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jueves, 6 de septiembre de 2018

CONTRA-TIEMPO


   
     Abordé el avión de la Japanese Airlines que debía llevarme de Caracas a Tokio, para asistir a un coloquio de hispanistas. Trayecto de modalidades automáticas, ruta habitual en el sinfín de itinerarios. Las aeromozas, delicadísimas y pálidas, como corresponde a la estirpe que las caracteriza, se mostraban serviciales en su oficio de geishas flotantes; la comida era agria pero aceptable (¡mucha soya y exceso de pepinillos!); un aire frío alteraba el confort previsto y los compañeros de circunstancia, viejos con pantalones cortos, damas remendadas, chicos miopes, se dedicaban a ver las películas de desenlace alegre.
     Para fortuna de mis ansias, elegí una botella completa de la Viuda Clicquot, que me tomé en el primer estirar de piernas, dudoso de si el líquido reconfortaría las angustias ancestrales. La concluí bajo el efecto de la pasión etílica y solicité otra en el término de la impaciencia, pues no hay nada más reparador que los grados alcohólicos al compás de un jumbo-jet internacional. Entre las tinieblas de afuera y de adentro, percibí la aureola del infinito: estelas cósmicas, arrebatos silenciosos, incógnitas profundas, pero no me dejé alterar por los hados de ningún misterio y encendí la computadora en la franja banda ancha. Sting cantaba, ajeno a su edad de carbono catorce, Shakira lucía un ombligo casi perfecto, el petróleo aumentaba de precio. Cambié varias veces el foco digital, y para evitar el letargo me dediqué a los pronósticos del tiempo. En Japón, según los palomares del observatorio, haría un frenético calor amarillo; y en el resto del mundo sin ojos a rayas, los termómetros no lograban acuerdos (bufandas o camisas, chaquetas o pomadas para el sol).
   Acudí sucesivamente al baño, más por descifrar su enredijo de botones y casillas que por ganas del cuerpo, y regresé a mi puesto. Como el fastidio de la soledad compartida me alteraba el equilibrio, hojeé la revista de la línea —prosas esqueléticas para viajeros insulsos—, escuché música light mediante unos audífonos detestables, leí hasta cansarme las instrucciones sobre el uso del salvavidas y de las puertas de emergencia, miré sin atención trozos inconexos de los filmes que proyectaban, y luego alcancé el sueño: mezcla de ahogos de champaña, pepinos a granel y el hastío de no hablar con nadie. Tuve pesadillas de fumador (muchos sabuesos me amenazaban por el quebranto de las normas), pero cuando desperté todo estaba en su santa comarca celeste y los niños veían películas de desalmados dibujos animados.
 De repente, la voz del capitán se oyó a través de las bocinas para anunciarnos que la nave no haría escala en París, por causa de una huelga de controladores aéreos, y que nos abasteceríamos de combustible en Jartum. La desazón se apoderó de mí, porque el maldito tropiezo no me permitiría vagar un rato por las instalaciones del Charles de Gaulle, ni comprar Le Monde ni comerme una madeleine con café au lait. “¡Huelgas, huelgas, huelgas, son el estímulo que poseen los franceses para acordarse de ellos mismos!”, repetí bajo una manta a cuadros, y solicité un whisky doble.
   Mientras reconfortaba el espíritu con el “Doce Años”, prendí de nuevo la computadora. El imperio declaraba contra la OPEP, Sting había traspasado las arrugas a Julio Iglesias, Madonna enseñaba sus piernas de abuela erótica. Me dediqué, entonces, a conseguir datos acerca de Sudán, porque de este país tan sólo sabía que es el más grande de África y que su capital es Jartum: “República de 42 millones de habitantes, 2.500.000 kms², minas de oro, divisiones étnicas, gobierno militar...”. Cuando casi me convertía en experto sudanita, llegamos por fin a una pista repleta de oscuridad, donde nos surtieron de gasolina y nos despidieron en árabe. Al borde de una sobredosis geográfica, deslicé el mouse hacia las últimas noticias de Tokio, o las noticias del día siguiente porque en Japón los relojes marcaban seis horas de diferencia. ¡Enigma de los husos horarios!
   El aparato se metía en una nocturna región de nubes, y yo surfeaba entre las informaciones de la red. El índice bursátil a la baja, asesino múltiple que se viste de mujer, pesticidas sin licencia… siniestro de un avión de la Japanese Airlines en el aeropuerto de Tokio. La casualidad me enfrió los huesos y me aceleró la avidez por conocer los detalles: la nave, con 213 pasajeros y 15 tripulantes, se había estrellado cuando maniobraba para el aterrizaje; la Cruz Roja descartaba la existencia de sobrevivientes. Insistí: era el vuelo 677 (¿otra casualidad?) que provenía de Caracas con toque técnico en Jartum por huelga de los controladores parisinos (asombrosa coincidencia). Lleno de incertidumbre, revolví la valija de mano hasta ubicar el boleto y el número del vuelo; la cifra 677 no permitía ninguna duda: nos habíamos estrellado el día siguiente, y yo en tiempo anterior leía la noticia de mi propia muerte.
  Con gritos, me levanté del puesto para enterar a los demás de la tragedia, “¡Escúchenme, escúchenme, todos hemos perecido hoy, o sea, mañana, este avión se despedazó en Tokio, lo supe por Internet, nadie sobrevivió, debemos hacer algo de inmediato”. El grupo de pasajeros ni siquiera volteó, la película siguió su curso alegre y la aeromoza-jefe se paró delante de mí para exigirme silencio, please, y pedirme que dejase la bebida. Continué gritando, “No estoy borracho, es verdad lo del accidente, es verdad, miren la noticia en la computadora, ya hemos muerto, digo, pronto habremos muerto”. Al tratar de que los muy imbéciles ratificaran la información, la pantalla se colgó en un cuadro negro y, enseguida, dos sobrecargos con destreza de kung-fu me sujetaron al asiento.
     Me quedé tranquilo por algunos minutos para que creyeran que “el loco de la cuarta fila” se había calmado, mientras pensaba en urgentes planes de salvación. Deseché solicitar la ayuda de los bomberos aeronáuticos, pues por desgracia no cargaba mi teléfono móvil ni tampoco sabía el número de destino. Obvié exponerles a las azafatas, en imperfecto inglés, el problema técnico del aterrizaje, porque el susto me alejaba las palabras adecuadas. Rechacé fomentar una rebelión para que los adultos se apoderasen, vía electrónica, de los mandos de la nave, porque ellos nunca participarían en una hazaña tan irreal. Entonces Harrison Ford, desde el nuevo film que proyectaban, me confirió la heroica idea.
     En un descuido de los sobrecargos, disimulé el mouse dentro del bolsillo interior de la chaqueta, corrí hasta la cabina de tripulantes y abrí la puerta de un golpe, “¡No se muevan, apaguen la radio, es un secuestro!”. El capitán y los copilotos entendieron, con sus miedos de reglamento, la decisión terrorista: “Poseo una bomba, pegada al cuerpo, que haré estallar si no devuelven el avión a Jartum”. Y, por las dudas, grité en francés: “¡Idiotes, retournez inmediatement l´avion à Karthoum!”. El piloto vaciló por un segundo, pero mi rostro de afrodescendiente y una antigua cicatriz en la mejilla, lograron convencerlo.
      A lo largo del retorno, no abandoné las presiones sobre el supuesto explosivo ni las muecas de hombre duro. La tripulación veía hacia los lados, consumiendo la inquietud. En los pasillos, según percibí o imaginé, los viejos gimoteaban, las damas hacían preguntas con taquicardia, los niños se creían actores de un elenco insólito, el grupo de monjas budistas que peregrinaba aéreamente sufrió desmayos en cadena, un lisiado vomitó encima de otros paralíticos, y las azafatas se acicalaban para hallarse presentables ante cualquier eventualidad mortal.
    Cuando arribamos de vuelta al aeropuerto de Jartum, me aguardaban la policía antisecuestros y los francotiradores del ejército. También luces, alarmas, patrullas, periodistas. No opuse resistencia y traté de explicar, quizás sin lograrlo, el motivo de mi acción: la vida en retroceso.
  Desde una celda con ventana al desierto, espero solitariamente que la justicia de este país no me condene a perpetuidad. Por desgracia, todos los demás murieron en su vuelo inexorable.


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