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miércoles, 11 de julio de 2018

COMISARIO INVESTIGA CASO DE ESCRITOR FALLECIDO


Cuando sonó el teléfono de su oficina, el comisario Dolande leía una novela de detectives. El jefe, del otro lado de la línea, como si lo estuviese mirando le dijo: “Dolande, deja ya esa vaina y ven rápido a mi despacho porque debes encargarte de un asunto urgente”. Dolande hizo un personal gesto de fastidio, marcó la página que estaba leyendo, cerró delicadamente el libro (La llave de cristal, de Hammet, cuya edición barata revisaba por cuarta vez), y se dirigió al cubículo del jefe, un espacio de pocos metros que por halago burocrático todos llamaban “despacho”. Entró, pero el capitán Azuaje casi no se veía debido al humo que brotaba de su eterno tabaco. “Pasa, Dolande, no te quedes ahí como una momia siria”, y Dolande entró y se sentó con ganas de aclararle que las célebres momias no eran sirias sino egipcias, mas el jefe empezó a hablar atropelladamente: “¡Dolande!, acaba de suicidarse en su biblioteca el doctor Ricardo León-Vigas, gran intelectual de la  Patria y además cuñado del Ministro de Relaciones Interiores, ¿tú me entiendes, Dolande?”. Aunque no había nada qué entender, Dolande efectuó un ademán afirmativo, y el jefe prosiguió: “Te me vas de inmediato para la residencia del doctor León-Vigas, procedes a levantar el cadáver junto con los forenses, interrogas a todo el mundo, espantas a los periodistas y a las cámaras de televisión. Es un caso delicado por las implicaciones, actúa con mucha suavidad e inteligencia, Dolande, como tú sabes, Dolande, porque a ti te gusta leer novelitas y te agradan los escritores vivos o muertos, ¿me entendiste, Dolande?” El comisario, harto de oír la repetición de su apellido y sin comprender muy bien lo de los “escritores vivos o muertos”, partió al lugar de los hechos.

Dolande estacionó el viejo Ford cerca de la residencia de León-Vigas, una aristocrática casona de estilo colonial actualizado, y tuvo que apartar con su carnet de identificación en la mano, a decenas de reporteros y curiosos que se agolpaban frente al sitio. El cordón de policías allí dispuesto lo reconoció y enseguida le franqueó el paso, “¡Adelante, comisario Dolande!”, pues la fama siempre antecedía a su presencia. El comisario emitió una especie de saludo gutural, se alisó instintivamente el pelo y entró a la casa de la víctima.
“Lo esperábamos”, masculló un joven subinspector, como si el tono de voz formase  parte de la liturgia fúnebre, y le resumió lo ocurrido: “El doctor León-Vigas se suicidó en su biblioteca, luego de desayunar. El tiro fue con una pistola 9 milímetros. En la casa viven, perdón, vivían el doctor León-Vigas, que nunca se casó y tampoco tuvo hijos; Eutimio, su secretario; y Roselia, el  ama de llaves. ¿Lo acompaño para que vea el cadáver”. –No, tranquilo  –dijo Dolande–, yo me encargo. Prefiero tomarme mi tiempo, gracias.
A Dolande, de acuerdo a un especial modo de adentrarse en los sucesos criminis, le gustaba contextualizarlo todo antes del inicio de la investigación, y por ello decidió recorrer primero la vivienda. Su única planta contenía una gran sala-comedor, las habitaciones, una terraza para el té o el café, un patio de árboles frutales y la   imponente biblioteca que Dolande dejó para el final. –¡Los burgueses se dan sus gustos! –comentó para sí mismo, mientras se disponía a penetrar en el santuario bibliográfico. León-Vigas, como cualquier persona después de matarse de esa manera, estaba derrumbado en posición decúbito supino, pero Dolande –que había visto muchos cuerpos así– prefirió detenerse en la descomunal biblioteca.
Se quedó admirando, por largo rato, los incalculables volúmenes (¿quince mil, veinte mil?) que se apilaban, conforme a un orden perfecto, en los tres pisos de estanterías de cedro oscuro. Detalló el diseño arquitectónico del amplio espacio, cuya cúpula permitía la claridad natural; observó las escalerillas desplazables que utilizaba el erudito para ubicar los libros más altos; y se fijo, con atención, en el escritorio vargueño de patas labradas, donde se hallaban las últimas obras objeto de consulta (Una modesta proposición, de Jonathan Swift; Palinuro de México, de Fernando del Paso; y El médico a palos, de Molière). Por fin, Dolande se dedicó al examen del occiso y anotó: “Cadáver de sexo masculino, de 75 a 78 años, pícnico, corpulento. Supuesto suicidio con una Beretta modelo 92, orificio de entrada en la sien derecha, cuasi rigidez mortuoria por el tiempo del deceso. Seguir indagando”.
Aunque era casi irrebatible, al comisario no le cuadraban los elementos del suicidio; no porque faltasen manifiestas evidencias (las cuales debía sin embargo confirmar), sino por los motivos que tuvo León-Vigas para matarse, un intelectual ilustre, gloria del país, miembro de número de la Academia de la Lengua y  galardonado con el Premio Iberoamericano de Ensayo Histórico, conferencista notable y viajero incansable, sano física y mentalmente, soltero sin descendencia, con una mullidísima situación económica y, además, hermano político del Ministro del Interior. Entonces Dolande tomó el teléfono y discó el número de su jefe:
¿Me escuchas, Azuaje?
─Sí, claro que te escucho, no soy sordo, Dolande, habla ya y rápido. ¿Dónde, carajo, estás?
─Aún en casa de León-Vigas. Creo que el tipo en verdad se suicidó, pero me gustaría aclarar algo.
─Te advertí que no te metieras en líos, Dolande, déjalo de ese tamaño, acuérdate de sus vínculos con…
─¡Dame una semana nada más, Azuaje!
─Okey, Dolande, u-na-se-ma-na, pero me tienes al tanto y me consultas el mínimo detalle, ¿entendíste?
─Sí, Azuaje, entendí, entendí.
Dolande decidió efectuar sus investigaciones desde la enorme biblioteca, porque aparte de constituir el espacio de trabajo del difunto, le recordaba las librerías de Buenos Aires. “¡Esto es mil veces preferible que oírle las impertinencias a Azuaje!”, murmuró mientras se arrellanaba con desparpajo en la silla de León-Vigas y confería un nuevo vistazo orbital a los anaqueles. Retomó el cuaderno donde garabateaba apuntes, sacó el lápiz carcomido, se alisó por acto reflejo un mechón de cabellos y llamó al secretario Eutimio para interrogarlo.
Eutimio Benítez, un hombre atlético que parecía más bien perito en artes   marciales y  no   amanuense  de escritor, entró,  saludó y  se  sentó  sin titubeos. Vestía pantalones jeans, llevaba anteojos al aire y camisa ceñida (el comisario anotaba todo en su libreta). En respuesta a una obvia e imperativa seña de Dolande, Benítez empezó a hablar. Dijo que era bibliotecólogo de profesión, que tenía 50 años (diez de ellos en casa del extinto), que sentía mucho afecto por don Ricardo con quien había forjado una solidaria amistad, que lo admiraba y que siempre lo admiraría. Después de disipar aflicciones, refirió los hechos: el desayuno de León-Vigas, su conducta normal de esa mañana, el hábito de escribir en la biblioteca, el disparo, los gritos de Roselia, “y ambos corrimos y lo encontramos en mitad de un lago de sangre…”  
El comisario hizo pasar entonces al ama de llaves. Le sorprendió, a primera vista, que la cuarentona Roselia aún conservase una figura sugestiva y juvenil. Llevaba un delantal de vuelos blancos, tenía los ojos intensos e inquietos, en sus dedos resaltaban algunos anillos de fantasía, caminaba balanceándose sobre unas piernas fornidas y sin medias, movía los brazos a un compás indetenible y en su cabeza destacaban suaves hilachas rubias. Dolande detuvo la atención en la protuberancia de los senos de Roselia, pero luego se conturbó (“Dolande, ¿qué te ocurre?”) e inició el interrogatorio. El ama de llaves repitió con exactitud lo contado por el amanuense-bibliotecólogo, y para que no quedasen dudas derramó lloriqueos de neo tragedia griega y alabó ilimitadamente a su patrón, “Era amable, sabio, sencillo y jamás se mostraba de mal humor”.
Dolande despidió a Roselia sin detenerse otra vez en la temeridad de su busto, y sacó algunas conclusiones. Creía, por experiencia y olfato detectivescos, que Eutimio Benítez y Roselia Lima habían dicho la verdad; presumía la inocencia de ambos porque no existían indicios de un asesinato ni aparentes causas para cometerlo; las pruebas de balística y parafina demostraban la acción suicida de León-Vigas; toda la secuencia lógica apuntaba hacia la autodeterminación de quitarse la vida, pero por qué, por qué, si era un esclarecido personaje, con bienes materiales, lleno de éxito y salud, y además sin agrias patologías o problemas depresivos (según lo reiteraban Eutimio y Roselia y los libros de última consulta que se hallaban encima de su escritorio: textos irónicos, paródicos, chispeantes). –Un suicida típico –especuló Dolande– nunca leería a Jonathan Swift antes de matarse; debió existir en el caso de León-Vigas un grave impulso repentino.
El comisario se dio a la tarea de escudriñar los estantes librescos en busca de pistas o atisbos; nada localizó, sólo papel impreso de conceptos e ideas. Le hubiera gustado quedarse por mucho tiempo en el sitio, pero se acordó de su jefe (“U-na-se-ma-na, Dolande, ¿entendiste?”) y varió la exploración porque azarosamente rememoró noticias sobre autores famosos cuyas cartas o textos secretos  descubrían partes veladas de su personalidad. Hurgó y revolvió, desorganizó, compuso y descompuso, hasta que en el oculto compartimiento del vargueño halló la clave: los manuscritos de León-Vigas acerca de un gran amor no correspondido. 
Dolande, con agitación, leyó las íntimas revelaciones y excitaciones de don Ricardo. El escritor deseaba en cuerpo y esencia al ser que adoraba, manifestándole –confesándole–  todas las etapas de su sentimiento: desde el primer “golpe de vista y emoción” hasta el suplicio del rechazo. León-Vigas, en páginas frenéticas, pormenorizaba delirios y agonías sin escatimar adjetivos ni referencias. Había, en aquellos pliegos, el cuadro de una pasión indomable que superaba la voluntad de don Ricardo, y también dolorosa porque estaba solo en su enamoramiento (“Vacío e íngrimo, triste y apartado, desértico, me derramo sumiso por ti y por tu quimérico cariño, no puedo más con estas ganas de tenerte en el lecho para siempre, cielo del alma”).
El comisario se detuvo y encendió un cigarrillo que pronto se apagó. Necesitaba un paréntesis de reflexión; pero no tardó demasiado, los folios de León-Vigas no aceptaban demora. Y en los próximos párrafos, lo encubierto se volvió explícito, don Ricardo León-Vigas desfallecía por el amor de su secretario Eutimio.
Dolande guardó las hojas y se quedó inmóvil y pensativo durante un rato. Su método nunca fallaba a la hora de resolver enigmas, y en esta oportunidad imaginó fatalmente las circunstancias del caso: la noche anterior al suicidio, don Ricardo tiene acidez, agruras de estómago, no puede dormir y se levanta. Va a la cocina para buscar agua y tomarse una pastilla. Trata de no hacer ruido. Mira la habitación del secretario, la puerta está cerrada. Sigue y percibe una pequeña luz que sale del cuarto del ama de llaves, la puerta está entreabierta. Oye unos jadeos, se acerca silenciosamente sin que lo adviertan y observa. Eutimio traspasa a Roselia, ella gime de puro placer. Don Ricardo, entre sollozos, regresa a su cama y continúa llorando hasta que amanece. En el desayuno, se muestra normal y afable como de costumbre. Al finalizar, se instala en la biblioteca, saca la pistola de una gaveta y se dispara en la sien.
El comisario Dolande concluyó que no había otra verdad. Entonces, cerró sus averiguaciones y en resguardo de la memoria de León-Vigas, quemó el manuscrito y lanzó las cenizas al patio de árboles. Luego, llamó a su jefe, “Aló, Azuaje, soy Dolande, terminé la investigación, díle al ministro que no se preocupe: el de su cuñado fue un suicidio típico y en regla, mañana nos vemos”.


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