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martes, 4 de septiembre de 2018

MALDITO ELOGIO DE LOS RECUERDOS

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Cuando abrió la puerta, supe que don Heraclio Carranza iba a morir. Él me extendió su mano acostumbrada a las ceremonias, y yo la mía de estudiante imperfecto. No cruzamos palabras sino intuiciones.
Me condujo hasta la biblioteca a través de un limpio desorden de muebles Chipendale y faroles en desuso, torsos de metal, estampillas entre vidrios, gatos que alargaban las sombras; todo parecía dispuesto para la eternidad.
–Siéntese ahí –me dijo, o me ordenó, estirando los labios.
Le miré en pretérito. Recibía el Premio Nacional de Literatura y los individuos de la Academia, con sus bastones numerados, hicieron fila, entregaron el diploma y escondieron la envidia. Don Heraclio, herencia caribe de los siglos de España, proclamó en el discurso: “¡Escribo para el infinito porque soy finito!”; y yo aplaudí, desde la última silla, esa parábola de mi propia existencia y me fui a releer la obra del Maestro; imágenes en cada línea, una reflexión sabia y desconcertante a la vez.

–Vine por el anuncio, me honraría mucho ayudarle como amanuense –precisé, tembloroso, mientras sacaba de la carpeta dos breves hojas de vida.
No me contestó. Hubo un silencio agrio, casi universal. Sus pequeñas piernas lo acarrearon hasta los anaqueles de libros y empezó a revisarlos con antigua devoción. Creí verle en la Biblioteca Alfonsina, junto al otro Alfonso Reyes, comparando textos e incunables, huellas, grafías, editoriales muertas…
–Comenzará mañana –determinó el Maestro, y con un gesto de autoridad me pidió seguirlo. Entendí, por la señal, su deseo de que conociese el ámbito donde trabajaría algunas horas diarias.
Recorrimos el lugar a pasos intermitentes. Era una edificación de dos niveles y techos altos, pintada de blanco mustio, cuyo eje lo constituía la biblioteca (cuadros, esculturas, fotos, caracoles de mar y objetos sin tiempo indicaban hacia ella). La habitación de Carranza, ya muy grande para su viudez, se encontraba en el segundo piso, y desde la curva de la ventana se podía observar un bosque personal de árboles secos. Acordonándolo todo, la muralla que delimitaba el encierro.
Esa noche soñé con una casa tomada por vericuetos en la que don Heraclio se extraviaba; y al día siguiente, en sueño palpable, el Maestro salió de su crepúsculo y me atendió, “Le gustará el empleo, estoy seguro”. Olía a caoba o a dátiles, llevaba pantuflas y abrigo, tenía lentes y dialogaba como si quisiese ganarse mi perpetua confianza: “Joven, yo hablaré acerca de cualquier ocurrencia, ¡memorias para el olvido!, y usted apuntará. Después, corregiré lo que haya transcrito”. Soltó unas frases en latín y se adaptó a la butaca de mimbre. Sus recuerdos principiaron con la nitidez dolorosa de la infancia, el padre cegado por el brillo del absurdo, la madre en el rescoldo (“un espíritu blanco”, así copié); posteriormente, el colegio, la adolescencia y los estudios, las primeras lecturas y Kipling, los esbozos de cuentos y Chejov, la vibración de  las metáforas y García Lorca; más tarde, el universo y la universidad…
Conforme a la fatiga, clausuraba el anecdotario, “Por hoy, basta, a demain”. Yo siempre volvía con la libreta de estudiante para asentar hasta el último murmullo; y el hilo nos transportó a su apego docente, al centenar de volúmenes publicados  -“105 para ser exacto”- al afán bibliográfico, a los viajes circulares y a los que nunca emprendería. Diversas voces, como espectros de sus relatos, agregaban juicios, glosas, certidumbres irónicas, “Me abruma el enigma del emperador Shih Huang Ti, pues construyó la muralla china y ardorosamente destruyó los libros que habían compilado las dinastías. Una página caótica logra salvarnos del caos. No hay pruebas de la bondad de los dioses. Los griegos siempre son nuestro fervor posible”.
Carranza hablaba, quizás para él mismo, quizás para los demás, y enlazaba hechos de vida con sentencias fundamentales que abultaron mis cuadernos. A veces, alteraba fechas y sucesos y retrocedía para enmendar el error; o no se daba cuenta de las imprecisiones y yo debía alertarlo, “¡Maestro, evoque con calma!” Muchas jornadas gastamos en la tarea, hasta que dentro de una pausa inquieta me preguntó:
–¿Sabe por qué le dicto mis memorias?
–No, don Heraclio  –respondí.
–Porque ya no escribo. La vejez es una humillación, Borges lo consignó en un poema.
Se quedó auscultando hacia ninguna parte, como un totem lívido, y disimuló su angustia durante varias cautelas. Los ojos parecían de otra alma, los brazos sobre el mimbre cobraban el aire de un temblor amarillo, tosía, buscaba aliento, tosía…Pensé que iba a llorar pero se repuso, “No escribo y estoy solo, mi mujer murió de asfixia, mis amigos también han muerto, tengo hijos que desconozco, únicamente me pertenecen los libros y los recuerdos”.
A partir de aquel momento, como en alivio de un peso sagrado que lo hostigaba, se dedicó a referirme minucias, detalles, sobresaltos: “Me gusta el té de jazmín y aprecio el insomnio, descifro las letras con una lupa alemana, calculo los segundos sin el mérito de los relojes, fui abstemio y ahora me avergüenzo”. Libre de la butaca, cambió de sitio en cada ocasión para narrarme la historia de un retrato junto a su esposa, “Estábamos en Isla Negra pero no se hallaban Neruda ni Matilde”; el precio del sable que le vendió un diplomático turco (“¡falso el sable y falso el diplomático!”); los óleos de su bisabuelo, cuya mirada “nos persigue adonde sea”; la colección de gatos reales y de Bohemia, la sordera del oído izquierdo, los ecos nocturnos…
Plenitud de ocultamientos y artilugios. El ama de llaves de don Heraclio, una anciana intemporal, conservaba el anonimato de las tinieblas y por ello la avisté en raras oportunidades, pero mantenía la estancia con el firme escrúpulo de la servidumbre que nos legó Balzac; y cuando yo interrogaba al Maestro sobre la conducta literal y literaria de su acompañante, él optaba por hurgar dentro de los bolsillos, “Le regalaré algo único”, en tanteo de piedras filosofales que nunca aparecieron.
A la sombra de los días verifiqué cómo el cuerpo de Carranza se tornaba más diminuto y tenue. Caminaba con furtiva inseguridad para no delatarse frente a mí, repetía agobios y cansancios, y se aferró al juego de ajedrez como una manera de aligerar (o esconder) sus desvencijos. Mientras movía las piezas en táctica sinuosa, peroraba acerca de asuntos distintos que ya no constituyeron parte de las anotaciones. Ambos entendimos, sin decirlo, los secretos de la fatalidad: algo principal y terminal nos vinculaba, algo hondo y diáfano a la vez.
Cuando hacíamos una pausa en el juego, acudía a su habitación y oteaba, desde la ventana, el acordonamiento de la muralla, como si esa franja fuese un límite absoluto que lo separaba del estruendo. Luego citaba a José Martí, “La gloria cabe en un grano de maíz”, y se ponía a examinar las fotos instantáneas de sus épocas deslumbrantes (seguido por adeptos, estrechado por periodistas), o los volúmenes de sus obras conclusas o los estudios que sobre ellas moldearon críticos y semiólogos. Después, balbucía incoherencias, “Los hijos desaparecen a los padres, sólo soy un oxímoron de dos cabezas, comparto la ceguera del Aleph de Buenos Aires, adivino el pasado”, mientras sorbía vasos de ajenjo para acordarse de los poetas malditos.
En la última refriega de ajedrez, el Maestro, bajo el ataque de mi torre y la argucia de sus caballos, detuvo las acciones y lo resumió todo: “Me es difícil admitirlo, pero no necesitaba un amanuense sino un interlocutor. Usted posee la dignidad de la paciencia. Gracias, sabio amigo, por escucharme con atención”. Apartó el tablero, se irguió penosamente y me abrazó. Entonces, le vislumbré en las formas del futuro: Yo tenía algunas semanas sin frecuentar su casa debido a los compromisos que me imponía la tesis universitaria, aunque no me mortificaba el alejamiento pues pronto volveríamos a nuestros rituales. Sin embargo, aquella madrugada del porvenir sonó el teléfono, a horas exclusivas para la sorpresa, y oí la voz de Carranza, “Estoy en mi biblioteca y acabo de prenderle fuego. No venga ni avise a nadie. Shih Huang Ti le envía saludos, adiós”.
Quise correr hacia lo inexorable, anegar de lágrimas la combustión, pero finalmente obedecí al Maestro porque me faltaba voluntad para despedirme de sus cenizas, y con honras de silencio también quemé los cuadernos memoriosos.
            


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