Un Día de los Inocentes Perla me citó, hecho que me excitó mucho, en el Bar Tolo, ubicado en un inmundo segundo sótano de esta ciudad del tercer mundo, y yo la esperé casi desesperadamente como si mi reloj Casio marcase -al derecho y al revés- el tiempo de los reveses humanos; y aguardándola, apenas guardé entre pecho y espalda los insultos, las penas, el despecho, los terribles reclamos que clamaba mi corazón de melón, y me embebí en una bebida escocesa sobre las rocas para meditar en lo que estaba a punto y coma de decirle, de espetarle, de espepitarle; y por fin ella llegó, llena de lluvia, y sin aclararme nada de nada por su retraso, ¡así somos en este lugar atrasado!, escogió una silla coja y se sentó frente a mí: “Holamiamor, cómoteva, porquéstastanserio”, me susurró arrastrando los vocablos con su boca de pintura labial, y por debajo de la mesa empezó a sobarme las piernas y las medias mediante las suyas, en son de paz contra la guerra a muerte que pronto íbamos a escenificar.
Perla, ¡es preciso precisarlo!, tenía un cuerpo descomunal que
constituía el formidable atractivo de nuestra comuna, o sea, de
nuestro barrio adentro; e igualmente debo consignar que una noche de gran
derroche decidí gastarme todo mi íntegro salario de pobre asalariado en el
trabajo de conquistarla, y la invité al mismísimo Bar Tolo y pedí filé miñón y
ensalada dulce y una botella de vino tinto venido del cono sur, para que no se
enconara conmigo y aceptase mis proposiciones de caballero cabal. No tuve que
esforzarme demasiado porque Perla, más rápido que inmediatamente, afirmó que sí
a través de un claro susurro (“¡Luego te aclararé algo!”), y de ahí partimos al
hotel de la esquina, el Hotel Edén, abrazados en la brasa de nuestros
arranques, para besarnos, lamernos, acariciarnos, amarnos, mordernos sin
remordimientos, dentro del divino infierno de una cama circular; y después que
se agotó, gota a gota, mi función eréctil (“¡Defunción eréctil!”, enjuició
ella), no me aclaró lo prometido y se largó por su rumboso rumbo de siempre,
tras advertirme como si se divirtiera que sólo nos veríamos los jueves de cada
semana de siete días, “¡Chao, chao, pescao!”.
Pero ocurrió, ah, ah, ah, lo que las cartas de la Providencia
evidenciaban: Perla se perdió de los ángulos de mi mirada cegata y de la cama
esférica del Hotel Edén. Y entonces empecé a preguntar a tutilimundi en qué
sitio se hallaba, plis, que si la habían visto o entrevisto, entérenme por favor,
se los ruego, se los suplico enteramente. Nadie osaba responderme, puro sólido
silencio, puro mutismo inmutable, hasta que mi comadre Rita, irritada por la
situación, me confesó la cuestión: “Te pone los cachos con otra, eres un
Cuernavaca, mijo”. Pronto supe los cómo, los dónde, los cuándo y el con quién,
pues ya no se trataba de ningún secreto discreto; y en virtud de que para buen
entendedor pocas palabrotas bastan, sólo informaré, ¡carajo!, lo siguiente: La
muy requeteviciosa también estaba empatada con Vicky, una comerciante informal
que viajaba los jueves a comprar mercancía íntima de ínfima calidad.
Mi corazón de melón, deshecho por el despecho, me convirtió en
melómano. Oía rancheras de compositores mexicanos, según el abecedario (desde
Ariel, Juan a Villarrica, Pedro, pasando por Jiménez, Josealfedo, y Lara,
Agustín), y me incluía todo el día en sus elíxires de tormento, mientras tomaba
espirituosos menjurjes de tequila con limón para calmar los malogros del
espíritu. Sólo logré una gastritis de pronóstico reservado y la reservación de
una pieza intensiva, durante cien transfusiones, en el hospital del Seguro
Social; y de allí salí -más flaco, menos ojeroso, igualito de mañoso- todavía
pensando en ella. Pero no la busqué ni me moví de casa, aunque me comía las
uñas y los desalentadores anuncios de empleo; y me carcomían sus pervertidas
mentiras, sus rollos, sus embrollos. No, no la busqué, fue Perla quien
telefoneó.
Retorno al comienzo de esta reláfica: Perla me dijo en el Bar Tolo
“Holamiamor, cómoteva, porquéstastanserio”, y yo no pude aguantarme y la
insulté con una bola de improperios que me salían de mis riñones de varón. La
chica negó todo, se anegó de lágrimas negras (por causa del rímel) y renegó de
nuestro romance semanal, “Prefiero no haberte conocido nunca en los jamases”.
En su cadena de errores de construcción, construyó la falacia de que Vicky era
prima suya, que vivían juntas pero no se revolcaban, que debía vender sostenes
para sostenerse (salvo los jueves), y que no le gustaban las mujeres de pelo en
pecho ni similares.
No le creí sus cuentos de radionovela común, “¡Mientes, mientes,
Perla, con tu cara descarada!”, pero como mi ingrimitud la necesitaba, fui cediendo en la furia
furibunda y ordené un frasco de vodka para conversar sobre el redundante
tragi-drama, capítulo por capítulo y al calor de 43º grados dipsómanos. Pronto,
nuestras lenguas obviaron las peroratas y se enfrascaron en unos besos
orgánicos, papilares, gustativos y degustativos. “¿Por qué, cariño mío, no
andamos ya al Edén, el hotel de siempre, el que está en la esquina de arriba?”,
preguntó la errónea Perla en su modo indicativo; y yo asentí, sintiendo que los
fuegos de mi gastritis descendían hacia una zona más dura y ardiente.
Pagué el consumo, anheloso de consumar el acto pactado con Perla,
cuando un porrazo en la cabeza me tiró al suelo. Después del conteo hasta diez,
abrí los ojos y observé a una suerte de orangután hembra o gorila macha que,
armada con un bate de grandes ligas, me amenazaba de muerte rápida. En el
crucigrama de la semi-inconsciencia, adiviné enseguida el nombre que aparecía
en su cédula de identidad: “¡Eres Vicky, eres Vicky!”. Entonces, la especie de
tipa me ofendió a base de verdades: “Sí, soy Vicky y qué, la pareja de Perla,
su amante, su todo, su sostén en la vida, y no dejaré que un perro desgraciado
como tú me la quite así nomás. ¿Oíste o te lo repito?” Perla lloriqueaba,
gemía, eructaba y me veía sin verme; pero al tratar de protegerla, se escudó
detrás de Vicky y de su bate de jonrones asesinos para gritarme: “Te odio con
todos los esfuerzos de mi alma, idiota imbécil, engañador de mujeres, corre o
te matamos!”
Y yo corrí y corrí hasta mi casa, descorriendo desconsuelos, para
escribir estas valientes líneas.
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