Para
fortuna de mis ansias, elegí una botella completa de la Viuda Clicquot, que me
tomé en el primer estirar de piernas, dudoso de si el líquido reconfortaría las
angustias ancestrales. La concluí bajo el efecto de la pasión etílica y
solicité otra en el término de la impaciencia, pues no hay nada más reparador
que los grados alcohólicos al compás de un jumbo-jet internacional. Entre las
tinieblas de afuera y de adentro, percibí la aureola del infinito: estelas
cósmicas, arrebatos silenciosos, incógnitas profundas, pero no me dejé alterar
por los hados de ningún misterio y encendí la computadora en la franja banda
ancha. Sting cantaba, ajeno a su edad de carbono catorce, Shakira lucía un
ombligo casi perfecto, el petróleo aumentaba de precio. Cambié varias veces el
foco digital, y para evitar el letargo me dediqué a los pronósticos del tiempo.
En Japón, según los palomares del observatorio, haría un frenético calor
amarillo; y en el resto del mundo sin ojos a rayas, los termómetros no lograban
acuerdos (bufandas o camisas, chaquetas o pomadas para el sol).
Acudí sucesivamente al
baño, más por descifrar su enredijo de botones y casillas que por ganas del
cuerpo, y regresé a mi puesto. Como el fastidio de la soledad compartida me
alteraba el equilibrio, hojeé la revista de la línea —prosas esqueléticas para
viajeros insulsos—, escuché música light
mediante unos audífonos detestables, leí hasta cansarme las instrucciones sobre
el uso del salvavidas y de las puertas de emergencia, miré sin atención trozos
inconexos de los filmes que proyectaban, y luego alcancé el sueño: mezcla de
ahogos de champaña, pepinos a granel y el hastío de no hablar con nadie. Tuve
pesadillas de fumador (muchos sabuesos me amenazaban por el quebranto de las normas),
pero cuando desperté todo estaba en su santa comarca celeste y los niños veían
películas de desalmados dibujos animados.
De repente, la voz del capitán se oyó a través
de las bocinas para anunciarnos que la nave no haría escala en París, por causa
de una huelga de controladores aéreos, y que nos abasteceríamos de combustible en
Jartum. La desazón se apoderó de mí, porque el maldito tropiezo no me
permitiría vagar un rato por las instalaciones del Charles de Gaulle, ni
comprar Le Monde ni comerme una madeleine
con café au lait. “¡Huelgas, huelgas, huelgas, son el estímulo que poseen
los franceses para acordarse de ellos
mismos!”, repetí bajo una manta a cuadros, y
solicité un whisky doble.
Mientras reconfortaba el espíritu con el “Doce
Años”, prendí de nuevo la computadora. El imperio declaraba contra la OPEP,
Sting había traspasado las arrugas a Julio Iglesias, Madonna enseñaba sus piernas
de abuela erótica. Me dediqué, entonces, a conseguir datos acerca de Sudán,
porque de este país tan sólo sabía que es el más grande de África y que su
capital es Jartum: “República de 42 millones de habitantes, 2.500.000 kms²,
minas de oro, divisiones étnicas, gobierno militar...”. Cuando casi me
convertía en experto sudanita, llegamos por fin a una pista repleta de
oscuridad, donde nos surtieron de gasolina y nos despidieron en árabe. Al borde
de una sobredosis geográfica, deslicé el mouse hacia las últimas
noticias de Tokio, o las noticias del día siguiente porque en Japón los relojes
marcaban seis horas de diferencia. ¡Enigma de los husos horarios!
El aparato se metía en una nocturna región de
nubes, y yo surfeaba entre las informaciones de la red. El índice bursátil a la
baja, asesino múltiple que se viste de mujer, pesticidas sin licencia…
siniestro de un avión de la Japanese Airlines en el aeropuerto de Tokio. La
casualidad me enfrió los huesos y me aceleró la avidez por conocer los
detalles: la nave, con 213 pasajeros y 15 tripulantes, se había estrellado
cuando maniobraba para el aterrizaje; la Cruz Roja descartaba la existencia de sobrevivientes.
Insistí: era el vuelo 677 (¿otra casualidad?) que provenía de Caracas con toque
técnico en Jartum por huelga de los controladores parisinos (asombrosa
coincidencia). Lleno de incertidumbre, revolví la valija de mano hasta ubicar
el boleto y el número del vuelo; la cifra 677 no permitía ninguna duda: nos
habíamos estrellado el día siguiente, y yo en tiempo anterior leía la noticia
de mi propia muerte.
Con gritos, me levanté del puesto para
enterar a los demás de la tragedia, “¡Escúchenme, escúchenme, todos hemos
perecido hoy, o sea, mañana, este avión se despedazó en Tokio, lo supe por
Internet, nadie sobrevivió, debemos hacer algo de inmediato”. El grupo de
pasajeros ni siquiera volteó, la película siguió su curso alegre y la aeromoza-jefe
se paró delante de mí para exigirme silencio, please, y pedirme que dejase la bebida. Continué gritando, “No
estoy borracho, es verdad lo del accidente, es verdad, miren la noticia en la
computadora, ya hemos muerto, digo, pronto habremos muerto”. Al tratar de que
los muy imbéciles ratificaran la información, la pantalla se colgó en un cuadro
negro y, enseguida, dos sobrecargos con destreza de kung-fu me sujetaron al
asiento.
Me quedé tranquilo
por algunos minutos para que creyeran que “el loco de la cuarta fila” se había
calmado, mientras pensaba en urgentes planes de salvación. Deseché solicitar la
ayuda de los bomberos aeronáuticos, pues por desgracia no cargaba mi teléfono
móvil ni tampoco sabía el número de destino. Obvié exponerles a las azafatas,
en imperfecto inglés, el problema técnico del aterrizaje, porque el susto me
alejaba las palabras adecuadas. Rechacé fomentar una rebelión para que los
adultos se apoderasen, vía electrónica, de los mandos de la nave, porque ellos
nunca participarían en una hazaña tan irreal. Entonces Harrison Ford, desde el
nuevo film que proyectaban, me confirió la heroica idea.
En un descuido de los sobrecargos, disimulé
el mouse dentro del bolsillo interior de la chaqueta, corrí hasta la
cabina de tripulantes y abrí la puerta de un golpe, “¡No se muevan, apaguen la
radio, es un secuestro!”. El capitán y los copilotos entendieron, con sus
miedos de reglamento, la decisión terrorista: “Poseo una bomba, pegada al cuerpo,
que haré estallar si no devuelven el avión a Jartum”. Y, por las dudas, grité
en francés: “¡Idiotes, retournez
inmediatement l´avion à Karthoum!”. El piloto vaciló por un segundo, pero
mi rostro de afrodescendiente y una antigua cicatriz en la mejilla, lograron
convencerlo.
A lo largo del retorno, no abandoné las
presiones sobre el supuesto explosivo ni las muecas de hombre duro. La
tripulación veía hacia los lados, consumiendo la inquietud. En los pasillos,
según percibí o imaginé, los viejos gimoteaban, las damas hacían preguntas con
taquicardia, los niños se creían actores de un elenco insólito, el grupo de
monjas budistas que peregrinaba aéreamente sufrió desmayos en cadena, un lisiado
vomitó encima de otros paralíticos, y las azafatas se acicalaban para hallarse
presentables ante cualquier eventualidad mortal.
Cuando arribamos de vuelta al aeropuerto de
Jartum, me aguardaban la policía antisecuestros y los francotiradores del
ejército. También luces, alarmas, patrullas, periodistas. No opuse resistencia
y traté de explicar, quizás sin lograrlo, el motivo de mi acción: la vida en retroceso.
Desde una celda con ventana al desierto,
espero solitariamente que la justicia de este país no me condene a perpetuidad.
Por desgracia, todos los demás murieron en su vuelo inexorable.
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