En vuelo directo, Victorino Arriaga ha salido de Ciudad de México con destino a sus compulsiones y sabe la razón: debe indagar las causas de por qué los uruguayos son los primeros en las estadísticas de suicidio en América Latina y el Caribe. Como psiquiatra, le interesa más el análisis in situ que la consulta de miles de páginas a través de Internet; y sobre tal realidad, empaparse de la vida (o la no vida) de sus sujetos de hipótesis científicas. Aunque hasta ahora no tenga ninguna, pues así trabaja: parte de un conjunto de datos y va elaborando la secuencia de las labores. “Estás tan loco como tus pacientes, Victorino”, le recrimina su mujer desde una memoria conyugal que dejó instalada en
El avión gravita
sobre espumas de nubes y Arriaga observa Montevideo, una ciudad que sólo conoce
por imágenes de folletos turísticos. Pocas luces, edificios pequeños, el cauce
del río que exalta las brumas de las construcciones. Antes de bajarse,
compulsivo como siempre, le echa un vistazo a la Revista de Suicidología
que le envió un colega de esas tierras:
“En el contexto
mundial, ocupamos el noveno lugar de la tasa de suicidios, el cuarto entre las
naciones en vías de desarrollo y el primero entre los países de América Latina
y el Caribe”.
La perspicacia de
Arriaga, acostumbrada a las intuiciones, se afina en una agudeza sensible para
que nada ni nadie se le escape, “Al Hotel Universis, por favor”. Mientras el
taxista habla acerca de los problemas del tráfico, el psiquiatra anota
mentalmente: “hombre maduro, caucásico, pícnico y con facilidad de palabra”.
Las calles no se parecen a las de la capital mexicana, son reducidas e íntimas
y un adiposo hollín las envuelve de cierta nostalgia; –Te gustará, che –dice el taxista, ladeando una sonrisa que
Arriaga aprecia como signo melancólico.
En el hotel, lo
recibe la pareja de la administración. El matrimonio, un tipo calvo y su esposa
joven, duplica en eco las salutaciones y las frases de oportunidad, buenas
noches, buenas noches, déjeme revisar el cuaderno de huéspedes, déjeme revisar
el cuaderno de huéspedes, usted es el señor Victorino Arriaga ¿no?, usted es el
señor Victorino Arriaga ¿no?, todo conforme, todo conforme, su habitación es la
número 7, la número 7. Sube con cansancio y expectativa, y verifica que no se
había equivocado en las anticipaciones porque la pieza es idéntica a la que
imaginara (cama rústica, dos butacas, ventanal hacia la rambla, escaparate de
única puerta, televisor en sustento de pared, y la sala de baño contigua,
simple, arcaica, modestísima). Arriaga extrae de la valija su ropa y sus
libros, y los ordena meticulosamente como si el hospedaje transitorio fuese
perenne. “Estás loco, Victorino”, oye otra vez, y se acuesta para mirar un
techo que muestra las comisuras del tiempo. No duerme, sólo piensa, hasta que
los párpados le rebotan la vigilia.
La mañana lo
despierta con agobio de voces en tono mayor, porque el tipo calvo se ha suicidado.
¿Casualidad, causalidad? Se rasura y desciende. Un grupo de policías ocupa el
hotel y formula los correspondientes interrogatorios, “Diga usted, especifique
usted”. –Éramos
felices –gime la viuda joven–, y él sin ningún motivo resolvió tomarse el
frasco de somníferos, aunque creo que su apellido Quiroga lo perturbaba–. Los
gendarmes apuntan en las libretas detectivescas, dentro del fastidio creciente
de la hora del mate, y ni siquiera se interesan por la presencia del
psiquiatra. El hemisferio científico de Arriaga concluye que se ubicó en el
sitio adecuado para el inicio de las tareas; y el hemisferio humano de Arriaga
se conmueve ante una tragedia que escapa de los guarismos estadísticos,
“Permítame expresarle mi pésame, señora”.
Sale en búsqueda
de identificación geográfica y camina en direcciones contrarias. Desea
integrarse al ritmo profundo de una urbe cuyos nexos secretos deberá
establecer. Compra la prensa, respira el viento ácido de los muelles, pisa
baldíos y avenidas, atisba, lucubra, hilvana. El ajetreo de un café con toldos
le anima a la inclusión, y pide un tinto con mucha azúcar para que la sangre se
le cargue de espíritus densos. Algunos parroquianos dialogan en volumen
inaudible; otros callan, mirando hacia el ubicuo gris del cielo; el resto juega
ajedrez y fuma largos cigarros negros. El psiquiatra, al ver los ojos de
Montevideo a través de las retinas de sus habitantes, se inquiere por qué éstos
apelan a la propia decisión de la muerte, como dioses tristes, como aves
inmerecidas por la naturaleza. Aún no se atreve a preguntarles nada, pues
quizás su lista de posibles motivos los volvería hostiles (¿Depresiones,
amigo?, ¿pérdidas familiares?, ¿desempleo, subempleo?, ¿crisis económica,
doña?, ¿abuso sexual, violencia doméstica?, ¿poca autoestima, compañero?); y
por ello, se disuelve en el fondo silencioso de su tinto con azúcar y postula
-lejos de Descartes- si no habrá una maldición de siglos que los conduce a la
personalísima voluntad del exterminio “¡Estás de manicomio, Victorino!”, grita
la mujer desde un México lindo, querido y de guitarras.
Trashuma,
incursiona, pasea sin detenerse. El Hotel Universis es su centro, y a él
regresa en episodios sucesivos para la anuencia del cuerpo (y del alma). Ya se
siente menos singular en aquella mitad de calles circunstanciales, menos
adversario, menos rígido, más intenso, pero no logra la explicación de una
angustia genérica que también lo toca; y recuerda a Horacio Quiroga, cuentista
de propias y ajenas vidas: Quiroga niño viendo cómo moría el padre por un
accidental tiro de escopeta; Quiroga adolescente observando la autoinmolación,
con la misma escopeta, de su padrastro hemipléjico; Quiroga adulto en el
entierro precoz de dos de sus hermanos; Quiroga matando de un disparo
involuntario en la boca a su camarada Federico; Quiroga llorando por el veneno
que ingirió su primera esposa; Quiroga ante la desaparición política de su
protector Baltasar Brum; Quiroga despidiéndose (sin evidenciarlo) de Batistessa
“Quasimodo”, el monstruoso enfermero que lo cuidaba en el Hospital de Clínicas
de Buenos Aires; Quiroga apurando el cianuro que lo libró del cáncer; Quiroga
en lágrimas de ultratumba por el suicidio de sus hijos Eglé y Darío.
El psiquiatra ata
cabos ilógicos sobre las implicaciones de llamarse
Quiroga, ¿casualidad, causalidad?, y rememora a la joven viuda del hotel, “Creo
que el apellido Quiroga lo perturbaba, lo perturbaba”. Enseguida se aflige de
una extraña sensación de glándulas abiertas, aunque no firme Quiroga ni
sea cuentista ni gerente de cuartos primitivos, y corre hasta el boliche más
próximo porque necesita el respaldo de varias copas de vino.
Ahí, una gorda
lírica, luego de toser sus anginas de pecho, modula tangos de traición, agobio
y muerte (que es lo mismo), pero sólo Victorino Arriaga lagrimea aguas
salobres, pues los demás están habituados a la dignidad de la tristeza. El
psiquiatra exige la botella total para no apartarse de las vendimias que lo
seducen, y comprueba cómo la gorda entrega la tarima a una corbata vestida de
anciano (o viceversa), cuya parsimonia deletrea milongas con tibio fuego de
bandoneón. La botella desaparece y Arriaga pide otra; el viejo se marcha y lo
releva uno similar: cáustico, circunspecto, amargamente gentil. El boliche da
vueltas sombrías en torno a cuitas y pesadumbres, las canciones hincan sus
dolores a ras de huesos, el aire mustio se ahoga de nostalgia. Nadie llora,
salvo Victorino Arriaga, un psiquiatra que descendió de su México académico
para entender los taciturnos gustos del martirio; “Estás loco, Victorino”,
repite la esposa y entre nieblas lo conduce al hotel, “Duérmete porque mañana
te aguardan nuevas dudas...”
El sol de mediodía
lo despereza y, resuelto por fin al combate
de las preguntas, toma el cuaderno de anotaciones y se persigna en nombre
de la ciencia. Ha programado un acucioso trayecto investigativo, para sacarle confesión a los personajes o testigos del descalabro. Su acento azteca logra,
en arte de amiguismos, que los sujetos se abran al interrogatorio con afable
suavidad, “Estamos a sus plenas órdenes, doctor”, pero inmediatamente se
percata de una síntesis en la cual las verdades se tiñen de ropajes falsos y
las mentiras cobran imagen de certidumbre, “Mi madre no se mató, fue Dios
bendito quien la urgió a su Paraíso”; “Nunca me suicidaría, a menos que tuviese
un problema fundamental”; “Los que huyen por voluntad propia, demuestran una
valiente cobardía...” El psiquiatra reformula el cuestionario,
disimulándolo, atenuándolo, mas nadie
cae en sus trampas inocuas. Iguales respuestas, iguales refugios y
subterfugios, tiempo que se vuelca sobre el mar del tiempo. Hastiado, dobla el
ineficaz cuaderno de apuntes, se lo mete en el bolsillo y parte en procura de
un bife de chorizo.
El olfato lo guía
hasta el Restaurant Anaconda, una vitrina de comensales que a las tres de la
tarde exhibe sus humos de carbón. Gauchos ariscos soplan las brasas y alientan
las intimidades de la carne, mientras los meseros sudan maromas para atender
las peticiones de la clientela. Ya frente a su descomunal bife término medio,
el psiquiatra piensa en esa forma sureña de suicidio gastronómico: llenarse sin
medida de pulpas
de degüello, bajo adobos
grasientos y untos de
manteca. –Engordan –se dice– para
después morirse de la exageración o por arbitrios más deliberados–. Y contempla
a finos vejestorios arremangarse la camisa con agilidad de gula ancestral, a
damas en certamen de opíparas lonjas de ternera, a niños que no se apocan ni un
minuto ante los inmensos trozos de tocino, a oficinistas en almuerzo redondo de
churrascos y saladuras,”¡Ahhh, estos uruguayos!”
Arriaga siente que
su viaje no concreta las esperanzas del ansiado estudio (tiempo que se vuelca
sobre el mar del tiempo), y le acobarda devolverse al México de la Colonia Polanco
con un menesteroso fracaso encima de los hombros, “¿Para tal inutilidad dejaste
a tu familia?, no me chingues, gran psiquiatra”. Los reclamos de su mujer le
potencian la decisión de firmes averiguaciones; y así emprende diversas giras
para preguntar y repreguntar con insistencia de científico terco. Sin embargo,
los nuevos sujetos (empleados de comercio, intelectuales, estudiantes, amas de
casa) se atienen, como los anteriores, a ambiguos atajos de elusión y escape,
“Sólo sé que el suicidio nos pertenece”, “Es un modo limpio de enfrentar el
absurdo”, “En la raíz, siempre existe una injusticia”. Arriaga se desmorona de
lentos miedos, porque no consigue ni una pista ni una señal que le sirvan de
algo, y entonces apela a la agenda telefónica. Disca los números en rogatoria
de triunfo, pero la suerte se le opone: su colega Monteagudo está de periplos
matrimoniales por Suecia, el profesor Dailey murió de mengua general, la
psicóloga Bravo-Cirés se fue del país, la Revista de Suicidología ya no circula, en la Sociedad de Psiquiatras
no atienden. Llama a México como tabla de salvaciones, pero las líneas padecen
de silencio.
Angustia de
vértigos autónomos, zapatos que pisan los exilios, bulevares con tapias y
candados, sigilo detrás de las puertas, “¿Qué te ocurre, Victorino?” Las calles
lo amenazan de aislamiento: cada quien se entromete en venas propias. Busca a
la gorda lírica para que le susurre tangos de disnea, y la gorda y el boliche
han desaparecido; acentúa su tonalidad azteca y no obtiene ninguna respuesta
afectuosa; va al Anaconda y sólo huele un rastro de carnes abstractas, un
artificio, un equívoco. Los cangrejos alzan garras de peleas desérticas, los
árboles sueltan almohadones de plumas, los autos corren a la deriva, las
señoras erigen arrecifes de coral, las tiendas expenden nada más que gallinas
degolladas, “¿Qué te ocurre, Victorino?” Se devuelve al hotel, su centro de
analogías, y el eco de la pareja le indica “habitación número 7, habitación
número 7” ,
escala los peldaños, abre la cerradura, el televisor cuelga de la pared como
una estatua frígida, la rambla es tenue ventana hacia sí misma, Batistessa
“Quasimodo” le ayuda a desvestirse, -¿Se siente bien, maestro?-, atisba la
victimaria escopeta paterna, mira al amigo Federico con la boca en lago de
sangre, entierra a sus dos hermanos bajo avalanchas yertas, otorga la bendición
a Eglé y Darío, y en tiempo que se vuelca sobre el mar del tiempo, destapa el
frasco de cianuro.
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