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sábado, 1 de septiembre de 2018

FABULARIO INEXACTO



                                               
                                                            I 
El Versius, según lo anota el Capitán Arthur Thompson en su libro póstumo Sueños Inestables (1754), es un animal que encierra todas las contradicciones del universo y que sólo aparece durante períodos de intensa lluvia. Su cuerpo enorme, como el del Ave Roc citada por Borges, se aplana hasta volverse exiguo cuando recibe el calor del sol, pero nuevamente cobra volúmenes formidables bajo los aguaceros del mundo. Sólo dos personas lo han visto entre los temporales: el Capitán Thompson, una etílica noche de invierno en Madagascar; y el poeta griego Euxino, cuya obra fundamental desapareció en el naufragio del barco donde perseguía a las Musas (34 a.C.)
La hechura de El Versius no tiene principio ni arribo, posee escamas translúcidas, colmillos en sucesión, orejas nimias y su organismo funciona como estigma de contrariedad: defeca por la boca y se alimenta por un gran orificio posterior, respira por ombligos escondidos y bota el aire por ocho ojos descomunales. Piensa nada más que en futuro, aunque en un futuro tan próximo que no puede diferenciar del presente; sonríe en circunstancias aciagas, lloriquea en sucesos bienaventurados, odia a quienes lo protegen y se apega a los adversarios.
Asientan los tratadistas que la tosca inteligencia de El Versius logra apoderarse de las originales ideas de los genios, para transferirlas a los obtusos.


                                                
                                                  
                           II                      
Ivanova, la perra de mayor sagacidad que entrenó Pavlov para sus experimentos sobre el reflejo condicionado, era una cuadrúpeda hirsuta, de estilo voluntarioso y proclive a los devaneos lascivos. De esto último, dan fe los incontables cachorros que dejó regados al margen del espíritu científico, y los cuales también heredaron los genes característicos de una madre (¡Perra madre!, expresarán algunos) más dedicada a sus propias tareas que a las obligaciones de familia.
De ilustración poco usual entre su especie, Ivanova aullaba en distintos idiomas (incluyendo el húngaro y el serbo croata), aunque prefería el ruso estepario para comunicarse con su mentor; tanto le gustaba Tolstoy que se engulló La guerra y la paz en pocos mordiscos; oía música clásica habitualmente, pero por alguna inconfesada razón, mostraba los colmillos cuando del gramófono emergían las notas de Vivaldi; le gustaba bailar y, por supuesto, amaba el Can-can parisino. Un lazo rojo enaltecía su imagen de Madame Bovary con cuatro patas; diferenciaba, al husmearlo, el vodka auténtico de las imitaciones primitivas; y deliraba, en vigilia o en sueños, por los blinis y la sopa de borsch.
Sin embargo, algunas anomalías la adornaban. Conforme al relato de los estudiosos, la mamífera adiestró a Pavlov para que cada noche se dejase lamer la entrepierna y luego se olvidara del asunto hasta la velada siguiente; y también afirman que por obra de sus ladridos conductuales, los perros ajenos -en lugar de apetito- sentían unas ganas inmensas de morirse de hambre.
La historia oficial no incluye que muchos de los descubrimientos pavlovianos se debieron a las argucias de Inavova, a su olfato investigativo y a su sensible penetración psicológica; y por eso, un grupo de defensa de los animales ha propuesto que ella aparezca, al lado de Ivan Petrovich Pavlov, en todas las estatuas y en todas las imágenes de enciclopedia.
La máxima reza que detrás de cada gran hombre, siempre hay una gran mujer…o una gran perra llamada Ivanova o Frufrú.

                          III
El águila roja extiende sus plumas frente a los destellos de un sol inmutable. Tiene el pico doblado para clavarlo sobre los contendores, pero no existen rivales en la órbita de sus enconos, ¡qué lástima!, ni tampoco árboles ni surcos de vegetación.
       El águila es, al mismo tiempo, valiente y vacilante, porque la inmensidad del paisaje la sobrecoge. Al principio, apenas tomaba vuelo, regresaba al quieto lugar de la cúspide, donde las horas se amontonan de fastidio. Decidió, luego, lanzarse al horizonte, aunque sólo mirase ráfagas de estelas y planicies de nubes; Iba con aires alegres pero, en un espacio desconocido, chocó contra algo mayor que sus ahíncos y tuvo que devolverse a la serenidad de la montaña. No dijo una mala palabra, porque todavía las águilas carecen de su articulación.
Tras esa experiencia, quiso emprender atrevimientos por el lado contrario. Irguió las alas, como en la mitología de un Ícaro natural, y cruzó ventiscas, tifones, brumas, lagos etéreos y deletéreos. Se pensaba omnipotente y desmesurada, pero de nuevo un muro hermético le impidió el paso. Las lágrimas la retornaron a su cumbre de origen.
En una tercera ocasión, luego de mucho cavilarlo, se disparó hacia las marcas del poniente. Ningún huracán pudo con ella, ningún soplo helado, ninguna atmósfera siniestra. No obstante, al cabo de la hazaña, ahí estaba la barrera compacta e infranqueable.
En diversas oportunidades, pretendió iguales y grandiosos recorridos. Al inicio, nada obstaculizaba su rugir de plumas, su veloz persistencia, su marasmo en movimiento, aunque después viniera el desconsuelo de siempre.
El águila roja no sabe ni sabrá que vive dentro de una tarjeta postal de Galerías Lafayette.



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