Yo nací en una localidad de esta ribera del Arauca
vibrador, y soy hijo de mi mamá (evidentemente) y de un padre que nunca me
reconoció. Por eso sólo me llamo
Marcelino López. “¿López qué?”, preguntaban algunos con ironía; y yo contestaba
“López sin más apellidos, como el hijo de la puta que te parió”. Y no continuaban
insistiendo porque sabían de mis habilidades en la arena de los coñazos
boxísticos.
De aquel pueblo no
hay mucha tela para contar. Poseía dos calles principales y una misma tradición
de vicios nobles e innobles. Entre los nobles, estaban el trabajo de “sol a
asombro”, la disposición de tomarse cualquier cantidad de cervezas, y el uso abusivo
del sexo (inclusive con animales de corral); y entre los innobles, el chisme calumnioso
y la manía de apoderarse de tierras ajenas. Yo disfrutaba de la primera
categoría de vicios, exceptuando el trabajo porque me hallaba sin empleo; y
nunca me sentí agobiado por el segundo grupo de vicios, pues acepté mi
condición natural de hijo idem y no tenía bienes raíces que fuesen objeto de envidia.
Cuando cumplí la
edad de dieciocho años y no lograba meterme dentro del cacumen las matemáticas
de bachillerato, decidí venirme para Caracas a probar heroica suerte en
diversos oficios. Era día de los Reyes Magos, y me disfracé de Baltazar para
que en el autobús de la Línea ARC creyesen de buen pronóstico montarme gratis.
Así ocurrió y llegué a la capital con ánimo capitalista, aunque sin ningún
contacto que me permitiese el inicio de actividades medianamente lucrativas.
Desde que aprecié
la magnitud de Caracas, con sus nuevos vicios y grandes edificaciones, le
comuniqué a mi otro yo el ensanchado deseo de quedarme aquí hasta que el
destino lo permitiera. Y oí la respuesta en el propio centro del cerebelo: “Te
acompañaré siempre, Marcelino, no te (des)preocupes”.
Mi trajín,
entonces, fue puro merodeo por barrios de pobreza crítica (como hoy la
denominan), donde no se conseguían los beneficios de un almuerzo ni los favores
de damas de ninguna edad. Para la satisfacción del hambre, aprendí a maullar
como gato “siete muertes” con el ojeto de que me tirasen cualquier sobrante; y
por ello en jodienda me apodaron “El Gato López”, alias que todavía conservo
(¡a mucha honra!).
Enflaquecí a ras de
los huesos más internos, caminaba como un zombie con sindrome estúpido, el pelo
me creció en forma de palmera enana, la ropa se me deshizo en flecos, los
zapatos parecían de cartón (piedra), y no tenía el vigor necesario para
entablar una conversación sencilla.
Cuando creí que me
llevarían con todos mis restos a un cementerio de beneficencia, leí en un
periódico gratuito la oferta de El Jardín
de los Suspiros, casa de pompas mortuorias muy conocida en los altos fondos
de la ciudad. Buscaban un recepcionista y ayudante de preparador de cadáveres
(“Joven, de buen porte, con habilidades manuales, experiencia no indispensable.
Sueldo a convenir y horario nocturno”), requisitos que yo cumplía sin amplio
esfuerzo. Animado por el aviso, me lavé en las aguas de una plaza, alisé los harapos,
puse cara de Gran Enterrador de la Comarca y me largué hacia el futuro.
-¿Aquí es donde
necesitan de mis servicios?-, inquirí con el desparpajo de quien se aferra a su
ataúd de salvación. A Don Malaquías, dueño del establecimiento y figura tan
tétrica como la de los (santos) óleos de El Greco, le bastó mirarme la
indigencia durante un mísero minuto para
saber que yo era el tipo adecuado, pues aceptaría el menor sueldo
reglamentario. “Trato hecho”, expresó sin dudas turcas, y de inmediato comenzó
su clase magistral sobre las profundas concepciones del negocio: “Un cadáver,
amigo, aunque no hable, no se enfurezca ni sonría, sigue siendo una persona de
respeto. Sí, de respeto, porque él partió pero obviamente deja bienes... y
permanecen sus fa-mi-lia-res. ¿Acaso ha visto mayor disposición que la de una
viuda para suscribir giros luctuosos? ¿Se ha topado con un sobrino en plan de
deslastrarse de su tía millonaria? ¿Nunca percibió la celeridad de unos hijos a
la hora del entierro paterno?”.
El hombre alzó el
volumen como si lo escuchasen los miembros de la Asociación Nacional de
Funerarias y Afines, y prosiguió: “Por ningún motivo discuta con los deudos,
convénzalos de los últimos lujos de una urna de roble en el Reino Terráqueo de
El Señor, diríjase a ellos con mezcla de dulzura y seriedad, y plantee el pago
en efectivo pero sin cerrarse al crédito, ¿me sigue el hilo? También es de
primordialísima importancia la utilización del lenguaje correcto, porque ahí
está la base del éxito. Jamás diga “muerto”, ¡oh, no, qué horror!, refiérase al
“difunto” o la “difunta”, o preferiblemente al “de-cujus”, y siempre añada
algún agradable calificativo de manoseo común (¡El de-cujus quedó igualito!,
¡buenmozo el difunto!, ¡parece que la difunta estuviera dormida!)”.
“La preparación de
cadáveres -agregó Don Malaquías con voz de ultratumba moderna- no es una tarea
nimia sino un arte. Usted debe observar por largo tiempo al occiso, imaginando
cómo actuaba en vida, para luego resaltarle las frígidas facciones y
convertirlo en algo que produzca impacto. Nada de parches o tapones en los
oídos, a menos que no haya manera de esconder la detestable sangre. Asimismo,
la armonía del claroscuro posee sus secretos: eluda la exageración y los tonos
fuertes, porque el tránsito hacia el otro mundo obliga a la sobriedad. ¡Un
fallecido nunca puede equipararse con una bataclana de circo! Apúntelo. Por hoy
es suficiente”.
Empecé el trabajo
sin ninguna pasión mortal, sobre todo porque era dificultoso entrar de golpe al
lúgubre ámbito de quienes nos resultan extraños, pero yo mismo me sorprendí del
avance que obtuve en la profesión funeraria. Sacaba provecho de las lacrimosas
situaciones para vender los mejores féretros y las criptas de más amplitud; me
transformé en un elegante vampiro de los
pactos al contado; utilicé las vías sinuosas del mercachifle que atenúa dolores
(“¡Llore sobre mi hombro, doña!”); me comportaba con extrema dignidad bajo el rigor de un terno cruzado, y cobré
fama de artista egipcio en el maquillaje de momias recién muertas.
En este aspecto, o
sea, en el de cuidar la fachada de los candidatos a inhumación, demostré
certeras y lúcidas inclinaciones, porque desde mi niñez me gustó la plástica
(decoraba los baños con falos proverbiales, hacía caricaturas del Jefe Civil
desnudo, remitía cartas con paisajes de amor sanguinolento). En suma, la
remodelación de cadáveres fue un camino para la trascendencia: cuando
constataba cómo un guiñapo podía modificarse por gracia de la pintura en bello
sujeto de entierro, sentía que Miguel Angel Buonarrotti era un aprendiz al lado
mío. Y a los fines de lograr la exquisita perfección, ingresé en el Círculo de
Artes y compré decenas de libros sobre polvos, coloretes, afeites y depiles.
El horario nocturno,
lejos de amilanarme, me causó placer. Los occisos, por supuesto, nunca atinaban
vocablos de fastidio; no había ruidos, salvo el de unas moscas redondas que
querían chuparse la mala suerte del género humano; las bombillas, a luz de
pocos vatios, conferían penumbras gratas al ambiente; un ventilador de
cielorraso espantaba los olores del formol; la música, trasmitida por Radio
Continente, me permitía bailar a solas; y no padecía de los espeluznes del
insomnio porque las urnas estaban acolchadas y yo me arrellanaba -cada vez- en
una distinta.
Aunque era feliz
dentro de ese espacio trágico y el sueldo alcanzaba hasta para pecar con novias
de ocasión, retumbó en mi cráneo la idea de concluir el bachillerato e
inscribirme luego en la universidad. Don Malaquías sugirió la carrera de
Derecho, “para que sepultes jurídicamente a tus enemigos”, y buscó la sapiencia
de un maestro alcoholizado (pero aún ducho en matemáticas) con el objeto de que
me enseñase los misterios de los
números y los exámenes.
Al cabo de algunos
meses, aprobé sin diplomas honoríficos el último año, y corrí hacia a las aulas
universitarias para volcarme en leyes, estatutos, códigos y cafetines. Y digo
cafetines porque allí pasaba casi todo el tiempo, entre cigarros eufóricos,
conversando con otros alumnos sobre lo divino y lo banal o acerca de divinas
banalidades. Un día me presentaron a Leoncio, especie de huracán ambulante que
hablaba sobre temas desconocidos para mí: la libertad, las persecuciones del
gobierno, el valor de los poetas, la democracia, la obligación de organizarnos.
Mientras le oía, me sentí tan muerto como
mis de-cujus porque nunca había penetrado en asuntos de ese calibre; y entonces
juré, por un puño de cruces abstractas, que me haría compañero de Leoncio para
sorber sus palabras. Él se dio cuenta de mi turbación y me preguntó: “¿Cómo te
llamas, eres nuevo?”. Me llamo Marcelino López, y ya no soy nuevo.
Desde aquel día no
nos separamos. Ayudaba a Leoncio en el acopio de todo el material de estudios
porque “su trabajo” le impedía asistir a clases, y además me encargué de
rellenarle un cuaderno con las anotaciones en clave que me dictaba. Cuando
consideró que yo estaba preparado para la “revelación”, me invitó a la
Cervecería Munchener y luego de cuatro jarras alegres se extendió sin pausas.
Mezclaba citas novelescas con episodios de su niñez, dijo algo sobre Gorki y
abundó acerca de los compromisos sociales, se refirió a los peligros de la
política, contó las hazañas de los camaradas que se oponían al gobierno y, por
último, me tomó por el cuello -como en un film de pactos secretos- y susurró
para que sólo yo lo percibiese: “Quiero que desde hoy formes parte de nuestro grupo clandestino”.
En ese momento no
logré ensamblar la realidad y las imaginaciones, porque una sensación de mareos
planetarios me dislocó la cabeza. Vi a Leoncio cual Sandokán furioso levantando
espadas contra la policía, la barra del Munchener se me vino encima con su
arsenal de botellas, la mujer de al lado amplió una mueca de túneles infinitos,
el mesonero alcanzó las dimensiones de una barrica de cerveza alemana, y yo no
comía salchichas sino Declaraciones de Derechos Humanos. “Permiso, Leoncio, voy
al baño”.
En el baño tampoco
conseguí la paz. El orine inundó los silogísticos límites de mi entendimiento,
y me senté sobre la poceta imitando al pensador de Rodin. “¡Carajo!, ¿por qué
abandoné el pueblo donde vivía, por qué no me devuelvo ahora mismo?”. Mi madre
(con la cara de Leoncio) abrió la puerta y me dio unas palmaditas en las
mejillas: “Estas borracho, Marcelino, te llevaré a la funeraria para que
duermas. Después hablamos”.
Al despertarme, uní
a retazos lo sucedido. La cobardía de la víspera me avergonzó hasta el tuétano
del alma. Aún temblaba, aún el sudor exhalaba mugres etílicas. Por fortuna, dos
copas de añejo me recompusieron el ánimo y salí en búsqueda de Leoncio. Lo
encontré en la biblioteca consultando El
espíritu de las leyes. Parecía menos joven y más fuerte. Ensayó una sonrisa
para saludarme y yo lo abracé fraternalmente: “Acepto, Leoncio, acepto”.
Con aquel abrazo
comenzó mi destino de activista
político, única posibilidad que no había contemplado dentro de las ingenuas
cuestiones del horóscopo. Sin embargo, me agradó la escogencia porque significaba
un riesgo y una manera de sentirme útil y, sobre todo, porque permanecería
siempre cerca de Leoncio, el jefe de los estudiantes, el líder, el hombre de
las cien identidades. Cuando él se percató de mis astucias para cumplir las
órdenes y escapar de los cercos policiales, me fue asignando mayor
responsabilidad hasta elevarme al comité ejecutivo de las células
universitarias.
En El Jardín de los Suspiros, con su
tinglado inocente, habitó el centro de las conspiraciones. Allí nos citábamos
por las noches para la celebración de las reuniones y la distribución de la
propaganda. Los camaradas iban vestidos como deudos y nadie suponía, al vernos
en trance lloroso, que éramos enemigos del gobierno. Afuera, la actitud rebelde
tomaba cuerpo: la gente no acataba los mandatos oficiales, el boicot se erigió
en diaria forma de lucha, y los espías se volvían locos porque les resultaba
imposible descubrirnos. Don Malaquías empezó a sospechar, pues se ufanaba de un
olfato especial para conocer los vericuetos de la conducta humana. Una
madrugada, sin avisarme, se presentó en el negocio: Leoncio se hallaba
discurseando encima de una urna, yo escribía mis notas, la compañera Marielena enroscaba
las mechas de las bombas molotov, algunos compañeros -dentro de los ataúdes-
seleccionaban panfletos mientras otros los envolvían en paquetes de propaganda.
Entonces don Malaquías otorgó una mirada a la pequeña asamblea subversiva, se
abstuvo de comentarios y me llamó aparte. Apoyó su mano izquierda sobre mi
hombro tembloroso y dijo: “Te comprendo, Marcelo, pero no vuelvas”. Salimos uno
a uno, como si se tratara del entierro más pesado de la eternidad.
Nunca más vi a don Malaquías
porque murió de muchos hematomas en los calabozos de la policía política: lo
acusaron de dirigir las células de la revuelta universitaria e inventaron lo
del ahorcamiento. Yo por fin me gradué de abogado, me casé con Marielena,
compré El Jardín de los Suspiros y
tengo hijos revoltosos y
revolucionarios.
Hoy, después de
casi una vida, aún le pido perdón al amigo y maestro Malaquías en la etérea
comarca donde se encuentre.
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