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viernes, 20 de diciembre de 2019

CIANURO ETERNO


En vuelo directo, Victorino Arriaga ha salido de Ciudad de México con destino a sus compulsiones y sabe la razón: debe indagar las causas de por qué los uruguayos son los primeros en las estadísticas de suicidio en América Latina y el Caribe. Como psiquiatra, le interesa más el análisis in situ que la consulta de miles de páginas a través de Internet; y sobre tal realidad, empaparse de la vida (o la no vida) de sus sujetos de hipótesis científicas. Aunque hasta ahora no tenga ninguna, pues así trabaja: parte de un conjunto de datos y va elaborando la secuencia de las labores. “Estás tan loco como tus pacientes, Victorino”, le recrimina su mujer desde una memoria conyugal que dejó instalada en la Colonia Polanco, y entonces ataca sin prejuicios el pollo a la naranja que le sirve la aeromoza.
El avión gravita sobre espumas de nubes y Arriaga observa Montevideo, una ciudad que sólo conoce por imágenes de folletos turísticos. Pocas luces, edificios pequeños, el cauce del río que exalta las brumas de las construcciones. Antes de bajarse, compulsivo como siempre, le echa un vistazo a la Revista de Suicidología que le envió un colega de esas tierras:
“En el contexto mundial, ocupamos el noveno lugar de la tasa de suicidios, el cuarto entre las naciones en vías de desarrollo y el primero entre los países de América Latina y el Caribe”.
La perspicacia de Arriaga, acostumbrada a las intuiciones, se afina en una agudeza sensible para que nada ni nadie se le escape, “Al Hotel Universis, por favor”. Mientras el taxista habla acerca de los problemas del tráfico, el psiquiatra anota mentalmente: “hombre maduro, caucásico, pícnico y con facilidad de palabra”. Las calles no se parecen a las de la capital mexicana, son reducidas e íntimas y un adiposo hollín las envuelve de cierta nostalgia; –Te gustará, che  –dice el taxista, ladeando una sonrisa que Arriaga aprecia como signo melancólico.

En el hotel, lo recibe la pareja de la administración. El matrimonio, un tipo calvo y su esposa joven, duplica en eco las salutaciones y las frases de oportunidad, buenas noches, buenas noches, déjeme revisar el cuaderno de huéspedes, déjeme revisar el cuaderno de huéspedes, usted es el señor Victorino Arriaga ¿no?, usted es el señor Victorino Arriaga ¿no?, todo conforme, todo conforme, su habitación es la número 7, la número 7. Sube con cansancio y expectativa, y verifica que no se había equivocado en las anticipaciones porque la pieza es idéntica a la que imaginara (cama rústica, dos butacas, ventanal hacia la rambla, escaparate de única puerta, televisor en sustento de pared, y la sala de baño contigua, simple, arcaica, modestísima). Arriaga extrae de la valija su ropa y sus libros, y los ordena meticulosamente como si el hospedaje transitorio fuese perenne. “Estás loco, Victorino”, oye otra vez, y se acuesta para mirar un techo que muestra las comisuras del tiempo. No duerme, sólo piensa, hasta que los párpados le rebotan la vigilia.
La mañana lo despierta con agobio de voces en tono mayor, porque el tipo calvo se ha suicidado. ¿Casualidad, causalidad? Se rasura y desciende. Un grupo de policías ocupa el hotel y formula los correspondientes interrogatorios, “Diga usted, especifique usted”. Éramos felices –gime la viuda joven–, y él sin ningún motivo resolvió tomarse el frasco de somníferos, aunque creo que su apellido Quiroga lo perturbaba–. Los gendarmes apuntan en las libretas detectivescas, dentro del fastidio creciente de la hora del mate, y ni siquiera se interesan por la presencia del psiquiatra. El hemisferio científico de Arriaga concluye que se ubicó en el sitio adecuado para el inicio de las tareas; y el hemisferio humano de Arriaga se conmueve ante una tragedia que escapa de los guarismos estadísticos, “Permítame expresarle mi pésame, señora”.
Sale en búsqueda de identificación geográfica y camina en direcciones contrarias. Desea integrarse al ritmo profundo de una urbe cuyos nexos secretos deberá establecer. Compra la prensa, respira el viento ácido de los muelles, pisa baldíos y avenidas, atisba, lucubra, hilvana. El ajetreo de un café con toldos le anima a la inclusión, y pide un tinto con mucha azúcar para que la sangre se le cargue de espíritus densos. Algunos parroquianos dialogan en volumen inaudible; otros callan, mirando hacia el ubicuo gris del cielo; el resto juega ajedrez y fuma largos cigarros negros. El psiquiatra, al ver los ojos de Montevideo a través de las retinas de sus habitantes, se inquiere por qué éstos apelan a la propia decisión de la muerte, como dioses tristes, como aves inmerecidas por la naturaleza. Aún no se atreve a preguntarles nada, pues quizás su lista de posibles motivos los volvería hostiles (¿Depresiones, amigo?, ¿pérdidas familiares?, ¿desempleo, subempleo?, ¿crisis económica, doña?, ¿abuso sexual, violencia doméstica?, ¿poca autoestima, compañero?); y por ello, se disuelve en el fondo silencioso de su tinto con azúcar y postula -lejos de Descartes- si no habrá una maldición de siglos que los conduce a la personalísima voluntad del exterminio “¡Estás de manicomio, Victorino!”, grita la mujer desde un México lindo, querido y de guitarras.
Trashuma, incursiona, pasea sin detenerse. El Hotel Universis es su centro, y a él regresa en episodios sucesivos para la anuencia del cuerpo (y del alma). Ya se siente menos singular en aquella mitad de calles circunstanciales, menos adversario, menos rígido, más intenso, pero no logra la explicación de una angustia genérica que también lo toca; y recuerda a Horacio Quiroga, cuentista de propias y ajenas vidas: Quiroga niño viendo cómo moría el padre por un accidental tiro de escopeta; Quiroga adolescente observando la autoinmolación, con la misma escopeta, de su padrastro hemipléjico; Quiroga adulto en el entierro precoz de dos de sus hermanos; Quiroga matando de un disparo involuntario en la boca a su camarada Federico; Quiroga llorando por el veneno que ingirió su primera esposa; Quiroga ante la desaparición política de su protector Baltasar Brum; Quiroga despidiéndose (sin evidenciarlo) de Batistessa “Quasimodo”, el monstruoso enfermero que lo cuidaba en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires; Quiroga apurando el cianuro que lo libró del cáncer; Quiroga en lágrimas de ultratumba por el suicidio de sus hijos Eglé y Darío.
El psiquiatra ata cabos ilógicos sobre las implicaciones de llamarse Quiroga, ¿casualidad, causalidad?, y rememora a la joven viuda del hotel, “Creo que el apellido Quiroga lo perturbaba, lo perturbaba”. Enseguida se aflige de una extraña sensación de glándulas abiertas, aunque no firme Quiroga ni sea cuentista ni gerente de cuartos primitivos, y corre hasta el boliche más próximo porque necesita el respaldo de varias copas de vino.
Ahí, una gorda lírica, luego de toser sus anginas de pecho, modula tangos de traición, agobio y muerte (que es lo mismo), pero sólo Victorino Arriaga lagrimea aguas salobres, pues los demás están habituados a la dignidad de la tristeza. El psiquiatra exige la botella total para no apartarse de las vendimias que lo seducen, y comprueba cómo la gorda entrega la tarima a una corbata vestida de anciano (o viceversa), cuya parsimonia deletrea milongas con tibio fuego de bandoneón. La botella desaparece y Arriaga pide otra; el viejo se marcha y lo releva uno similar: cáustico, circunspecto, amargamente gentil. El boliche da vueltas sombrías en torno a cuitas y pesadumbres, las canciones hincan sus dolores a ras de huesos, el aire mustio se ahoga de nostalgia. Nadie llora, salvo Victorino Arriaga, un psiquiatra que descendió de su México académico para entender los taciturnos gustos del martirio; “Estás loco, Victorino”, repite la esposa y entre nieblas lo conduce al hotel, “Duérmete porque mañana te aguardan nuevas dudas...”
El sol de mediodía lo despereza y, resuelto por fin al combate  de las preguntas, toma el cuaderno de anotaciones y se persigna en nombre de la ciencia. Ha programado un acucioso trayecto investigativo, para sacarle confesión a los personajes o testigos del descalabro. Su acento azteca logra, en arte de amiguismos, que los sujetos se abran al interrogatorio con afable suavidad, “Estamos a sus plenas órdenes, doctor”, pero inmediatamente se percata de una síntesis en la cual las verdades se tiñen de ropajes falsos y las mentiras cobran imagen de certidumbre, “Mi madre no se mató, fue Dios bendito quien la urgió a su Paraíso”; “Nunca me suicidaría, a menos que tuviese un problema fundamental”; “Los que huyen por voluntad propia, demuestran una valiente cobardía...” El psiquiatra reformula el cuestionario, disimulándolo,  atenuándolo, mas nadie cae en sus trampas inocuas. Iguales respuestas, iguales refugios y subterfugios, tiempo que se vuelca sobre el mar del tiempo. Hastiado, dobla el ineficaz cuaderno de apuntes, se lo mete en el bolsillo y parte en procura de un bife de chorizo.
El olfato lo guía hasta el Restaurant Anaconda, una vitrina de comensales que a las tres de la tarde exhibe sus humos de carbón. Gauchos ariscos soplan las brasas y alientan las intimidades de la carne, mientras los meseros sudan maromas para atender las peticiones de la clientela. Ya frente a su descomunal bife término medio, el psiquiatra piensa en esa forma sureña de suicidio gastronómico: llenarse sin medida  de  pulpas  de degüello, bajo adobos   grasientos  y untos  de  manteca. –Engordan  –se dice– para después morirse de la exageración o por arbitrios más deliberados–. Y contempla a finos vejestorios arremangarse la camisa con agilidad de gula ancestral, a damas en certamen de opíparas lonjas de ternera, a niños que no se apocan ni un minuto ante los inmensos trozos de tocino, a oficinistas en almuerzo redondo de churrascos y saladuras,”¡Ahhh, estos uruguayos!”
Arriaga siente que su viaje no concreta las esperanzas del ansiado estudio (tiempo que se vuelca sobre el mar del tiempo), y le acobarda devolverse al México de la Colonia Polanco con un menesteroso fracaso encima de los hombros, “¿Para tal inutilidad dejaste a tu familia?, no me chingues, gran psiquiatra”. Los reclamos de su mujer le potencian la decisión de firmes averiguaciones; y así emprende diversas giras para preguntar y repreguntar con insistencia de científico terco. Sin embargo, los nuevos sujetos (empleados de comercio, intelectuales, estudiantes, amas de casa) se atienen, como los anteriores, a ambiguos atajos de elusión y escape, “Sólo sé que el suicidio nos pertenece”, “Es un modo limpio de enfrentar el absurdo”, “En la raíz, siempre existe una injusticia”. Arriaga se desmorona de lentos miedos, porque no consigue ni una pista ni una señal que le sirvan de algo, y entonces apela a la agenda telefónica. Disca los números en rogatoria de triunfo, pero la suerte se le opone: su colega Monteagudo está de periplos matrimoniales por Suecia, el profesor Dailey murió de mengua general, la psicóloga Bravo-Cirés se fue del país, la Revista de Suicidología ya no circula, en la Sociedad de Psiquiatras no atienden. Llama a México como tabla de salvaciones, pero las líneas padecen de silencio.
Angustia de vértigos autónomos, zapatos que pisan los exilios, bulevares con tapias y candados, sigilo detrás de las puertas, “¿Qué te ocurre, Victorino?” Las calles lo amenazan de aislamiento: cada quien se entromete en venas propias. Busca a la gorda lírica para que le susurre tangos de disnea, y la gorda y el boliche han desaparecido; acentúa su tonalidad azteca y no obtiene ninguna respuesta afectuosa; va al Anaconda y sólo huele un rastro de carnes abstractas, un artificio, un equívoco. Los cangrejos alzan garras de peleas desérticas, los árboles sueltan almohadones de plumas, los autos corren a la deriva, las señoras erigen arrecifes de coral, las tiendas expenden nada más que gallinas degolladas, “¿Qué te ocurre, Victorino?” Se devuelve al hotel, su centro de analogías, y el eco de la pareja le indica “habitación número 7, habitación número 7”, escala los peldaños, abre la cerradura, el televisor cuelga de la pared como una estatua frígida, la rambla es tenue ventana hacia sí misma, Batistessa “Quasimodo” le ayuda a desvestirse, -¿Se siente bien, maestro?-, atisba la victimaria escopeta paterna, mira al amigo Federico con la boca en lago de sangre, entierra a sus dos hermanos bajo avalanchas yertas, otorga la bendición a Eglé y Darío, y en tiempo que se vuelca sobre el mar del tiempo, destapa el frasco de cianuro.
                        

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