(CRONICUENTO DE ÚLTIMA PÁGINA)
Volteó, como si algo imprescindible
lo obligara, y vio a los hombres que caminaban detrás de él (o vio sus sombras
o el espejismo de sus sombras). La noche corría en ráfagas de humedad, las
ventanas de los edificios mostraban el resplandor de televisores encendidos,
nadie en la calle, el cielo tenía forma de alto océano, un perro lento se
escondió entre los potes de basura.
El muchacho se detuvo. Las siluetas
de los hombres también. Desde cualquier lugar, alguien gritó incoherencias:
quizás contra el mundo, quizás contra sí mismo.
Dilas, el negro Dilas, regresaba de
estudiar con sus amigos de la preparatoria. A ellos les costaba mucho la
biología (o la aritmética o el ingés), y el negro Dilas poseía facilidad para
enseñarlo todo. Explicaba con ejemplos palpables, personificados, certeros para
intelectos obtusos; y nunca perdía la paciencia ni se tanteaba el pelo afro en
señal de hastío, por las preguntas asombrosas (y vanas) que le formulaban sus
condiscípulos.
Siempre se reunían en casa de Antel,
un revoltijo de fonda, dormitorio hogareño, negocio de abarrotes y estudio
fotográfico. Algunos emigrados de los Montes Ulianos, como Andros Luckas, padre
de Antel, carecían de demarcaciones a la hora de proveer la subsistencia, y se
ufanaban de los ancestros a caballo y de sus lances de pelea. Antel, enfocando
los ojos, buscaba las cimas de los Ulianos en un vetusto mapamundi para
indicarle a los compañeros el exacto lugar del cual provenía; “de aquí, donde
tengo el dedo”. Y los otros, salvo Dilas, le respondían con burlas e
insolencias, porque el sitio estaba precisamente ubicado en una maligna
secreción de moscas. Entonces discutían y se amenazaban, escupían y se
injuriaban, pero enseguida llegaba el viejo Andros y rehabilitaba el
orden.
Dilas sacó del bolso el pretexto de
un cigarrillo. Los hombres continuaban ahí, detenidos en un rincón opaco. El
arco de la luna apareció, después de las nubes, como añadidura del firmamento.
A lo lejos, una mujer le reclamaba inmensas pequeñeces al esposo. Los televisores
irradiaban penúltimas noticias.
El muchacho negro, también hijo de
negros, habitó siempre en Arica, al cobijo de los vientos y al este del mar.
Allí no le era difícil vivir la negritud, porque la mayoría ostentaba el signo
de la raza africana: negros hasta en las blancas estadísticas, negros por todas
las esquinas. El papá de Dilas, un hombre de estatura descomunal y botas de
pescador, trabajaba en la más importante naviera de esa costa, y a veces
(cuando el pisco le enaltecía sus orígenes) buscaba la guitarra para modular
canciones hundidas en la memoria. Palabras inextricables, voces de la lengua
Kimbundu.
El cigarrillo de Dilas protagonizó
una ceniza temblorosa. Los hombres (o sus tinieblas), rígidos y alertas, lucían
la inmovilidad que precede a la acción. Chillaron unos gatos de sucias
pelambres superpuestas. El planeta Marte, con ajenas fosforescencias, apareció
más allá de las alturas próximas. Los focos de los automóviles iluminaban
intermitentemente el callejón.
Doña Estílita le echaba la bendición
a su hijo con letanías de fervor, “que Dios me lo conduzca por el buen sendero,
que me lo acompañe, que me lo cuide”, y Dilas se santiguaba para adherirse a
los ruegos. Todos en familia, alrededor del árbol genealógico de la mesa, se
engullían la sopa dominical de camarones frescos y alababan la sazón de
Estílita, y luego bailaban como si la música no pudiese calmarse dentro de
ellos.
Dilas y los hombres (o sus
espectros) semejaban un tiempo detenido. La brisa se volvió densa, corpórea. La
mujer de los reclamos al esposo, tiró la puerta y bajó las escaleras hacia el
mundo. El perro lento indagó con los colmillos un ardor de gusanos. La noche,
desértica, avanzaba sin remedio.
El muchacho iba al morro del puerto
de Arica y ahí se sentaba, durante remansos de quietud, para ver los barcos que
atravesaban el océano. Buques nómadas, vapores de insignias extrañas, navíos
pertinaces. Y se veía, montado en cualquier ángulo de proa, descifrando el
rumbo de los alisios y de los años futuros. El olor a salitre no admitía
comparaciones porque era igual a una avalancha sólida en los bronquios; la
neblina del horizonte carecía de límites, las olas brotaban sin ritmo
fijo.
Los hombres (o sus contornos)
empezaron a moverse lentamente. Dilas hizo lo mismo. La distancia entre ellos
se mantenía con riguroso instinto, como si fuera la adecuación para el
desenlace. El enjambre de gatos se confundió en una madeja lasciva, la noche enturbiaba
el ambiente de tonalidades profundas, Marte dejó de admirarse.
Dilas ansiaba ir a Santiago, la
capital lo seducía pero nunca había tenido la oportunidad de visitarla. Muchos
trenes y una abrupta fila de serranías lo separaban del deseo. Por eso envió la
carta solicitando la beca para continuar el bachillerato en Santiago: real
esperanza en letras de molde y en el difuso matasellos. Entonces aguardó sin la
premura del sobresalto ni las febriles campanadas del corazón. “Todo está
escrito y prescrito”, sentenciaba la abuela entre emanaciones de tabaco, y no
fue mentira porque un Viernes del Concilio le llegó la respuesta afirmativa:
empezaría en la capital su nuevo ciclo de estudios. La imaginada ciudad lo
esperaba.
El grupo de hombres aceleró un tanto
la marcha (o la persecución), y Dilas no se quedó atrás. Simetría de pocos
metros, cálculo del acoso. Los automóviles no alumbraron más la calle, la
basura emitía su efluvio de desechos, la mujer volvió al hogar con graznidos
amorosos (tal vez por causa de algunas copas de alcohol).
El muchacho, bajo síntomas de
euforia, se despidió de sus diversas novias y de sus compinches cotidianos,
incrustó en una maleta la ropa mínima y los libros fundamentales, y disfrutó
hasta el amanecer de la fiesta de abrazos (y de consejos) que organizó la
familia para despedirlo. Antes de tomar el tren, posó su nostalgia en el morro
de Arica y contempló largamente el perpetuo oleaje del océano.
Los hombres, como si cumpliesen el
acuerdo de una orden muda, comenzaron a correr detrás de Dilas. Primero, con el
temple de un ejercicio usual; después, con la rápida energía de quien persigue
a su presa. Dilas también empezó la carrera. Pugna hacia lo desconocido,
maratón secreto.
Al muchacho lo deslumbró Santiago:
las grandes alamedas, el sinuoso río Maipo, los edificios de cristal, los cafés
al aire de la nocturnidad, los picos de los Andes, la gente multitudinaria, el
frío que se mete en el escondrijo de los huesos. Alquiló una habitación cercana
al liceo, y pronto la ciudad se le volvió una tersa presencia, aunque algunos
mirasen con recelo su piel oscura y sus cabellos crespos. Y en días de sol, iba
a Viña del Mar para cargarse de añoranzas, oxígenos y recuerdos.
Dilas volteó. Escasos metros lo
separaban de los hombres y su iracundia. Competencia entre víctima y
victimarios, porfía de desiguales. Al fin, exhausto, Dilas cayó al suelo. Los
hombres lo rodearon, llevaban anónimos y sombríos pasamontañas. “¡Negro de
mierda!”, gritó uno y le encajó una sucesión de patadas; “¡Negro hijo de
puta!”, bramó otro y le ensangrentó de golpes el rostro; “¡Perro negro hijo de
perra!”, corearon los demás mientras lo azotaban. Odio en razzia de Insultos,
saliva espesa contra la cara, más patadas, más golpes, más azotes crujientes.
Dilas vio un cielo que daba vueltas y vio al hombre que sacó el cuchillo y vio
los ojos de Antel que lo miraban a través del pasamontañas.
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