Antúnez abrazó la literatura
como forma de vida, quizás ante la imposibilidad edípica de abrazar a las miles de mujeres que
pasaban por el costado de su existencia. Antúnez leía en el autobús, leía en la
oficina, y hasta leía en la olorosa incomodidad de los baños. Pero Antúnez
también escribía: al principio una cuartilla diaria, después dos y más tarde
todas las que le dictara su inconsciente surrealista. Llenó, de esta manera,
muchos cartapacios con apuntes de personajes, juegos de palabras, palíndromos y
descripciones varias; aunque jamás los mostró a nadie por impedírselo una
pertinaz y autocrítica timidez. Sin embargo, soñaba con la aureola de los
aplausos, y se decía: “Antúnez, tienes que traspasar el hall de la fama, cerrar
filas en el cónclave de la intelligentzia,
convertirte en gloria viviente”. Y fue así como decidió participar en el
Concurso de Cuentos del Diario La Nación, porque sabía desde que tuvo uso de
sinrazón imaginativa, que obtener tal premio significaba —aparte de elogios y
fanfarrias— la publicación inmediata de cualquier absurdo narrativo y un lugar
honorífico en las revistas literarias de
escasa circulación.
Con el objeto de no fracasar en esa loable finalidad de espíritu, se
dispuso a escribir un relato que respondiese exactamente a la filosofía del
concurso. Exclamó, entonces: "Manos a la obra y obras a la mano” y consiguió
todos los cuentos ganadores para analizarlos línea por línea. Primero, elaboró
una lista, casi matemática, casi estructuralista, de las precisiones de estilo,
de los giros de lenguaje, de las imágenes innovadoras. Luego, resumió
argumentos y anécdotas, aunque fue una labor difícil porque la mayoría de las
creaciones carecía de evidentes hilillos argumentales. Por último, leyó la
totalidad de los libros de los distinguidísimos jurados anuales, y fijó —a
través de curvas estadísticas— la correspondencia entre sus respectivos
caracteres y los de los cuentos premiados. No hubo, pues, sinestesia, metáfora
o figura retórica que escapara a la voraz labor investigativa.
Al cabo de dos años y una úlcera
gástrica, se consideró preparado para redactar su magna ópera prima. El
original relato condensaba las circunstancias vitales y mortales de un escritor
desconocido que moría de suicidio sin vislumbrar el gran éxito que alcanzarían
sus ficciones: “Ráfagas ocres encendieron la taciturna quietud de su mirada.
Sobre la tierra apareció una mano verde y con sus dedos estirados e
innumerables empezó a tejer una lánguida alfombra de humo. El camino era como
una larga víscera encantada; el hombre, desafiando la agreste furia de los
pedernales, se había escapado hacia la espiral sin nombre. Por cada rendija, por
cada orificio, se colaba el mismo sol que plenaba los espacios abiertos...”
Un día antes de que finalizara el período
del certamen, concluyó la narración; y, al observar las hojas apiladas y
autónomas, se sintió como una madre primeriza al borde de un ridículo huracán
de lágrimas. Pronto se repuso de tan vergonzantes emociones (“qué dirían los
críticos si me vieran en este trance”), y resolvió remojar su personalidad de
escritor en las albricias de un Bordeaux. No pudo, sin embargo, acogerse a la
acaramelada paz del sueño, pues aparte de los gritos de una vecina en celo, lo
perturbaron pesadillas con sustantivos iracundos, pronombres asesinos,
adjetivos encabalgados en esqueletos horrendos. Lo acosaron también cientos de
frases hechas que pedían airadas las incluyera en su texto, y hasta una de
ellas lo amenazó con la sanción de un anonimato vitalicio. Al fin, gracias al
buen Bordeaux, logró dormirse; y a las ocho de la mañana, cuando soñaba
kafkiano que eran las ocho de la mañana, se levantó con agilidad de artista
predestinado porque debía consignar el cuento en las oficinas del periódico.
Mientras degustaba su desayuno de prosista, revisó la versión definitiva
del relato y, antes de cerrar el sobre, enmendó algunas impertinentes comas y
dos o tres desastrosas cacofonías. Aunque confiaba más en los monos de Darwin
que en los Adanes de la Biblia, se persignó para cubrir todas las posibilidades
del azar, partiendo presuroso hacia el Diario La Nación. Ya allí, un portero de
efluvios malignos se desenchufó por breves momentos del radiotransistor, y
humedeció la entrega con varios sellos de recepción. Antúnez, sonriendo, meditó
la ironía: “Soy el próximo laureado y este miserable ni siquiera se lo
imagina”.
Su cuento “La postrera verdad”,
suscrito con el seudónimo Anaximandro, apareció publicado en la relación de
concursantes bajo el n.° 181, cifra que consideró de indudables premoniciones
por cuanto sumaba diez, y diez eran precisamente las normas hipocráticas, diez
los mandamientos cristianos, diez los consejos literarios de Horacio Quiroga,
diez las cuartillas que había escrito con tanto esmero (sin que se le diezmara
la voluntad), y diez también el numero de lotería que acertara en el decenio
anterior. Pero su alegría se elevó a sublimes cúspides, al constatar que el
veredicto sería otorgado el noveno día del noveno mes del año, guarismos que se
acercaban en forma sorprendente al señalado por la suerte.
Convencido de las seguridades del triunfo, se dedicó a preparar las
respuestas que daría a los “chicos de la prensa” (los llamaba así desde que oyó
el eufemismo en boca de un Ministro de Cultura), respuestas sencillas pero
necesariamente barnizadas con el matiz de la agudeza: “¿Cuál es su color
preferido?” —Los caballeros las prefieren rubias; “¿Para qué escribe?” —Para
que me odien más mis enemigos; “¿Se desnuda usted cuando está escribiendo?”
—Sólo si tengo visitas; “¿Cree en la inspiración?” —No, en la expiración;
“¿Compone poesías?” —Nunca en la vida reciente/ ha sido vate mi mente; “¿Cuáles
son los autores que más lo han influenciado?” —Los autores de mis días;
“Algunos señalan que acostumbra saquear la enciclopedia...” —Como Acteón
Nefelio relucta mi utrículo a planismos momeros; “¿Utiliza con frecuencia el
género epistolar?” —Cumplo en dirigirme a usted para significarle muy
atentamente que no; “Si se encontrase en una isla desierta, ¿qué libro le
gustaría tener consigo?” —Cómo hacer amigos, de Dale Carnegie; “¿Cuál es su
recomendación para los escritores jóvenes?” —Envejecer.
Antúnez, durante el lapso concedido a los jueces calificadores,
aprovechó el tiempo para leerse, con la ayuda de un curso de lectura veloz,
todas las obras famosas que había obviado en su juventud (seguramente para que
no lo tratasen de ignaro los eruditos del Suplemento Literario). Se bebió, por
ejemplo, El Paraíso Perdido en una hora y dos minutos, y las tragedias de
Shakespeare en apenas tres madrugadas, pero lo que le costó mayores bríos fue
revisar —en plena vigilia— el Archivo Histórico de la Nación. Asimismo cambió
de físico y vestimenta, a fin de que su apariencia coincidiera con la estricta
imagen que el público grueso posee de los intelectuales. Siguiendo las indicaciones
semiológicas de Umberto Eco, se cortó el cabello a la francesa en la mejor
peluquería de la ciudad, sustituyó los antiguos anteojos de carey (tipo Clark
Kent) por unos de montura al aire (tipo Sartre), y compró una chaqueta de cuero
importado como la que usaba Pasolini antes de quedarse en cueros. Ya, listo,
dijo con Jean Paul en la memoria: Les
yeuxs sont faits, y se largó de
paseo por los bulevares del este.
No
obstante, leves dudas empezaron a inquietar sus duermevelas: ¿y si resultase
otro el escogido? ¿Podrá el meritorio jurado captar mi mensaje subyacente?
¿Será inteligible la audaz simbología? Para enfrentar el terremoto de tales
pensamientos, deambuló cada noche por el triángulo del arte (bares, librerías y
Escuelas de Letras), e inquirió detectivescamente acerca de noticias y
entretelones. El fracaso fue ominoso, pues sólo obtuvo una punzante acidez
alcohólica y una ronquera de incansables cigarrillos.
Se
despertó el día de la esperanzada fecha con dos Equanil al sur de su cerebro, y
corrió a sintonizar la emisora oficial. Escuchó impaciente el Tercer Acto de
Mefistófeles, las Cuatro Fugas para Piano, la Quinta Sinfonía de Beethoven,
discursos, planes estatales y programas costumbristas, y en el límite máximo
del aburrimiento una cálida voz de locutora le congeló la atención: “Queridos
amigos, nos es grato informarles que el Vigésimo Concurso de Cuentos del primer
diario del país ha sido ganado este año por Basilio Báez, con su relato “El
invernadero falso”. Los invitamos a oír la interesante entrevista que nos
concediera el extraordinario literato...” Antúnez no tuvo fuerzas para
insultar, ni para patear, ni para rabiar, sino que enmudeció la radio y
enmudeció él mismo durante varias botellas de brandy, mientras su otro yo —el
de escritor, naturalmente— organizaba in pectore los resquemores de la derrota.
Pasó algunos meses vacíos
rehabilitando su lacerada vocación, y después volvió a la inmensidad de papeles
y referencias (entre los cuales incluyó, no sin disgusto, “El invernadero
falso”). Al reiniciar el profundísimo estudio, pensó en la victoria tardía de
Joyce, en la pobreza pulmonar de Vallejo, en los fantasmas vinícolas de Rubén
Darío, y su temple creador lo conminó a perfeccionar la narración hasta el
logro de un justiciero reconocimiento.
Precisamente hoy se dará a conocer el
veredicto del Trigésimo Concurso de Cuentos del Diario La Nación. Antúnez, con
sus lentes al aire, su chaqueta impecable y su peinado parisino, revisa los
términos de una sapiente declaración de principios, muy optimista porque “La
postrera verdad”, firmada por el fiel Anaximandro, apareció en esta ocasión
bajo el número 887, cifra también de
innegables sugerencias cabalísticas. Tan sólo espera que el selecto jurado,
bajo la presidencia de Basilio Báez, sepa comprender el valor de sus palabras
infinitas.
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