por cuarta vez),
y se dirigió al cubículo del jefe, un espacio de pocos metros que por halago
burocrático todos llamaban “despacho”. Entró, pero el capitán Azuaje casi no se
veía debido al humo que brotaba de su eterno tabaco. “Pasa, Dolande, no te
quedes ahí como una momia siria”, y Dolande entró y se sentó con ganas de
aclararle que las célebres momias no eran sirias sino egipcias, mas el jefe
empezó a hablar atropelladamente: “¡Dolande!, acaba de suicidarse en su
biblioteca el doctor Ricardo León-Vigas, gran intelectual de la Patria y además cuñado del Ministro de
Relaciones Interiores, ¿tú me entiendes, Dolande?”. Aunque no había nada qué
entender, Dolande efectuó un ademán afirmativo, y el jefe prosiguió: “Te me vas
de inmediato para la residencia del doctor León-Vigas, procedes a levantar el
cadáver junto con los forenses, interrogas a todo el mundo, espantas a los
periodistas y a las cámaras de televisión. Es un caso delicado por las
implicaciones, actúa con mucha suavidad e inteligencia, Dolande, como tú sabes,
Dolande, porque a ti te gusta leer novelitas y te agradan los escritores vivos
o muertos, ¿me entendiste, Dolande?” El comisario, harto de oír la repetición
de su apellido y sin comprender muy bien lo de los “escritores vivos o muertos”,
partió al lugar de los hechos.
Dolande estacionó el viejo Ford cerca de la
residencia de León-Vigas, una aristocrática casona de estilo colonial
actualizado, y tuvo que apartar con su carnet de identificación en la mano, a
decenas de reporteros y curiosos que se agolpaban frente al sitio. El cordón de
policías allí dispuesto lo reconoció y enseguida le franqueó el paso,
“¡Adelante, comisario Dolande!”, pues la fama siempre antecedía a su presencia.
El comisario emitió una especie de saludo gutural, se alisó instintivamente el
pelo y entró a la casa de la víctima.
“Lo esperábamos”, masculló un joven subinspector,
como si el tono de voz formase parte de
la liturgia fúnebre, y le resumió lo ocurrido: “El doctor León-Vigas se suicidó
en su biblioteca, luego de desayunar. El tiro fue con una pistola 9 milímetros.
En la casa viven, perdón, vivían el doctor León-Vigas, que nunca se casó y
tampoco tuvo hijos; Eutimio, su secretario; y Roselia, el ama de llaves. ¿Lo acompaño para que vea el
cadáver”. –No, tranquilo –dijo Dolande–,
yo me encargo. Prefiero tomarme mi tiempo, gracias.
A Dolande, de acuerdo a un especial modo de
adentrarse en los sucesos criminis, le gustaba contextualizarlo todo
antes del inicio de la investigación, y por ello decidió recorrer primero la
vivienda. Su única planta contenía una gran sala-comedor, las habitaciones, una
terraza para el té o el café, un patio de árboles frutales y la imponente biblioteca que Dolande dejó para el
final. –¡Los burgueses se dan sus gustos! –comentó para sí mismo, mientras se
disponía a penetrar en el santuario bibliográfico. León-Vigas, como cualquier
persona después de matarse de esa manera, estaba derrumbado en posición
decúbito supino, pero Dolande –que había visto muchos cuerpos así– prefirió
detenerse en la descomunal biblioteca.
Se quedó admirando, por largo rato, los
incalculables volúmenes (¿quince mil, veinte mil?) que se apilaban, conforme a
un orden perfecto, en los tres pisos de estanterías de cedro oscuro. Detalló el
diseño arquitectónico del amplio espacio, cuya cúpula permitía la claridad
natural; observó las escalerillas desplazables que utilizaba el erudito para
ubicar los libros más altos; y se fijo, con atención, en el escritorio vargueño
de patas labradas, donde se hallaban las últimas obras objeto de consulta (Una
modesta proposición, de Jonathan Swift; Palinuro de México, de
Fernando del Paso; y El médico a palos, de Molière). Por fin, Dolande se
dedicó al examen del occiso y anotó: “Cadáver de sexo masculino, de 75 a 78
años, pícnico, corpulento. Supuesto suicidio con una Beretta modelo 92,
orificio de entrada en la sien derecha, cuasi rigidez mortuoria por el tiempo
del deceso. Seguir indagando”.
Aunque era casi irrebatible, al comisario no le
cuadraban los elementos del suicidio; no porque faltasen manifiestas evidencias
(las cuales debía sin embargo confirmar), sino por los motivos que tuvo
León-Vigas para matarse, un intelectual ilustre, gloria del país, miembro de
número de la Academia de la Lengua y
galardonado con el Premio Iberoamericano de Ensayo Histórico,
conferencista notable y viajero incansable, sano física y mentalmente, soltero sin
descendencia, con una mullidísima situación económica y, además, hermano
político del Ministro del Interior. Entonces Dolande tomó el teléfono y discó
el número de su jefe:
─¿Me escuchas, Azuaje?
─Sí, claro que te escucho, no soy sordo, Dolande,
habla ya y rápido. ¿Dónde, carajo, estás?
─Aún en casa de León-Vigas. Creo que el tipo en
verdad se suicidó, pero me gustaría aclarar algo.
─Te advertí que no te metieras en líos, Dolande,
déjalo de ese tamaño, acuérdate de sus vínculos con…
─¡Dame una semana nada más, Azuaje!
─Okey, Dolande, u-na-se-ma-na, pero me tienes al
tanto y me consultas el mínimo detalle, ¿entendíste?
─Sí, Azuaje, entendí, entendí.
Dolande decidió efectuar sus investigaciones desde
la enorme biblioteca, porque aparte de constituir el espacio de trabajo del
difunto, le recordaba las librerías de Buenos Aires. “¡Esto es mil veces
preferible que oírle las impertinencias a Azuaje!”, murmuró mientras se
arrellanaba con desparpajo en la silla de León-Vigas y confería un nuevo
vistazo orbital a los anaqueles. Retomó el cuaderno donde garabateaba apuntes,
sacó el lápiz carcomido, se alisó por acto reflejo un mechón de cabellos y
llamó al secretario Eutimio para interrogarlo.
Eutimio Benítez, un hombre atlético que parecía más
bien perito en artes marciales y no amanuense
de escritor, entró, saludó y se sentó
sin titubeos. Vestía pantalones jeans,
llevaba anteojos al aire y camisa ceñida (el comisario anotaba todo en su
libreta). En respuesta a una obvia e imperativa seña de Dolande, Benítez empezó
a hablar. Dijo que era bibliotecólogo de profesión, que tenía 50 años (diez de
ellos en casa del extinto), que sentía mucho afecto por don Ricardo con quien
había forjado una solidaria amistad, que lo admiraba y que siempre lo
admiraría. Después de disipar aflicciones, refirió los hechos: el desayuno de
León-Vigas, su conducta normal de esa mañana, el hábito de escribir en la
biblioteca, el disparo, los gritos de Roselia, “y ambos corrimos y lo
encontramos en mitad de un lago de sangre…”
El comisario hizo
pasar entonces al ama de llaves. Le sorprendió, a primera vista, que la
cuarentona Roselia aún conservase una figura sugestiva y juvenil. Llevaba un
delantal de vuelos blancos, tenía los ojos intensos e inquietos, en sus dedos
resaltaban algunos anillos de fantasía, caminaba balanceándose sobre unas
piernas fornidas y sin medias, movía los brazos a un compás indetenible y en su
cabeza destacaban suaves hilachas rubias. Dolande detuvo la atención en la
protuberancia de los senos de Roselia, pero luego se conturbó (“Dolande, ¿qué
te ocurre?”) e inició el interrogatorio. El ama de llaves repitió con exactitud
lo contado por el amanuense-bibliotecólogo, y para que no quedasen dudas
derramó lloriqueos de neo tragedia griega y alabó ilimitadamente a su patrón,
“Era amable, sabio, sencillo y jamás se mostraba de mal humor”.
Dolande despidió a Roselia sin detenerse otra vez
en la temeridad de su busto, y sacó algunas conclusiones. Creía, por
experiencia y olfato detectivescos, que Eutimio Benítez y Roselia Lima habían
dicho la verdad; presumía la inocencia de ambos porque no existían indicios de
un asesinato ni aparentes causas para cometerlo; las pruebas de balística y
parafina demostraban la acción suicida de León-Vigas; toda la secuencia lógica
apuntaba hacia la autodeterminación de quitarse la vida, pero por qué, por qué,
si era un esclarecido personaje, con bienes materiales, lleno de éxito y salud,
y además sin agrias patologías o problemas depresivos (según lo reiteraban
Eutimio y Roselia y los libros de última consulta que se hallaban encima de su
escritorio: textos irónicos, paródicos, chispeantes). –Un suicida típico
–especuló Dolande– nunca leería a Jonathan Swift antes de matarse; debió
existir en el caso de León-Vigas un grave impulso repentino.
El comisario se dio
a la tarea de escudriñar los estantes librescos en busca de pistas o atisbos;
nada localizó, sólo papel impreso de conceptos e ideas. Le hubiera gustado
quedarse por mucho tiempo en el sitio, pero se acordó de su jefe
(“U-na-se-ma-na, Dolande, ¿entendiste?”) y varió la exploración porque
azarosamente rememoró noticias sobre autores famosos cuyas cartas o textos
secretos descubrían partes veladas de su
personalidad. Hurgó y revolvió, desorganizó, compuso y descompuso, hasta que en
el oculto compartimiento del vargueño halló la clave: los manuscritos de León-Vigas
acerca de un gran amor no correspondido.
Dolande, con
agitación, leyó las íntimas revelaciones y excitaciones de don Ricardo. El
escritor deseaba en cuerpo y esencia al ser que adoraba, manifestándole
–confesándole– todas las etapas de su
sentimiento: desde el primer “golpe de vista y emoción” hasta el suplicio del
rechazo. León-Vigas, en páginas frenéticas, pormenorizaba delirios y agonías
sin escatimar adjetivos ni referencias. Había, en aquellos pliegos, el cuadro
de una pasión indomable que superaba la voluntad de don Ricardo, y también
dolorosa porque estaba solo en su enamoramiento (“Vacío e íngrimo, triste y
apartado, desértico, me derramo sumiso por ti y por tu quimérico cariño, no
puedo más con estas ganas de tenerte en el lecho para siempre, cielo del
alma”).
El comisario se
detuvo y encendió un cigarrillo que pronto se apagó. Necesitaba un paréntesis
de reflexión; pero no tardó demasiado, los folios de León-Vigas no aceptaban
demora. Y en los próximos párrafos, lo encubierto se volvió explícito, don
Ricardo León-Vigas desfallecía por el amor de su secretario Eutimio.
Dolande guardó las
hojas y se quedó inmóvil y pensativo durante un rato. Su método nunca fallaba a
la hora de resolver enigmas, y en esta oportunidad imaginó fatalmente las
circunstancias del caso: la noche anterior al suicidio, don Ricardo tiene
acidez, agruras de estómago, no puede dormir y se levanta. Va a la cocina para
buscar agua y tomarse una pastilla. Trata de no hacer ruido. Mira la habitación
del secretario, la puerta está cerrada. Sigue y percibe una pequeña luz que
sale del cuarto del ama de llaves, la puerta está entreabierta. Oye unos
jadeos, se acerca silenciosamente sin que lo adviertan y observa. Eutimio
traspasa a Roselia, ella gime de puro placer. Don Ricardo, entre sollozos,
regresa a su cama y continúa llorando hasta que amanece. En el desayuno, se
muestra normal y afable como de costumbre. Al finalizar, se instala en la
biblioteca, saca la pistola de una gaveta y se dispara en la sien.
El comisario
Dolande concluyó que no había otra verdad. Entonces, cerró sus averiguaciones y
en resguardo de la memoria de León-Vigas, quemó el manuscrito y lanzó las
cenizas al patio de árboles. Luego, llamó a su jefe, “Aló, Azuaje, soy Dolande,
terminé la investigación, díle al ministro que no se preocupe: el de su cuñado
fue un suicidio típico y en regla, mañana nos vemos”.
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