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domingo, 22 de diciembre de 2019

CARACAS DE SOL A ASOMBRO


Caracas es una fe alterada, un callejón que se muerde a sí mismo, un tenaz olor de desmemorias, pero no puedo decirlo a los turistas que nos visitan porque soy guía de la Agencia Nacional. “Ladies and gentlemen, this city is... ”, mas la palabra “beautiful” no sale de mi garganta, se enreda en estertores, brinca, desaparece.
Dentro del autobús, el grupo de alemanes toma fotografías de pájaros que no existen, para luego guardarlas en álbumes olvidadizos porque Munich o Berlín resultan demasiado presentes para acordarse de un viaje a, ¿cómo se llamaba?, ah, okey, “Vezenuela”. Y la delegación gringa (cinco damas con carnet de jubiladas y cinco esposos idénticos) interroga sobre la hora del almuerzo o’clock, sin saber que aquí los relojes poseen manecillas a destiempo y la comida se agobia de absurdos tropicales. Y también nos acompaña un japonés, ¡no podía faltar el ojo horizontal!, cuyos intereses se vuelcan en la admiración de los autos que nos exporta su país. Y entre clicks, o’clocks y Mitsubishis, voy relatando el tema turístico: “Caracas has four millions of...”.
Cuatro millones de habitantes y una mosca que ha entrado por la ventana para fastidiarme los discursos, mosca inmensa, mosca subversiva, mosca con pasamontañas, y digo entonces que Manuelita Sáenz vivió junto a Bolívar en la casa natal del Libertador, perdón, señores, excuse me, tengo un mareo histórico, un ataque de fechas erróneas, un cruce de edades; pero como nadie se turba ni comprende, yo prosigo el descalabro, please atention!, Simón y Manuela se amaron bajo la luz de los semáforos y las lluvias de agosto, y ambos —ataviados de diversas naciones eróticas, falso, cierto, falso, ciertísimo, y hoy el bolívar vale la mínima parte de un dólar—, “how much?”, exclaman todos en coro de números ansiosos.
No respondo porque estamos frente a la iglesia de La Pastora y una bruma de nostalgia me envuelve los huesos y la lengua, y el alma, y el alma de la lengua. Aún oigo las voces de mi barrio en una angustia tardía: “¡Hirieron a tu padre, cayó el gobierno, escóndete en lo más alto del campanario!”. ¿Qué se reza contra el brusco frío de los tanques? ¿Me habrán visto los soldados? ¿Huirá mi perro? No, no es preciso comunicar a los turistas tanta maña de circunstancias personales, ni expresarles —a golpe de traducciones egocéntricas, Reader One, Reader Two— que ese chiquillo que observan, el de descarríos hacia las nubes, soy yo: ahora vestido de futuro actual, calzado de diecinueve siglos y noventa y seis años modernos. Y el chico corre persiguiendo una estela de aire, y los dos nos encontramos en sensaciones exactas; sí, hoy ratifico que quería convertirse en poeta deambulante, en poeta maldito, y lo abrazo (me abrazo) a través de... “How much?, how much?”, insisten las bocas turísticas.
Un sol a gritos se aloja en el bus. Sin duda el nipón, obrero de empresas frígidas, desearía hallarse en latitud menos sudorosa, y bebe una coke y se fuma el recuerdo de Kyoto, mientras el chofer busca la autopista del Ávila. Cerro, cencerro de luz, extinto camino de los españoles. “¡Ohhh!”, pronuncia la gringa de binoculares como en trance de agotar las haches admirativas, “ahhh, wonderful”; y su marido made in Boston sale de un sueño de butaca reclinable, para unírsele en halagos externos, “All right, darling”. Y yo, con el corazón encerrado dentro de la mano derecha, les indico las turgencias del Guaraira Repano, el fuego selvático, el clamor de la transparencia, la zona tórrida del hermano Andrés, “Who’s your Andrew brother, mister?”, pero acallo las anécdotas para no embadurnarlos de honda fraternidad, de amoroso antepretérito y gramáticas insomnes, “Bolívar’s teacher, my friends”.
La algazara vincula imágenes distintas, un revólver y la marquesina de la boutique, la quebrada y compre cigarrillos Astor, policías y si no le gusta le devolvemos su dinero, se alquila y la torre de Petróleos de Venezuela, varias mulatas y Kentucky Fried Chicken, los estudiantes y el ciego tocando desdeños de guitarra.
Un tour que se estime completo debe incluir (price included, of course) la larga fila de automóviles, y el nuestro así lo ha pautado con mapa de tres de la tarde y la enseñanza de Julio Cortázar: rubias que se parecen a sus naves amarillas, stop, la monja sobre cauchos infernales, go, jóvenes encima de neoacorazados Potemkin, stop, el microejecutivo y su macrocelular, stop, go, stop, y las radios a volumen de músicas que se excomulgan, rock in, merengue outsider, salsa total, stop caballeros, go, a gogo, smog, ¡gocen de la cola colérica, amables turistas, y llévense para toda la vida este preclaro souvenir!
Salimos del laberinto en una suerte de callejuelas con acacias. La ciudad se tiñe de rojos inmortales y su sangre guarda silencio. ¿Acaso el color rojo es el emblema de Caracas, el orden visible? Los extranjeros dormitan, salvo un alemán que penetra la cáscara de los ranchos y aspira asombros continuos. “Ranchos, favelas, villas-miseria”, le explico según mi burdo manual de asuntos latinoamericanos. Y me trago las estadísticas, nothing, mister, y la pobreza y las aldabas y el cerco, para que el hombre no se aburra de postmodernidad marginal.
Nos detenemos en un espacio de centros comerciales, do you like some free time?, good. Los turistas se lanzan sobre el espectáculo de los sales y las baratijas, como si no fuesen los mismos productos que nos envían desde sus muelles bursátiles. Rapid, quickly. Yo, aparte, elijo la brisa humeante de un café. La uña del pasado me escarba épocas de cinematógrafo porque ahí, bajo el tumulto de los edificios, se halla el teatro Variedades, muerto antiguo, momia de capas geológicas; y un portero supremo revisa mi adolescencia —de cabeza a espeluzne— para dejarme entrar a las películas de María Antonieta Pons. Ardo en besos fílmicos, el danzón lubrica, siento la piel acuosa de María Antonieta, le declaro un inhiesto amor, nos abrazamos, the end, y la noche camina con mis botas de liceo y no duermo; María, aún te deseo, she is Mary, queridos amigos que nos visitan, pero Mary se transforma en diez, cien, mil figuras de technicolor caraqueño, they are Marys, y los gringos les otorgan una salutación de first class, very exciting, y las damas de Tennessee u Oklahoma comparan ancas, sizes, tallas, perfecciones/imperfecciones, jurando hacer dieta cuando regresen a sus casas invernales, y el japonés escribe en el computador de bolsillo para imitar luego el gran secreto pero con marca de Tokio, y los teutones planean bombardeos pacíficos a fin de apoderarse de esta enorme voluptuosidad, “How many Miss World has Venezuela?”. Afuera, la ciudad abre una pupila de cemento y expide a la muchedumbre, metro, cronómetros, hogar, azar, TV.                    De nuevo, el autobús nos alberga en su mole de vidrios ahumados. Perdí mi agenda donde constaban las anotaciones, “ingreso per cápita, economía, folclore, costumbres, modismos, efemérides, platos autóctonos”, y por ello permanezco en un limbo gris. Solo se me ocurren absurdos circulares: “Ingreso de platos autóctonos, folclore de la economía, costumbres per cápita, efemérides de modismos, costumbres de ingreso, economía de platos autóctonos, folclore per cápita”. To be or not to be, sóplame una idea, camarada Shakespeare, porque de lo contrario el director me dejará cesante, off, out. “¡Reparte sándwiches y versos!”, pero no es William quien habla sino el poeta Valera Mora. Okey: “Hay sol hasta la madrugada y creo que jamás moriré”, cheese, “sin embargo deseo que este día me sobreviva”, ham, “soy desmesurado o excesivo y no doy consejos a nadie”, tomato, “pero hoy veo más claro que nunca y quiero que los demás participen”, lettuce, “hermoso día me enalteces desenfrenada alegría”, black bread, “amanecí de bala”, with sauce, “amanecí bien magníficamente bien todo arisco”, another one, another one.
Caracas comienza a encerrarse tras un miedo de postigos. El hotel cinco estrellas se aísla en su piscina climatizada. Palmeras, ron y guindas, noticias de Washington. Los turistas quieren llegar, finalmente, para que la ducha les acicale la experiencia. Y se irán después, en un vuelo de océanos, con la tarjeta postal dentro de sus maletines plásticos.
Como no logro los amables términos para despedirme, emito adjetivos inconexos que se parecen a Caracas: suave, violenta, única, prescindible, desorbitada, inmóvil, histórica, apocalíptica, pobre, exquisita, bye, bye, y los yankees entienden, el japonés reverencia un agradecimiento de lirios eternos, los alemanes desploman sus muros agrios, thank you, thank you, we will return.
Y yo, desde mi soledad y mi campanario, salto otra vez a las calles de siempre.

(Caracas, 1996)

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