El Versius, según lo anota el
Capitán Arthur Thompson en su libro póstumo Sueños Inestables (1754), es un
animal que encierra todas las contradicciones del universo y que sólo aparece
durante períodos de intensa lluvia. Su cuerpo enorme, como el del Ave Roc
citada por Borges, se aplana hasta volverse exiguo cuando recibe el calor del
sol, pero nuevamente cobra volúmenes formidables bajo los aguaceros del mundo.
Sólo dos personas lo han visto entre los temporales: el Capitán Thompson, una
etílica noche de invierno en Madagascar; y el poeta griego Euxino, cuya obra
fundamental desapareció en el naufragio del barco donde perseguía a las Musas
(34 a.C.)
La hechura de El Versius no
tiene principio ni arribo, posee escamas translúcidas, colmillos en sucesión,
orejas nimias y su organismo funciona como estigma de contrariedad: defeca por
la boca y se alimenta por un gran orificio posterior, respira por ombligos
escondidos y bota el aire por ocho ojos descomunales. Piensa nada más que en
futuro, aunque en un futuro tan próximo que no puede diferenciar del presente;
sonríe en circunstancias aciagas, lloriquea en sucesos bienaventurados, odia a
quienes lo protegen y se apega a los adversarios.
Asientan los tratadistas que la
tosca inteligencia de El Versius logra apoderarse de las originales ideas de
los genios, para transferirlas a los obtusos.
II
Ivanova,
la perra de mayor sagacidad que entrenó Pavlov para sus experimentos sobre el
reflejo condicionado, era una cuadrúpeda hirsuta, de estilo voluntarioso y
proclive a los devaneos lascivos. De esto último, dan fe los incontables
cachorros que dejó regados al margen del espíritu científico, y los cuales
también heredaron los genes característicos de una madre (¡Perra madre!,
expresarán algunos) más dedicada a sus propias tareas que a las obligaciones de
familia.
De
ilustración poco usual entre su especie, Ivanova aullaba en distintos idiomas
(incluyendo el húngaro y el serbo croata), aunque prefería el ruso estepario
para comunicarse con su mentor; tanto le gustaba Tolstoy que se engulló La
guerra y la paz en pocos mordiscos; oía música clásica habitualmente, pero por
alguna inconfesada razón, mostraba los colmillos cuando del gramófono emergían
las notas de Vivaldi; le gustaba bailar y, por supuesto, amaba el Can-can
parisino. Un lazo rojo enaltecía su imagen de Madame Bovary con cuatro patas;
diferenciaba, al husmearlo, el vodka auténtico de las imitaciones primitivas; y
deliraba, en vigilia o en sueños, por los
blinis y la sopa de borsch.
Sin
embargo, algunas anomalías la adornaban. Conforme al relato de los estudiosos,
la mamífera adiestró a Pavlov para que cada noche se dejase lamer la
entrepierna y luego se olvidara del asunto hasta la velada siguiente; y también
afirman que por obra de sus ladridos conductuales, los perros ajenos -en lugar
de apetito- sentían unas ganas inmensas de morirse de hambre.
La
historia oficial no incluye que muchos de los descubrimientos pavlovianos se
debieron a las argucias de Inavova, a su olfato investigativo y a su sensible
penetración psicológica; y por eso, un grupo de defensa de los animales ha
propuesto que ella aparezca, al lado de Ivan Petrovich Pavlov, en todas las
estatuas y en todas las imágenes de enciclopedia.
La
máxima reza que detrás de cada gran hombre, siempre hay una gran mujer…o una
gran perra llamada Ivanova o Frufrú.
III
El
águila roja extiende sus plumas frente a los destellos de un sol inmutable.
Tiene el pico doblado para clavarlo sobre los contendores, pero no existen
rivales en la órbita de sus enconos, ¡qué lástima!, ni tampoco árboles ni
surcos de vegetación.
El águila es, al mismo tiempo, valiente
y vacilante, porque la inmensidad del paisaje la sobrecoge. Al principio,
apenas tomaba vuelo, regresaba al quieto lugar de la cúspide, donde las horas
se amontonan de fastidio. Decidió, luego, lanzarse al horizonte, aunque sólo
mirase ráfagas de estelas y planicies de nubes; Iba con aires alegres pero, en
un espacio desconocido, chocó contra algo mayor que sus ahíncos y tuvo que
devolverse a la serenidad de la montaña. No dijo una mala palabra, porque
todavía las águilas carecen de su articulación.
Tras
esa experiencia, quiso emprender atrevimientos por el lado contrario. Irguió
las alas, como en la mitología de un Ícaro natural, y cruzó ventiscas, tifones,
brumas, lagos etéreos y deletéreos. Se pensaba omnipotente y desmesurada, pero
de nuevo un muro hermético le impidió el paso. Las lágrimas la retornaron a su
cumbre de origen.
En
una tercera ocasión, luego de mucho cavilarlo, se disparó hacia las marcas del
poniente. Ningún huracán pudo con ella, ningún soplo helado, ninguna atmósfera
siniestra. No obstante, al cabo de la hazaña, ahí estaba la barrera compacta e
infranqueable.
En
diversas oportunidades, pretendió iguales y grandiosos recorridos. Al inicio,
nada obstaculizaba su rugir de plumas, su veloz persistencia, su marasmo en
movimiento, aunque después viniera el desconsuelo de siempre.
El
águila roja no sabe ni sabrá que vive dentro de una tarjeta postal de Galerías
Lafayette.
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