La mujer, para demostrar su ausencia presente, lee
un periódico de ayer, y piensa qué fastidio, otra vez las súplicas, los “te
quiero” y los “te adoro”, pero se acabó, estoy enferma de exactitudes, de
previsiones menudas, necesito una vida, la vida, para nuevamente sentir motivos
ardorosos, demencias nobles, renovadas energías.
Sus cincuenta años los tiene allí, en la
artritis inflexible, en la hipertensión sin barreras, e insiste: No te vayas,
no se te ocurra hacerlo, por Dios, por favor, vendrán tiempos mejores,
diferentes naves sin olvido, barcos de La Habana cargados de a-mor,
a-legrías, a-lucinaciones, pero podía adivinar sus respuestas silenciosas
(licenciosas): No me jodas, no me hartes más, mientras pasea por la
habitación el desparpajo de su dormilona de jersey y sus carnes en estampida.
Cuando la conocí, ella era un cotillón de risas dentro del carnaval, una lluvia de papelillos sobre la ternura de mis palabras; su disfraz de peluche me turbaba y conturbaba, y la música nos hacía deslizarnos en la pista con escarcha de saxofón y serpentinas. Me murmuró que la llamaban Betty, de por vida —de por muerte, y yo le afirmé (ladeando mi cigarrillo enésimo) que Heráclito siempre tiene razones fluviales, hoy estamos aquí, mañana en lugares distintos, aunque te bañes en semen-ríos, en semen-mares. Ella no entendió, le costaba entender, y yo la arrastré a la modestia de una pieza de a ratos para convertir nuestro encuentro en una olimpiada de besos descomunales, en un dulzor de sirop chocolatado, y la sorbía y subía por sus nalgas, déjate, libérate, dámelo, y Betty pensando —según me confesó después— en la estampa contraria de la Virgen de Coromoto, estricto concepto, fija fijación. Alfredo Sadel habría expresado que le vio brotar una lágrima íngrima; Panchito Riset se la hubiera bebido, consumido (la lágrima), para luego pregonarlo en todas las cantinas; Toña la Negra tan sólo hubiese agregado: “Flores negras de tus ojos”.