Caracas
es una fe alterada, un callejón que se muerde a sí mismo, un tenaz olor de
desmemorias, pero no puedo decirlo a los turistas que nos visitan porque soy
guía de la Agencia Nacional. “Ladies and gentlemen, this city is... ”, mas la
palabra “beautiful” no sale de mi garganta, se enreda en estertores, brinca,
desaparece.
Dentro
del autobús, el grupo de alemanes toma fotografías de pájaros que no existen,
para luego guardarlas en álbumes olvidadizos porque Munich o Berlín resultan
demasiado presentes para acordarse de un viaje a, ¿cómo se llamaba?, ah, okey,
“Vezenuela”. Y la delegación gringa
(cinco damas con carnet de jubiladas y cinco esposos idénticos) interroga sobre
la hora del almuerzo o’clock, sin saber que aquí los relojes poseen manecillas
a destiempo y la comida se agobia de absurdos tropicales. Y también nos
acompaña un japonés, ¡no podía faltar el ojo horizontal!, cuyos intereses se
vuelcan en la admiración de los autos que nos exporta su país. Y entre clicks,
o’clocks y Mitsubishis, voy relatando el tema turístico: “Caracas has four
millions of...”.
Cuatro
millones de habitantes y una mosca que ha entrado por la ventana para
fastidiarme los discursos, mosca inmensa, mosca subversiva, mosca con
pasamontañas, y digo entonces que Manuelita Sáenz vivió junto a Bolívar en la
casa natal del Libertador, perdón, señores, excuse me, tengo un mareo
histórico, un ataque de fechas erróneas, un cruce de edades; pero como nadie se
turba ni comprende, yo prosigo el descalabro, please atention!, Simón y Manuela
se amaron bajo la luz de los semáforos y las lluvias de agosto, y ambos
—ataviados de diversas naciones eróticas, falso, cierto, falso, ciertísimo, y
hoy el bolívar vale la mínima parte de un dólar—, “how much?”, exclaman todos
en coro de números ansiosos.
No
respondo porque estamos frente a la iglesia de La Pastora y una bruma de
nostalgia me envuelve los huesos y la lengua, y el alma, y el alma de la
lengua. Aún oigo las voces de mi barrio en una angustia tardía: “¡Hirieron a tu
padre, cayó el gobierno, escóndete en lo más alto del campanario!”. ¿Qué se
reza contra el brusco frío de los tanques? ¿Me habrán visto los soldados?
¿Huirá mi perro? No, no es preciso comunicar a los turistas tanta maña de
circunstancias personales, ni expresarles —a golpe de traducciones
egocéntricas, Reader One, Reader Two— que ese chiquillo que
observan, el de descarríos hacia las nubes, soy yo: ahora vestido de futuro
actual, calzado de diecinueve siglos y noventa y seis años modernos. Y el chico
corre persiguiendo una estela de aire, y los dos nos encontramos en sensaciones
exactas; sí, hoy ratifico que quería convertirse en poeta deambulante, en poeta
maldito, y lo abrazo (me abrazo) a través de... “How much?, how much?”, insisten
las bocas turísticas.
Un
sol a gritos se aloja en el bus. Sin duda el nipón, obrero de empresas
frígidas, desearía hallarse en latitud menos sudorosa, y bebe una coke y se
fuma el recuerdo de Kyoto, mientras el chofer busca la autopista del Ávila. Cerro,
cencerro de luz, extinto camino de los españoles. “¡Ohhh!”, pronuncia la gringa
de binoculares como en trance de agotar las haches admirativas, “ahhh,
wonderful”; y su marido made in Boston sale de un sueño de butaca reclinable,
para unírsele en halagos externos, “All right, darling”. Y yo, con el corazón
encerrado dentro de la mano derecha, les indico las turgencias del Guaraira
Repano, el fuego selvático, el clamor de la transparencia, la zona tórrida del
hermano Andrés, “Who’s your Andrew brother, mister?”, pero acallo las anécdotas
para no embadurnarlos de honda fraternidad, de amoroso antepretérito y
gramáticas insomnes, “Bolívar’s teacher, my friends”.
La
algazara vincula imágenes distintas, un revólver y la marquesina de la
boutique, la quebrada y compre cigarrillos Astor, policías y si no le gusta le
devolvemos su dinero, se alquila y la torre de Petróleos de Venezuela, varias
mulatas y Kentucky Fried Chicken, los estudiantes y el ciego tocando desdeños
de guitarra.
Un
tour que se estime completo debe incluir (price included, of course) la larga
fila de automóviles, y el nuestro así lo ha pautado con mapa de tres de la
tarde y la enseñanza de Julio Cortázar: rubias que se parecen a sus naves
amarillas, stop, la monja sobre cauchos infernales, go, jóvenes encima de
neoacorazados Potemkin, stop, el microejecutivo y su macrocelular, stop, go,
stop, y las radios a volumen de músicas que se excomulgan, rock in, merengue
outsider, salsa total, stop caballeros, go, a gogo, smog, ¡gocen de la cola
colérica, amables turistas, y llévense para toda la vida este preclaro
souvenir!
Salimos
del laberinto en una suerte de callejuelas con acacias. La ciudad se tiñe de
rojos inmortales y su sangre guarda silencio. ¿Acaso el color rojo es el
emblema de Caracas, el orden visible? Los extranjeros dormitan, salvo un alemán
que penetra la cáscara de los ranchos y aspira asombros continuos. “Ranchos,
favelas, villas-miseria”, le explico según mi burdo manual de asuntos
latinoamericanos. Y me trago las estadísticas, nothing, mister, y la pobreza y
las aldabas y el cerco, para que el hombre no se aburra de postmodernidad
marginal.
Nos detenemos en un espacio de centros
comerciales, do you like some free time?, good. Los turistas se lanzan sobre el
espectáculo de los sales y las
baratijas, como si no fuesen los mismos productos que nos envían desde sus
muelles bursátiles. Rapid, quickly. Yo, aparte, elijo la brisa humeante de un
café. La uña del pasado me escarba épocas de cinematógrafo porque ahí, bajo el
tumulto de los edificios, se halla el teatro Variedades, muerto antiguo, momia
de capas geológicas; y un portero supremo revisa mi adolescencia —de cabeza a
espeluzne— para dejarme entrar a las películas de María Antonieta Pons. Ardo en
besos fílmicos, el danzón lubrica, siento la piel acuosa de María Antonieta, le
declaro un inhiesto amor, nos abrazamos, the end, y la noche camina con mis
botas de liceo y no duermo; María, aún te deseo, she is Mary, queridos amigos
que nos visitan, pero Mary se transforma en diez, cien, mil figuras de
technicolor caraqueño, they are Marys, y los gringos les otorgan una salutación
de first class, very exciting, y las damas de Tennessee u Oklahoma comparan
ancas, sizes, tallas, perfecciones/imperfecciones, jurando hacer dieta cuando
regresen a sus casas invernales, y el japonés escribe en el computador de
bolsillo para imitar luego el gran secreto pero con marca de Tokio, y los
teutones planean bombardeos pacíficos a fin de apoderarse de esta enorme
voluptuosidad, “How many Miss World has Venezuela?”. Afuera, la ciudad abre una
pupila de cemento y expide a la muchedumbre, metro, cronómetros, hogar, azar,
TV. De nuevo, el autobús nos alberga en su mole de
vidrios ahumados. Perdí mi agenda donde constaban las anotaciones, “ingreso per
cápita, economía, folclore, costumbres, modismos, efemérides, platos
autóctonos”, y por ello permanezco en un limbo gris. Solo se me ocurren
absurdos circulares: “Ingreso de platos autóctonos, folclore de la economía,
costumbres per cápita, efemérides de modismos, costumbres de ingreso, economía
de platos autóctonos, folclore per cápita”. To be or not to be, sóplame una
idea, camarada Shakespeare, porque de lo contrario el director me dejará
cesante, off, out. “¡Reparte sándwiches y versos!”, pero no es William quien
habla sino el poeta Valera Mora. Okey: “Hay sol hasta la madrugada y creo que
jamás moriré”, cheese, “sin embargo deseo que este día me sobreviva”, ham, “soy
desmesurado o excesivo y no doy consejos a nadie”, tomato, “pero hoy veo más
claro que nunca y quiero que los demás participen”, lettuce, “hermoso día me
enalteces desenfrenada alegría”, black bread, “amanecí de bala”, with sauce,
“amanecí bien magníficamente bien todo arisco”, another one, another one.
Caracas comienza a encerrarse tras un miedo de
postigos. El hotel cinco estrellas se aísla en su piscina climatizada.
Palmeras, ron y guindas, noticias de Washington. Los turistas quieren llegar,
finalmente, para que la ducha les acicale la experiencia. Y se irán después, en
un vuelo de océanos, con la tarjeta postal dentro de sus maletines plásticos.
Como
no logro los amables términos para despedirme, emito adjetivos inconexos que se
parecen a Caracas: suave, violenta, única, prescindible, desorbitada, inmóvil,
histórica, apocalíptica, pobre, exquisita, bye, bye, y los yankees entienden,
el japonés reverencia un agradecimiento de lirios eternos, los alemanes
desploman sus muros agrios, thank you, thank you, we will return.
Y
yo, desde mi soledad y mi campanario, salto otra vez a las calles de siempre.
(Caracas, 1996)
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