Abre los ojos y la incertidumbre de la mañana le
aturde los sentidos. Se halla como entre
nubarrones opacos, traga una saliva amarga (densa, casi ajena), le cuesta
determinar su nombre. No hay nadie, quizás todos partieron a cumplir el afán
cotidiano. Con lentitud, el entorno se va haciendo reconocible: la cama y su
colcha gris, el cuerpo de la cantante Shakira en el afiche lleno de fans, la ventana que da hacia la
oscilación de los rayos del sol. Alarga la mano y se topa con el teléfono
inteligente. ¡Enhorabuena!, ya no está solo, ha encontrado a su inseparable
amigo, qué suerte tenerlo ahí, siempre dispuesto y comprensivo. Sonríe,
aplaude, celebra la hazaña de poseer un camarada hecho en el verídico Japón,
cuyas dotes le ayudan a sobrevivir.
Se enjuaga y seguidamente busca los últimos comentarios en las redes sociales, donde él -con orgullo de ciudadano del ciberespacio- está incluido desde que tiene uso de razón digital, y ríe por los insultos de 140 caracteres que se otorgan sus compañeros virtuales; y luego, como internauta perfecto, responde cualquier ocurrencia, memes o emoticones, sin excederse en críticas ni en los esquemáticos “me gusta”. Luego, va a la cocina y se engulle el pan de siempre, con rapidez a fin de no distraerse del diálogo en la red, y se toma un sucinto jugo porque ya debe adentrarse en el correo electrónico de Yahoo, Hotmail, Wanadoo y Gmail. Ahí están, a la medida de una contraseña, los seres humanos que solo frecuenta por esas vías, pues no posee tiempo real ni minutos disponibles para hablarles cara a cara.
Después se viste, mientras escucha las canciones de
moda que ha copiado de Youtube.
Artistas de un planeta global, intérpretes en idioma inglés y en otras lenguas
de menor categoría, Babel gringa al alcance del teléfono inteligente, qué
maravilla, cuánta fortuna saberse miembro de una época sin fronteras ni límites
patrios. Con los audífonos de cuarta generación, sale de casa –como marchando
melodías universales– y se encarama en
el Metro. Esconde el teléfono hasta verificar que otros usuarios también lo
utilizan sin cobardías de subterráneo, y seguidamente recobra la disposición
necesaria para dedicarse a la pantalla táctil
de su celular.
Busca, por curiosidad tercermundista, cuál es la hora
en Londres y en Hong Kong, qué equipo clasificó para los cuartos de final de la
Copa Europea, y a cómo se cotizan el dólar y la libra esterlina. Nada de eso le
interesa de veras, ni piensa jamás en un viaje hacia otros continentes, pero le
gusta considerarse suscriptor pre-pago de la información informática y miembro
de una plena geografía. El Metro ha llegado a su destino y debe caminar algunas
cuadras hasta el trabajo. ¡Menos mal que
las canciones de YouTube nunca se
agotan!
Marca la tarjeta en el reloj burocrático y se sienta
en su puesto de Vigilante Supervisor. Desde la altura del segundo piso, puede observar la acción de los operarios sin
que ellos lo avisten. Entonces, saca el móvil (también le gusta llamarlo “smartphone”) y lee los titulares de la
prensa nacional: nada extraño, solo manifestaciones por falla de los servicios
públicos, el galope de la inflación, la política en el límite de una guerra fratricida,
el hampa desbordada… Para alejarse de las malas noticias y las temibles
influencias, cambia de aplicaciones y se enfrasca en la ruta de los
videojuegos, el primigenio Pacman, el añoso y mañoso Mario Bross, el Tetris que
lo obliga a pensar aceleradamente; y luego, como en un itinerario hacia la
modernidad, se inmiscuye en Clash Royal para destruir torres enemigas, Pokemon
Go, Edad del Fuego y Dan the man con sus
12 niveles para que el protagonista –encarnado por ejemplo en un Vigilante Supervisor– pueda rescatar a su
novia Josie de las garras del mal.
Después, pulsa el ícono de la calculadora. Debe
abocarse a las cuentas del mes, los montos de las deudas fijas, el ingreso por
concepto de sueldo y faenas extras, los egresos imprevistos. Suma, resta,
divide y por fin guarda el resultado en la indeleble memoria del portable. El
cansancio le oprime, necesita alejarse un poco del (des)orden económico, y por
ello resuelve tomarse unas fotografías, unas
selfies para compartir la
soledad. No aparece tan joven como
antaño ni tan viejo como un fósil de surcos arrugados, ¡gracias a Dios, al photoshop y a la alta resolución de los
píxeles! Ante la inminencia del almuerzo, camina hasta el
comedor de la fábrica oyendo los éxitos
del Hit Parade, y ya ahí –bajo el efluvio de olores penetrantes– arrima una
silla para compartir la tanda con otros comensales.
En la mesa se encuentran cuatro hombres y tres damas,
que lo saludan a través de gestos silenciosos. Nadie habla porque no
resulta necesario, cada quien está
sumido en su correspondiente celular.
Los pulgares, cual ardid de teatro negro, recorren la pantalla y transmiten
pequeños espasmos de felicidad a los respectivos propietarios. Si alguno altera
la ceremonia y se arriesga a una absurda palabra, los demás lo crucifican con
pupilas hostiles. Él aprovecha el momento para mirar algunos videoclips e
indagar en Google los de más rating; y como el café le quita la somnolencia, se
despide sin un sorbo a fin de mantenerse
en letargo digital el resto de la tarde.
Vuelve a su segundo piso. Abajo, los obreros reinician
la actividad, el aire acondicionado de 22º
dispensa un grato equilibrio entre naturaleza y artificio. El ambiente
es favorable para los enlaces en Facebook, Twitter, Instagram, Telegram y
WhatsApp. Ama las redes sociales, disfruta el placer de relacionarse con
desconocidos o amigos invisibles, se adhiere a los temas de turno, goza de los
diálogos generales, envía fotos y opiniones, cambia de perfil (enriqueciéndolo
con sanas mentiras), envía mensajes escritos y de voz, chatea en el universo informático, habla con su
única tía dentro del plan de conexiones preferentes, utiliza Skype para
dialogar sin costo con el primo que se asiló en Miami, vive a plenitud la aventura de las plataformas tecnológicas,
¡por fin ha traspasado las barreras y los límites personales!
Trabaja horario extra y sale a las 9 p.m. Como
prolongación fraterna, lleva el teléfono en la mano derecha. La oscuridad lo
conduce hasta la boca del Metro, no hay nadie, varios perros merodean la basura..
Bruscamente, una sombra con pistola emerge de la nada y le ordena “¡Dame el
celular, rápido o te mueres!”. Él no
obedece, no puede desprenderse de su solidaria pertenencia, y lo aferra con
pasión antes de sentir los fogonazos definitivos.
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