El dancing camina hacia todas las delicias, posee miradas y
desplantes, furores, aguijones, gritos de alcohol y de arrebato, bar-barahúnda,
bar que navega hacia la isla central de tu sexo; y entonces apareces desnuda,
lustrosamente desnuda, bajo los reflectores de una noche con mesas enanas y velas
de artificio y briagos que no saben dónde abandonaron el mundo. Los aplausos,
en maraña, son presagio del erecto porvenir.
Una música casi visible enrosca tu desnudez al eje fálico que imaginas; y te
mueves, cadenciosa y lúbrica, absorta y total, como flor de insanos apetitos.
Te abres, te cierras, te arqueas, gimes con varias lenguas de serpiente amada,
juegas al ritmo de tu bosque triangular, desfalleces en tiempos vaginales.
Muero, morimos, de inmensa vida, admirándote, aunque la exaltación se
postergue.
Con deífica lentitud, te pones las medias negras que hacen más
brillosos tus muslos -martirio crudo, testimonio eléctrico- y te calzas unos
zapatos de coturnos virreinales para acentuar la larga caoba de las piernas; y entre
frescores de guayaba, empiezas la danza alrededor de nuestras tumoraciones,
sensualidad que alborota, fluido omnipresente, empeños de ingle. ¡Sigue, sigue!
Ahora cubres tus brazos con un nylon tenue que trasluce poros y
vellosidades, en senda hacia la augusta fronda de la nuca, y sentimos, percibimos, paladeamos, tu olor
caribe: un cangrejo de alas anchurosas que te ondea por el cuerpo y nos arrasa
las razones. Mientras bailas, tu busto se lubrica de tenso sudor y convoca los
martirios, asediándonos, pero pronto lo ocultas para que los desenfrenos sean
intuición de esperma sangre, deseo entrevisto, clímax bajo la tela de seda. El
dancing ha perdido la voz, sólo quiere
que el silencio se alegre en cada malicia tuya, ¡No te detengas, sigue
vistiéndote, no puedes separarnos de este regocijo de pequeñas y profundas
muertes!
Y tú continúas, indómitamente suave, al compás de unos remolinos que
se parecen a tus ancas, trasero de hendija espléndida, crepúsculo ácido, que
poco a poco se abriga con unas diminutas ligas para que lo obvio se transforme
en cálidas sugerencias, en imán imaginario, en puñales de fruición. Los
etílicos se acuerdan de chispas que les reviven hieratismos, y sus glándulas
botan espumas escondidas y piden más y
más consuelos a destajo. ¡Qué noche, caballeros, qué pacto de los montículos,
qué Monte de Venus!
Las cabriolas renacen por los lados de tus pezones: estrías de
aniquilamiento; y como sabes demorarte, los tapas con nimias flamas de
lascivia, adheridas al piélago de la piel, para devolvernos a una maña de
succión eterna. Y en descenso, circunvolucionas la cintura árabe, con afanes de
palacios y paraísos, sin que nuestros aullidos te alteren, aunque de inmediato
disimulas los giros tras séptimos velos de una popelina que delicadamente,
descaradamente, inventaste.
Todo lo embozas, menos el exclusivo planeta de los fornicios. No, no
aguantamos tanta tiesura, y por ello la voluntad nos declara machos inermes,
adictos infalibles, y te suplicamos por el Dios de las tabernas y las hadas
promiscuas, que resguardes bajo cualquier sombra esa instigación. Y tú
obedeces, a juntillas de pie virreinal, morigerando la luciérnaga húmeda dentro
de unos flecos de transparencia, y te dislocas en órbitas abusivas, en boleros íntimos, en acordes putaicos.
Así, vestida y plena, desde la médula hasta la medusa, eres selva de
adornos y desparpajos, torrente de orfandad para clavarte, para amarte, para
lamerte en luces de espectáculo. Y mañana, cuando el reflector anuncie tu
desnudez, aquí estaremos, testiculares e íngrimos, a fin de proseguir el lento
hábito de tus ropajes ancestrales.
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