Sólo quedan él y los mariachis temblorosos. “¡Toquen hasta morir de veras, no se me achicopalen en las últimas!”. Por algo lo llaman el Mexicano, aunque nació en una sierra de los Andes a varias leguas de Bogotá, bajo cielos ásperos y un frío de dioses alocados. “¡Que suene la música, caleños!”. Dispara y toma, como si el anís Carta Blanca, de reales cepas colombianas, le infundiese audacia a la ametralladora. Dispara y escupe, como si necesitase juntar ambos extrañamientos. Dispara y canta, como si las razones melódicas formasen parte de una misma guerra de estruendos. Observa los helicópteros en vanguardia de exterminio, el ejército agazapado entre arbustos luminosos, el fuego con precisión de víctimas, “¡Ríndete ya, Mexicano!”. “¡Que se rindan sus madres!”, grita o piensa, mientras un calibre de cuarenta y cinco violencias destroza lujos inmerecidos: el cuadro de Picasso, la escalera con artificios de ebanistas barrocos, los grifos de oro, la estatua de contrabando, los divanes en redundancia de caobas, el fraude genealógico de un escudo de patrañas...
La muerte siempre se viste de evocaciones, y por ello recuerda —a
trancos de memoria— sus órdenes para decorar la casa de hacienda y me ubican
esto aquí, y gasten lo que sea, y quiero mi retrato presidiendo el mobiliario,
y obedezcan y callen. Sobre todo eso, nunca hablar en discordia ante el capo de
los carteles de la droga, un mexicano por convicción de guitarras, falsetes y
despechos, que nunca salió de Colombia, ¡mala suerte, Pedro Infante!, y jamás
pudo conocer los alcoholes de la plaza Garibaldi ni el Tenampa ni las suaves
agruras del mezcal. De atrás le venían las pasiones. Años toscos de edad y un
semblante a lo Jorge Negrete que lucía en la fonda de la miserable calle mayor.
Y la navaja, y las ganas de usarla con propiedad de filos; y un sombrero
ladino, ladeado, lanceolado, sin alturas heroicas. Cada noche igual: la música
girando dentro de la rocola, los corridos en sonoridad de diluvios, voces
múltiples, voces superpuestas, “¡Ay, Chihuahua!”, y otra cerveza y otra para
engrandecerse el solitario pálpito del corazón. Hasta que le hundió la navaja
al dueño de la cantina (pendencia, sangre, blasfemias), porque el viejo
nacionalista no deseaba más escarnios de Jalisco. Y antes de irse, en un tiempo
que “apenas le permitió montar en su caballo”, juró sobre un puño de cruces
abstractas: ¡volveré rico para comprar toda la mugre de este pueblo!
Ahora exige que canten sin pausas de olvido, aunque sólo respiren tres
mariachis con el susto a tuétano de huesos, ¿cuál quiere, su merced? Los demás
descansan en un silencio de venas todavía calientes y pupilas que miran hacia
los límites de ninguna parte. “Aquélla de Javier Solís, mis cuates”. Bombas,
humo para lagrimear la cercanía de la muerte, devoraciones a la redonda de la
vida, “¡Nadie te salvará, Mexicano mentiroso, entrégate!”. Primero cadáver,
malditos escuincles. Se ve montado en el caballo arisco. Lo persiguen mil
sombras y una sentencia. Corre, hinca espuelas. Si atraviesa el río podrá
encontrar el campamento de esmeralderos, donde la ley es una firma de pólvora,
una voluntad de bosques con cuchillo. Suda, sigue corriendo: las aguas avientan
esperanzas. Deja la montura y se incrusta en la rebeldía de los peces, nada
como el lebranche, como la curvina, tiene escamas, aire íntimo, aletas para no
ahogarse, “¡Soy José Eulogio, varón de cojones", y cae por fin en un desmayo de arena bajo los pies. El grupo de esmeralderos lo consiguió
entre el horizonte de la tarde. ¿Lo matamos, patrón? Aún no, esperen. Quiso
revisarlo, brillaba en él una templanza de pieles, un joven exceso, para algo
serviría. El Mexicano sintió el puntapié en la mitad vehemente del estómago.
Levántate y escucha tu única oportunidad: compartirás, sin traiciones, nuestro
peligro y nuestros respetos, hasta que yo lo decida. ¿Cómo te llamas? José
Eulogio, patrón. Me gusta el nombre, ojalá te dure. Los otros rieron en una
instancia de camposanto, ojala te dure, José Eulogio.
Y se adhirió a las escurridizas
botas del patrón, hurgando esmeraldas, revolviendo lunas, evadiendo asechanzas,
siempre con la pistola a flor de desparpajo. Elimínalo, José Eulogio, no posee
derecho a su alma. Y él obedecía, sí, señor, lo que usted mande, y llegarás muy
lejos, Joseíto, hijo que no tuve, remedo de mis propios brazos, trote de mis
arterias, desaparécelo, Jota Eulogio, que no vivan sus dientes para morderme,
ya fue complacido, patrón, nunca podrá vengarse, quedó de centinela en el más
allá, gracias, José Eulogio, compañero que me faltaba, ánima amiga.
Los soldados desmenuzan el horario total de la agresión. Arriban
tanques, armas de alcance milimétrico, oficiales, perros, cañones,
providencias. La hacienda es un bar de estallidos angustiosos, toquen La que se
fue. Los guitarristas comienzan equívocas melodías porque los aturden balas en
apropiación de dominios. Pero el Mexicano posee cien tímpanos para enterarse:
¡Arránquense de nuevo!, ¡demuestren que sí saben!
Yo digo y tú cumples, José Eulogio, mañana partirás a arreglar el
negocio, ellos ponen la coca y nosotros las esmeraldas, un mismo trabajo,
Eulogio, dólares, billetes hasta el infinito verde, tierras, hembras,
superioridad; lo que usted ordene, patrón. Al dejar el campamento, entendió que
pisaba otra ribera del mundo, y llenó de ojos las distancias vacías, y se hizo
animal de lanas largas, y ofició tonadas que le sonrojaban la nostalgia, como
en un sueño de altos ramajes. “¡Preso estás!”. Contó diez carabinas que lo
interrogaron a fuerza de esplendores obscenos, qué haces qué espías qué rezarás
antes de la muerte. Pero lo dejaron hablar, óigame, don Brígido, me envió el
patrón, ambos se necesitan, imagínese un imperio de drogas y esmeraldas...
Varios comandos se agrupan en la maraña de una selva importada que
muestra troncos de Tailandia y lianas de la Abisinia. “¡No dañen mis plantas!”,
vocifera el Mexicano en convulsión de rabia que a nadie perturba. El incendio
se extiende con plenitud de humo crudo, las tanquetas semejan dinosaurios de
fierro palpable, los gases destilan neblinas venenosas, “¡Sal de ahí con las
manos sobre la cabeza, Mexicano!”. Vengan a buscarme, hijos de madre. ¿Y
ustedes, por qué pararon la música? Laquesefué, laquesefué, laquesefué.
Don Brígido sumaba porvenires e instigaciones mientras oía los
detalles del negocio; anímese, don Brígido, seremos un solo infierno, y no
habrá suficientes bóvedas para guardar las morocotas, don Brígido, no lo
piense, no le dé más vueltas, el destino nos escogió a nosotros; ¿y quién me
garantiza la derechura, la lealtad, la línea recta?, yo se lo garantizo, don
Brígido, yo. Pronto el acuerdo comenzó su expansión, necesitamos hombres,
naves, radios de vasto alcance, fusiles, escondites, mensajeros, contactos; sí,
lo que tú digas, Joseulogio. Y los billetes llegaron en verdad asidua, ¡parece
otro sueño, Joseíto!, o mejor don José, capo alterno de la droga y las esmeraldas,
coronel sin preseas, tiro fijo bajo el cielo de Colombia. Las paredes se
derrumban. El techo abre sus maderas hacia un universo de planetas. La querella
se nutre de despojos. Por los suelos: el cuadro de Picasso, una foto del
Mexicano en atuendo de oropel, vasijas de dinastías desconocidas, un título
honorífico suscrito con la rúbrica de cualquier funcionario de miedos
municipales, una silla de dibujos antiguos y vieneses, la lámpara prolija de
diamantes. “Nada me importa, chingones —ruge el Mexicano—, porque todo lo
compré con dinero del gobierno”. El trío de guitarras, en mínimos sonidos, ya
no precisa ningún ritmo ni se acuerda de letras nobles. “¡Más volumen o los
regalo a los zopilotes de afuera!”. El Mexicano carcajea sin humor su aliento
de tabaco.
Prometió que volvería rico, y volvió. El pueblo estaba en el mismo
sitio de quejumbres. Las calles olían a temores viejos como el orín. Una ceniza
de piedra embadurnaba las esquinas. José Eulogio recorre la finitud de su
pasado: la iglesia, los solares, la taberna, el billar, el desmedro donde
nació. Si tuviese lágrimas, las soltaría en un charco de sangre blanca, pero
no, porque ha vuelto para grandezas y orgullos, para imprudencias e irrupciones,
¿Cuánto pide por este desbarajuste de cantina?, lo que usted ofrezca, don. ¿Qué
valen los pastos, las bestias, los árboles?
¿Cuánto la montaña, el lago hundido, el sendero de atrás?, mucho y nada,
póngales precio. Y José Eulogio, con la venganza debajo de la lengua, expidió
plata a celeridad de ostentos, y nos gustaría que desayunara en nuestra casa,
don José, cómo lo recordamos, cómo lo añoramos, por qué se perdió durante tanto
tiempo, ¿estaba en México?, y hasta el cura bendijo sus derroches en nombre del
Espíritu Santísimo, qué placer, don Joseulogio, permítanos atenderlo, y hubo
zaguanes adornados y fiestas de barriles añejos, y también un discurso secreto:
“Estoy en paz, ya adquirí toda la cochambre de este pueblo”.
El Mexicano no se acobarda por el abundante repique de los fragores.
Aún le quedan municiones y un anís que ayuda a las transparencias. Su puntería
dispone del enemigo; caen almas envueltas en propia exhalación, pero de inmediato
surgen más filas adversas. Los mariachis se sientan en cuclillas para evitar la
desgracia, y sus notas son las roncas metáforas de un veredicto. El Mexicano
insiste en armonías sonoras, en corridos que le despejen oscurancias y le
traigan vitalidad de certezas, ¡híjole, muchachos! Los guitarristas cubren de
saliva las canciones, por sobresalto, por hipo, por turbación. Están heridos de
futuro, o muertos. El ejército emplea una red de avance y cacería: desfile de
tanques, batallones, el misil de crestas nerviosas. “¡No tienes opción, falso
Mexicano!”.
José Eulogio entendió que un pueblo sin mariachis era como hembra sin
delito resabiado, vayan, búsquenlos, oblíguenlos. ¿Dónde, señor? Ni idea, pero
el lunes de mi nacimiento deben tocarme Las mañanitas. Y el lunes, al abrir las
ventanas, lo merodeó la música. Diez reclutas inhábiles se esmeraban en sacarle
chillidos a guitarras y trompetas: “Estas son las mañanitas que cantaba el rey
David... ”. El Mexicano se enterneció en los adentros y agregó sus
satisfacciones a las voces primarias, “... y hoy por ser día de tu santo te las
cantamos a ti”. Desde aquella exaltación no hubo impulso que lo separase de sus
charros colombianos, alégrenme, disípenme las tristuras, faldéenme las pisadas,
y les encargó hábitos de lentejuelas jalisciences y libros armónicos de
Tlaquepaque y guitarrones de Oaxaca y hasta contrató a un profesor de bigotes
“panchovilla” para que les enseñara estupendas eufonías. Nunca se torcieron en
rumbos distintos, jamás un lance pudo apartarlos, “¡Salud, José Eulogio, el
mero mexicano de las sierras andinas!”.
Los generales del ejército aplican su logística envolvente, porque lo
desean vivo y confeso en una jaula de barrotes públicos. Han dinamitado la
finca y el incendio toma densidad de huraños pavores. El Mexicano reconoce la
combustión de sus propiedades ampulosas: aviones, establos, cultivos, hangares,
automóviles... Arden los Rolls Royce de bocinas y metales ingleses, se quema el
Cadillac en su azul arrogancia de museo, crujen los Ford de coleccionista
gratuito, y se prende la historia del Packard de Dillinger: símbolo que le
obsequió, con intactos orificios de refriega, la Asociación de Narcos de
Chicago. “¡Me las pagarán todas juntas!”, brama el Mexicano con dolores de
mengua, y el pulso se le afina en los desquites.
Sí, resolvió hartarse de música cercana. Mariachis bajo el sol y
mariachis a plena lluvia. No lograba ningún gozo sin la compañía de sus héroes
estoicos, “Repitan La virgen de las flores”. Y cuando se amancebaba en cuartos
de hotel o en piezas de camas rococó, allí, a su lado, debían permanecer los
trovadores para endurecerle lascivias, “¡Mujer y canción son la misma miasma!”.
Le presento a mis charros, don Brígido; gusto de saludarlos; pero don Brígido
nunca comprendió los antojos del Mexicano (“babiecadas, pendejerías,
absurdeces”), y ello atizó sus pugnas de mando. “¿Quién es el jefe?” —Usted,
don Brígido. “¿Quién es el jefe?” —Usted, don Joseulogio —y las rencillas se
alistaron en sendas contrarias. Noches de cuerpo sobre las armas, duda de
ligerísimos tientos, duermevela de malicias. Hasta que el odio los igualó:
¡Saca tu revólver, Mexicano! ¡Aquí me tienes, Brígido! Un fogonazo, más ágil
que la provocación, sumió a Brígido en el deshonor de un reino derrocado. El
hombre ensayó altanerías cadavéricas, postreras soberbias, exordios vanidosos,
pero Joseulogio lo remató sin un temblor de gatillos. ¿Quién es el jefe? Usted,
don Mexicano. Y los mariachis tocaron su ciclón de himnos ácidos.
El par de guitarristas no sabe qué zambumbia arrancarle a las cuerdas,
porque el músico mayor yace en estertores. “¡Dos me bastan!”, truena el
Mexicano, y continúa disparando. A su alrededor hay sólo carroña, vestigios,
mortificaciones. Los objetos permanecen en residuos, la opulencia se abrevia en
destrozos, el auge flota como inercia de antigüedad. Los guitarristas
lloriquean sin rubores de macho y se ensucian de pestilente descomposición.
“¡Si no obedecen, los largo ahoritica mismo!”, advierte el Mexicano, pero los
músicos apenas pueden rasgar un testamento de gemidos. El ejército asegura las
acciones con lanzallamas y explosivos, “¡Tu tiempo acaba, Mexicano!”.
Joseulogio edificó, sin Brígido, un ámbito de potestad donde él regulaba los aires y la supervivencia, el trastorno y el delirio. Ninguno se atrevía a virar sus empeños, “de acuerdo siempre, jefe”. Nadie le oponía una aspereza, un tono hostil, una terca indisciplina. “Ya vamos llegando a Pénjamo”, cantaban los mariachis, y el Mexicano figuraba que Pénjamo era el signo de su imperio, el mundo con tambores de metralla y arcas de lingotes dorados, ¡Viva Pénjamo, cuatazos! Pero una furia se le revolvía en círculos, porque el patrón de esmeraldas obviaba las cuentas justas, luego te envío la remesa, espérame, y José Eulogio aguardaba con impaciencia de vísceras, “Amigo, no mientas, cumple el pacto”, mas el dinero nunca apareció: el patrón lo había depositado en un banco de lejanas libras esterlinas. Al enterarse, José Eulogio reunió a sus mariachis, “partimos ya”, y viajaron por aguas, abismos y peñascos hasta el campamento de minas preciosas. La cercanía los transformó en sigilo, tenuidad, zumbido de hojas. El patrón celebraba en rueda festiva cuando vio al Mexicano. Su estupor chocó contra el brillo de la ametralladora, Eulogio, Joseíto, hijo que no tuve, remedo de mis propios brazos, trote de mis arterias, no me vayas a matar, te lo suplico, Jota Eulogio, perdón, hijito, todo será tuyo, todo, lo requetejuro, lo firmo, lo confirmo, don Eulogio, no me mates así, recuerda andanzas, yo te salvé una vez, Eulogio Jota. Pero el arma del Mexicano irrumpió con gravedad de látigo sonoro y el patrón se arqueó en agonías de difunto. Y detrás cayeron sus quince guardaespaldas. “Estamos a mano, ex patrón”. Sin enterrar a los muertos, la banda de mariachis tocó una seguidilla veracruzana, con estilos de cumbia, para demostrarle pleitesías al jefe único.
Joseulogio edificó, sin Brígido, un ámbito de potestad donde él regulaba los aires y la supervivencia, el trastorno y el delirio. Ninguno se atrevía a virar sus empeños, “de acuerdo siempre, jefe”. Nadie le oponía una aspereza, un tono hostil, una terca indisciplina. “Ya vamos llegando a Pénjamo”, cantaban los mariachis, y el Mexicano figuraba que Pénjamo era el signo de su imperio, el mundo con tambores de metralla y arcas de lingotes dorados, ¡Viva Pénjamo, cuatazos! Pero una furia se le revolvía en círculos, porque el patrón de esmeraldas obviaba las cuentas justas, luego te envío la remesa, espérame, y José Eulogio aguardaba con impaciencia de vísceras, “Amigo, no mientas, cumple el pacto”, mas el dinero nunca apareció: el patrón lo había depositado en un banco de lejanas libras esterlinas. Al enterarse, José Eulogio reunió a sus mariachis, “partimos ya”, y viajaron por aguas, abismos y peñascos hasta el campamento de minas preciosas. La cercanía los transformó en sigilo, tenuidad, zumbido de hojas. El patrón celebraba en rueda festiva cuando vio al Mexicano. Su estupor chocó contra el brillo de la ametralladora, Eulogio, Joseíto, hijo que no tuve, remedo de mis propios brazos, trote de mis arterias, no me vayas a matar, te lo suplico, Jota Eulogio, perdón, hijito, todo será tuyo, todo, lo requetejuro, lo firmo, lo confirmo, don Eulogio, no me mates así, recuerda andanzas, yo te salvé una vez, Eulogio Jota. Pero el arma del Mexicano irrumpió con gravedad de látigo sonoro y el patrón se arqueó en agonías de difunto. Y detrás cayeron sus quince guardaespaldas. “Estamos a mano, ex patrón”. Sin enterrar a los muertos, la banda de mariachis tocó una seguidilla veracruzana, con estilos de cumbia, para demostrarle pleitesías al jefe único.
La tensión pauta su regresivo duelo de minutos. El Mexicano busca las
lealtades de un anís inexistente. Los charros oran, vomitan, sollozan. Las
tropas, con uniformes de iguanas militares, se han acercado a palmos de visión,
“¡Si te rindes vivirás, Mexicano!”. La respuesta alardea en omisiones.
Don Joseulogio obtuvo la jerarquía de capo primordial: huestes de
sicarios, tácticas de guerra intuitiva, organismos a la sombra de las ciudades,
Cali, Medellín, Cúcuta, Santafé de Bogotá, y su palabra ordenaba la angostura o
la riqueza, el trastorno o la seducción, “¡Maten, sobornen, amenacen, premien,
recompensen, escóndanse, secuestren, conquisten!”. No me llamen Joseulogio,
díganme Mexicano; sí, señor Mexicano; y los políticos le agradecían ayudas de
lucro y botín, los jueces dictaban sentencias ciegas a cambio de permitirles un
soplo de corazón, gendarmes y guardianes se alistaron en su nómina
extravagante, monjas, sacerdotes y obispos recibían dádivas oscuras, “Dios se
lo devuelva en gloria”, y las hembras de la sociedad, con sus bustos de
fragancia, pugnaban por surtirlo de abrazos. “¡Mexicano, qué alto has llegado!,
la próxima venganza es el poder verdadero”, y se sentía a escasos amagos de gobernar
el país, “Decreto una Colombia de drogas absolutas, plenipotenciaria de
heroína, financista de coca, marihuana y demás yerbas, exportadora de bazuco,
trajinante de esmeraldas”. Y escuchaba aplausos, vítores, aquiescencias, entre
una pesadilla que le erguía el alma.
Su nombre extraditable recorrió los periódicos como una maldición
diluvial. Cientos de policías le husmeaban los pasos. Los carteles se
apoderaban de la nación como una costumbre de terror, mientras el Mexicano
vislumbraba honras de mandatario y tumultos de lisonjas. Creó refugios,
escondrijos, sendas de impostura, cuevas elusivas, “¡Agárrenme si pueden,
cachacos!”, y seguía construyendo su Pénjamo bélico. De Israel, “¿Dónde queda
exactamente esa vaina?”, llegaron mercenarios para adiestrar a sus narcos en la
utilización de violencias laboriosas; facciones guerrilleras se le añadieron
por convenio de zonas liberadas; desde el Río Grande hasta Nueva York, sus
hombres manejaban el tráfico de alucinógenos, “Todo okey, compinches, cambio y
fuera”. Cualquier oposición la resolvía a intransigencia de pólvora, atentados,
mutilaciones, fusilamientos, juicios sumarios, “¡Quien no esté conmigo, que la
pague!”. Miles de hectáreas tuvieron nuevo dueño, y la astucia le recomendó que
adquiriese empresas de bienes raíces, toros de lidia, yeguas finas, obras de
arte, compañías, industrias, doctores, asesores.
Giro de vidas, circunferencia mordiéndose en historia. “¿Cómo te llamas?”. José Eutimio, patrón. El Mexicano resolvió perdonarlo porque su cuerpo brillaba como una joven templanza de pieles, para algo serviría. Me gusta tu nombre, ojalá te dure. Los demás rieron en una instancia de camposanto, ojalá te dure.
Giro de vidas, circunferencia mordiéndose en historia. “¿Cómo te llamas?”. José Eutimio, patrón. El Mexicano resolvió perdonarlo porque su cuerpo brillaba como una joven templanza de pieles, para algo serviría. Me gusta tu nombre, ojalá te dure. Los demás rieron en una instancia de camposanto, ojalá te dure.
José U., Eutimio José, Eutimio Jota se convirtió en su sicario
principal, “Hijo que no tuve, trote de mis arterias, ánima amiga, compañero”. Y
fue él quien lo condujo a la celada. “No hay peligro, jefe, los militares nos
buscan por los rumbos de Cundinamarca, yo se lo garantizo, yo”. El Mexicano
quiso acercarse a la casa de hacienda, ver de lejos el Packard antiguo, los
árboles de Abisinia, las lámparas de lujo colgante. “No hay riesgo, jefe, dese
gusto”. El Mexicano supo de la traición cuando Joseutimio se nubló en las
honduras de la noche.
Todas las fuerzas del ejército aguardan las acciones definitivas.
Nunca antes habían concentrado tanta solemnidad bélica en un solo hombre. Los
perros azuzan colmillos apocalípticos, el radar emite ondas de miedo
silencioso, los generales hablan en claves de secreto impersonal. Muchos relojes,
al unísono, devoran la distancia del tiempo.
“Contaremos hasta tres,
Mexicano”, avisan los rugientes bandos militares.
“¡Uno!”. Los mariachis se
engarzan en un frío de espasmos, el Mexicano acaricia su ametralladora, la
soledad rezuma angustias líquidas.
“¡Dos!”. Los charros sangran voces de una oración eterna,
padrenuestroquestasenloscielos. El Mexicano oye músicas, trompetas, corridos,
mira águilas aztecas, saluda a Javier Solís, abraza a Pedro Infante, respira
olor de plaza Garibaldi. La muerte deambula en invisibles vorágines.
“¡Tres!”. Los mariachis ahogan un último gesto de vidrio, mientras el Mexicano grita en tono de falsete: "¡Si me han de matar mañana, que me maten de una..."
“¡Tres!”. Los mariachis ahogan un último gesto de vidrio, mientras el Mexicano grita en tono de falsete: "¡Si me han de matar mañana, que me maten de una..."
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