Cuando
abrió la puerta, supe que don Heraclio Carranza iba a morir. Él me extendió su
mano acostumbrada a las ceremonias, y yo la mía de estudiante imperfecto. No
cruzamos palabras sino intuiciones.
Me
condujo hasta la biblioteca a través de un limpio desorden de muebles
Chipendale y faroles en desuso, torsos de metal, estampillas entre vidrios,
gatos que alargaban las sombras; todo parecía dispuesto para la eternidad.
–Siéntese
ahí –me dijo, o me ordenó, estirando los labios.
Le
miré en pretérito. Recibía el Premio Nacional de Literatura y los individuos de
la Academia ,
con sus bastones numerados, hicieron fila, entregaron el diploma y escondieron
la envidia. Don Heraclio, herencia caribe de los siglos de España, proclamó en
el discurso: “¡Escribo para el infinito porque soy finito!”; y yo aplaudí,
desde la última silla, esa parábola de mi propia existencia y me fui a releer
la obra del Maestro; imágenes en cada línea, una reflexión sabia y
desconcertante a la vez.
–Vine
por el anuncio, me honraría mucho ayudarle como amanuense –precisé, tembloroso,
mientras sacaba de la carpeta dos breves hojas de vida.
No
me contestó. Hubo un silencio agrio, casi universal. Sus pequeñas piernas lo
acarrearon hasta los anaqueles de libros y empezó a revisarlos con antigua
devoción. Creí verle en la Biblioteca Alfonsina , junto al otro Alfonso
Reyes, comparando textos e incunables, huellas, grafías, editoriales muertas…
–Comenzará
mañana –determinó el Maestro, y con un gesto de autoridad me pidió seguirlo.
Entendí, por la señal, su deseo de que conociese el ámbito donde trabajaría
algunas horas diarias.
Recorrimos
el lugar a pasos intermitentes. Era una edificación de dos niveles y techos
altos, pintada de blanco mustio, cuyo eje lo constituía la biblioteca (cuadros,
esculturas, fotos, caracoles de mar y objetos sin tiempo indicaban hacia ella).
La habitación de Carranza, ya muy grande para su viudez, se encontraba en el
segundo piso, y desde la curva de la ventana se podía observar un bosque
personal de árboles secos. Acordonándolo todo, la muralla que delimitaba el
encierro.
Esa
noche soñé con una casa tomada por vericuetos en la que don Heraclio se
extraviaba; y al día siguiente, en sueño palpable, el Maestro salió de su
crepúsculo y me atendió, “Le gustará el empleo, estoy seguro”. Olía a caoba o a
dátiles, llevaba pantuflas y abrigo, tenía lentes y dialogaba como si quisiese
ganarse mi perpetua confianza: “Joven, yo hablaré acerca de cualquier
ocurrencia, ¡memorias para el olvido!, y usted apuntará. Después, corregiré lo
que haya transcrito”. Soltó unas frases en latín y se adaptó a la butaca de
mimbre. Sus recuerdos principiaron con la nitidez dolorosa de la infancia, el
padre cegado por el brillo del absurdo, la madre en el rescoldo (“un espíritu
blanco”, así copié); posteriormente, el colegio, la adolescencia y los
estudios, las primeras lecturas y Kipling, los esbozos de cuentos y Chejov, la
vibración de las metáforas y García
Lorca; más tarde, el universo y la universidad…
Conforme
a la fatiga, clausuraba el anecdotario, “Por hoy, basta, a demain”. Yo siempre volvía con la libreta de estudiante para
asentar hasta el último murmullo; y el hilo nos transportó a su apego docente,
al centenar de volúmenes publicados
-“105 para ser exacto”- al afán bibliográfico, a los viajes circulares y
a los que nunca emprendería. Diversas voces, como espectros de sus relatos,
agregaban juicios, glosas, certidumbres irónicas, “Me abruma el enigma del
emperador Shih Huang Ti, pues construyó la muralla china y ardorosamente
destruyó los libros que habían compilado las dinastías. Una página caótica
logra salvarnos del caos. No hay pruebas de la bondad de los dioses. Los
griegos siempre son nuestro fervor posible”.
Carranza
hablaba, quizás para él mismo, quizás para los demás, y enlazaba hechos de vida
con sentencias fundamentales que abultaron mis cuadernos. A veces, alteraba
fechas y sucesos y retrocedía para enmendar el error; o no se daba cuenta de
las imprecisiones y yo debía alertarlo, “¡Maestro, evoque con calma!” Muchas
jornadas gastamos en la tarea, hasta que dentro de una pausa inquieta me
preguntó:
–¿Sabe
por qué le dicto mis memorias?
–No,
don Heraclio –respondí.
–Porque
ya no escribo. La vejez es una humillación, Borges lo consignó en un poema.
Se
quedó auscultando hacia ninguna parte, como un totem lívido, y disimuló su
angustia durante varias cautelas. Los ojos parecían de otra alma, los brazos
sobre el mimbre cobraban el aire de un temblor amarillo, tosía, buscaba
aliento, tosía…Pensé que iba a llorar pero se repuso, “No escribo y estoy solo,
mi mujer murió de asfixia, mis amigos también han muerto, tengo hijos que
desconozco, únicamente me pertenecen los libros y los recuerdos”.
A
partir de aquel momento, como en alivio de un peso sagrado que lo hostigaba, se
dedicó a referirme minucias, detalles, sobresaltos: “Me gusta el té de jazmín y
aprecio el insomnio, descifro las letras con una lupa alemana, calculo los
segundos sin el mérito de los relojes, fui abstemio y ahora me avergüenzo”. Libre
de la butaca, cambió de sitio en cada ocasión para narrarme la historia de un
retrato junto a su esposa, “Estábamos en Isla Negra pero no se hallaban Neruda
ni Matilde”; el precio del sable que le vendió un diplomático turco (“¡falso el
sable y falso el diplomático!”); los óleos de su bisabuelo, cuya mirada “nos
persigue adonde sea”; la colección de gatos reales y de Bohemia, la sordera del
oído izquierdo, los ecos nocturnos…
Plenitud
de ocultamientos y artilugios. El ama de llaves de don Heraclio, una anciana
intemporal, conservaba el anonimato de las tinieblas y por ello la avisté en
raras oportunidades, pero mantenía la estancia con el firme escrúpulo de la
servidumbre que nos legó Balzac; y cuando yo interrogaba al Maestro sobre la
conducta literal y literaria de su acompañante, él optaba por hurgar dentro de
los bolsillos, “Le regalaré algo único”, en tanteo de piedras filosofales que
nunca aparecieron.
A
la sombra de los días verifiqué cómo el cuerpo de Carranza se tornaba más
diminuto y tenue. Caminaba con furtiva inseguridad para no delatarse frente a
mí, repetía agobios y cansancios, y se aferró al juego de ajedrez como una
manera de aligerar (o esconder) sus desvencijos. Mientras movía las piezas en
táctica sinuosa, peroraba acerca de asuntos distintos que ya no constituyeron
parte de las anotaciones. Ambos entendimos, sin decirlo, los secretos de la
fatalidad: algo principal y terminal nos vinculaba, algo hondo y diáfano a la
vez.
Cuando
hacíamos una pausa en el juego, acudía a su habitación y oteaba, desde la
ventana, el acordonamiento de la muralla, como si esa franja fuese un límite
absoluto que lo separaba del estruendo. Luego citaba a José Martí, “La gloria
cabe en un grano de maíz”, y se ponía a examinar las fotos instantáneas de sus
épocas deslumbrantes (seguido por adeptos, estrechado por periodistas), o los
volúmenes de sus obras conclusas o los estudios que sobre ellas moldearon
críticos y semiólogos. Después, balbucía incoherencias, “Los hijos desaparecen
a los padres, sólo soy un oxímoron de dos cabezas, comparto la ceguera del
Aleph de Buenos Aires, adivino el pasado”, mientras sorbía vasos de ajenjo para
acordarse de los poetas malditos.
En
la última refriega de ajedrez, el Maestro, bajo el ataque de mi torre y la
argucia de sus caballos, detuvo las acciones y lo resumió todo: “Me es difícil
admitirlo, pero no necesitaba un amanuense sino un interlocutor. Usted posee la
dignidad de la paciencia. Gracias, sabio amigo, por escucharme con atención”.
Apartó el tablero, se irguió penosamente y me abrazó. Entonces, le vislumbré en
las formas del futuro: Yo tenía algunas semanas sin frecuentar su casa debido a
los compromisos que me imponía la tesis universitaria, aunque no me mortificaba
el alejamiento pues pronto volveríamos a nuestros rituales. Sin embargo,
aquella madrugada del porvenir sonó el teléfono, a horas exclusivas para la
sorpresa, y oí la voz de Carranza, “Estoy en mi biblioteca y acabo de prenderle
fuego. No venga ni avise a nadie. Shih Huang Ti le envía saludos, adiós”.
Quise
correr hacia lo inexorable, anegar de lágrimas la combustión, pero finalmente
obedecí al Maestro porque me faltaba voluntad para despedirme de sus cenizas, y
con honras de silencio también quemé los cuadernos memoriosos.
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