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domingo, 8 de diciembre de 2019

GUERNICA FONDO BLANCO

 El Bar Restaurant Guernica está ubicado en el corazón del barrio La Candelaria, o mejor dicho, en el hígado de los asiduos clientes, o con mayor propiedad, en medio de las tardes embarazadas de hastío, y sus botellas forman hileras de risa en los estantes junto a una colección de yesqueros que enciende volcanes de palabras, y sus mesas de tres patas —a la altura de diez whiskys y cien millones de sueños— parecen gatos erróneos que buscamos para justificar la exacta verdad de los absurdos, y los mesoneros confunden sus corbatas de pingüino con el frío polar de las cervezas, y los camarones duermen sus iras dentro de una salsa de ajos que los previene contra el mal aliento de la muerte, y las zarzuelas de mariscos poseen tanto color que saben a girasoles de Van Gogh y a amarillos de luciérnaga, y yo pido un Old Parr sobre las rocas de un iceberg tropical y tú pides un Martini seco para ver si rompes la docena récord de Ava Gardner
, y ambos descubrimos que el billetero ciego cuenta sus mariposas de números como si fuera un Borges del azar, y descubrimos también que el humo de los cigarros es aleph que encierra viajes hacia el mismo centro de lo que dejamos de vivir, y tú recuerdas que nos conocimos en la Universidad (—Universalidad—, corrijo) de nuestra juventud, precisamente en la época cuando los rasgos sexuales secundarios nos hacían más estridentes los voraces apetitos primarios, y yo contesto con otra memoria etílica que no tiene relación con lo que planteas, porque el alcohol nos extingue las neuronas pero nos revive los huecos del pasado, y evoco así que habité en una casa pintada por grises de tranvía cada media hora y que me disfracé de Tamakún con un brillante falso en mitad de un turbante masturbante, y que me desleí leyendo Dos noches de placer, y que tomé —a lo largo de años ácidos— montañas de peces convertidas en aceite de bacalao, y tú pasas por encima del césped de mis tormentos infantiles y hablas de los veinte abriles de tu matrimonio que se te han ido en “un abril y cerrar de piernas”, y lloras con diluvios nostálgicos por otra vida distinta que no pudiste conocer, otra vida donde las cacerolas no fueran el premio a la imaginación incumplida, pero disimulas las lágrimas y te escondes tras una fortaleza de queso manchego rebanado por la guillotina de tus dientes, unos dientes que lograste manchar acuciosamente durante milenios de cigarrillos y que ahora ostentas como insectos prestados por el tiempo, y de repente te reanimas aderezando una luna de sonrisas con los signos de admiración de las angulas, y rememoras tu pueblo de siete años —porque, sabes, los pueblos nacen y perecen con uno mismo—, y añoras el vestido de organdí que copiaste de un libro encantado de princesas y aquel barco llamado El Europeo que nunca llegó más allá del azul de tus ilusiones, y mi padre —prosigues— tenía tres mujeres en la misma calle: mamá y las otras, pero ellas jamás discutieron a quién pertenecía todo el viejo, quizás ante el terror de que le quedaran a una sola sus pedos de corneta marcial, sus urgentes orines en el preciso momento de acabar, su frustrada vocación de cantante de ópera; y mientras continúas el cuento de tu presente pueblo de cuarenta años, la vodka Stolichnaya repasa (beoda, por supuesto) sus andanzas en las estepas rusas, la escocesa botella de Swing baila enamorada de un gaitero que no es homosexual, la sambuca romana pide a chillidos un negro trocado en fálicos granos de café, la menta verde menta sus ancestros a la blanca porque ésta sostiene que la virginidad es su divisa, el tequila canta que sigue siendo el rey pese a los pesos devaluados, el vino de Borgoña le hace señas a la tinta de unos calamares porque quiere escribir los versos más alegres esta noche, y el Bar íntegro se lanza como un cohete sideral hacia la conquista de galaxias de neón, batiendo sus alas  fijas y sus puertas giratorias, y tú en la carrera no percibes que el poeta Viernes se ha adueñado del tablero de descontroles y patenta allí sus próximos suicidios, me dispararé un tiro en el Talón de Aquiles para morir con absoluta debilidad, me envenenaré con orquídeas malignas para que mis deudos adviertan en el periódico: “Se ruega no enviar flores”, me cortaré los testículos para no oponer cojonudas valentías a la muerte, me sacaré los ojos para partir sin ningún miramiento, me asfixiaré dentro de un desván para conservar en naftalina los recuerdos intactos de este (in)mundo, venderé mi cerebro en subasta pública para fallecer de inmediatas inconsciencias, pero nadie hace caso al poeta de alcoholes totales porque nunca ha cumplido ni la sola promesa de la poesía.                                                           
  El Guernica aterriza en ese instante en el cuadro de Picasso (o viceversa), y el lienzo derrama sus personajes muertos por el territorio vivo del salón, y sentimos debajo de la mesa una estela de lamentos que se deshace en claroscuros, del mostrador emerge un caballo que corre y se enreda en un circo de conceptos equilibristas, observamos un toro pálido que muge a través de los párpados de la historia y unos dedos aferrándose a nubes enclaustradas, vuelan dos lámparas que se alumbran mutuamente en prueba de lealtad, se dibuja al fondo una ventana cuadrada de pretéritos, y de improviso —como acotarían los autores Caignet de las radionovelas rosa— se presenta la firma de Picasso y saluda “buenas noches”, “quiubo”, “qué hay”, y solicita todas las facturas para firmarlas y que le den lo vuelto, o sea, cien millones de dólares actuales, en billetes consantes y tonantes, digo conantes y sopantes, es decir, contantes y sonantes, pero Luis el cajero español que en su puta vida de peninsular ha sabido quién es Pablo el pintor que en su puta vida de maestro ha sabido quién es Luis el cajero, argumenta que los billetes no suenan y que en la cash register sólo quedan unos pocos medios para llamar por teléfono, medios de comunicación como él los califica, y la firma de Picasso se arrecha, se torna minúscula y se escapa hacia adentro por los poros de los presentes. El anciano que pregona un iracundo silencio frente al banquillo del mesón, quizás acusado de matar el tiempo, es el primero en sentir los efectos y se levanta presuroso porque una paloma picassiana —enorme y mensajera— le picotea en la mera flacidez de sus desdichas, y ya en el baño constata que su colgante caverna se le ha transformado en animal nervioso, en urgencia antigua que ansía cruzar otra vez los recónditos cielos de una muchacha terrenal, pero cuando regresa para hacer demostraciones en vivo y en directo con las chicas, comprende que todo ha sido culpa del delírium ambiente y del trémens cuadro, y reclama un trago doble para abreviar cualquier entendimiento. El parroquiano de al lado, sin entender porqué causa, obsequia un bull-shot al toro transparente, y los dos empiezan a hablar en soliloquio de la fiesta brava, de calores certeros de cornadas y cornudos, y a grito pleno se convierte el recinto en redondel: ¡Olé por nosotros! ¡Olé por ellas, aunque sean colectivas!, y el barman —que conoce hasta la saciedad los expeditos expedientes de los borrachos— saca una espada en forma de brandy puntiagudo y mata la voz del cliente mientras los del público con lógica reacción cargan en hombros a la extinta y la echan al olvido. La barra, esa larguísima hilera de codos sin esperanza, culmina en la terca inquietud del gin tonic que cada diez segundos juega un ping-pong de acuosidades con la boca de Marlene, quien no es parte del óleo de Picasso debido a que sus ruinas son posteriores y anteroposteriores, pero que merecería estar incluida ahí por su fervorosa voluntad de víctima; ¡Marlene!, no importa, ¡Marlene!, no te despreocupes, porque a tales horas de este periplo resulta igual ser menina o femenina, catada o recatada, actriz o meretriz; y ella se queda mirando el techo del pasado, un techo de bicicletas despavoridas  y de rulos enredados en el incendio de la cabellera, y se acuerda de su amor a primera vista y de su primera vista de amor, ¿me quiere?, ¿no me quiere?, ¿me quiere?, y el corazón de niña se le aloja en el Monte de Venus y le brotan decenas de ríos que le colman los pulmones de suspiros cálidos, olorosos a frutos vaginales, y en la ventana del cuadro se ve corriendo a través de un planeta de chocolate y de deseos, acompañada por un primo lejano de pene cercano, y ambos se quitan las camisas y los prejuicios, los calzones, los temores, y vuelven trizas el mandamiento de no fornicar y se relamen —uno por uno— todos los besos que antes imaginaron darse, y juran con pacto de sangre virginal: “Nos amaremos hasta que la muerte nos separe”, pero el primo alega luego que él no había dicho muerte sino suerte y se marcha a probar fortuna con la cábala de nuevas hembras, y Marlene para vengarse decide alquilar su cuerpo al mejor impostor de cada noche, y al fin no sabe si eso en realidad le ocurrió o si su marido la está esperando para demostrarle la rutinaria senectud de su potencia, y con el objeto de dilucidarlo ordena la ginebra del estribo, ésa que precisamente la obliga a perderlos, y alzando el vaso brinda —a voz y arrugas en cuello— por todos los hombres que habrá de desconocer.
 El Bar se desprende íntegro hacia otra instancia de lo imprevisible porque el poeta Viernes, erguido sobre la mesa número seis, anuncia la llegada del Apocalipsis, señoras, señores, maricos, abogados, ahogados, políticos, apolíticos, les informo que la última gota de petróleo acaba de brotar por el único gozo que nos quedaba y he sido designado como Presidente del desastre para gobernar mediante decretos indiscretos, artículo primero que nadie se me achicopale, artículo segundo que cada quien se ponga su máscara del día más feliz que recuerde, artículo tercero que tapemos nuestras angustias con el escudo nacional, artículo cuarto al cien que tomemos la situación con whisky on the rocks y mucha impaciencia, gracias, y tú empiezas nuevamente a llorar ante un bistec encebollado, confundiendo tu odio a la cebolla con las delicias del mundo, y crees preocupada que te está saliendo un cáncer en el carácter o un insomnio en el olvido y yo para consolarte prefiero referirte el cuento del hada que lloraba alegrías, un hada que vivía en un país en vías de subdesarrollo, y que mientras más la torturaban los economistas del gabinete más reía, y su risa provocaba tumultos de hilaridad, rebeliones de irrisión, horcas carcajeantes, y los ceñudos mandatarios no comprendían el fenómeno y resolvieron que sólo se le diese pan y agua, pero mayor fue el problema, pues engordaba con la hambruna, la obesidad le colgaba como jardines de cerdos, sus brazos eran tocinos embutidos, y entonces decidieron cortarle la cabeza sin prever que otras muchas le crecerían en su defecto, con lenguas de oso come-hormigas y dientes cepillados con flúor fluoristat, y los ministros se frotaban el sudor de la lámpara de sus calvicies sin una idea que solucionara el asunto, y alguien sugirió llamar a los marines y no habían acabado de telefonear cuando ya estaban los portaaviones frente a las costas escupiendo misiles y helicópteros, y el hada que se sentía cansada de tanto ajetreo cerró los ojos y desapareció a la república entera  con una borrasca de desmemoria, y sus habitantes se despertaron cien años antes como si lo ocurrido fuese a acontecer cien años después, y el hada, para esperar dichos sucesos, montó un establecimiento (o establishment) denominado Guernica donde hoy aguardamos el porvenir y tú no crees ni una palabra, ni una parábola de lo que he contado y te endulzas la inteligencia con una manzana en almíbar, “huumm, deliciosa”, y me la das a probar para que la biblia del paraíso se repita en nuestro infierno, pero yo como la noche es joven todavía no deseo adelantarme y pido otro sin par Old Parr para que el viejo Parra, con su barba alquímica y sus locuras de monje onanista, me conduzca a través de los espejos de la botella, y no me equivoco porque el patriarca se encuentra junto a mí, aleccionándome, este primer espejo —expresa—, refleja la imagen de lo que te dio miedo ser: audaz, ignorante, violador de doncellas, macho de diez orgasmos y diez mil mujeres; el segundo, capta tus preclaras envidias: escritor de novelas ininteligibles, premio mundial de huevonías interesantes, miembro del Pen(e) Club; el tercer speculum muestra el desiderátum del ultimátum: la muerte lenta de lo que sencillamente eres: un artesano de las pobres letras, un copista, un plagiario, un etílico ético, y en el cuarto espejo no te ves porque ése estampa a los demás como realmente son —y cómo son, pregunto—,pero el viejo enmudece y me remite a los rostros circundantes: una nariz del tamaño del oxígeno que acapara, unos bigotes que huyeron de la tumba de Jorge Negrete, unas marcas en la piel que bien quisiera para sí el terrible Mister Hyde, unas mejillas engalanadas con harina de polvera, rostros que han venido al Bar a pasear su descontento y a olvidarse —durante las manecillas de las copas— que deben trabajar de sol a tarde y augurar “buenos días” en los malos ratos y atragantarse con los paupérrimos chistes del jefe millonario; rostros y cuerpos, en suma,de una normalidad que solivianta, y por eso juego en soledad a intercambiarlos caracteres: la dama del lunar sexagenario fuma un tabaco de humus sapiens, el hombre del habano decora sus incisivos con una caries en triángulo de verruga, la morena de melones escondidos tras los senos descuelga unas piernas futbolísticas, el mozalbete con franela del Real Madrid atesora balones dentro de las rayas de su pecho, el vendedor de lotería muestra una cifra terminada en los dos círculos de tus pupilas, y tus pupilas son dos oquedades ciegas, dos ceros sinceros que se rifan la supervivencia, “otra ronda, por favor”.
Mi lengua es ya un ilustrado Larousse de incoherencias, una Enciclopedia Británica que erró los peldaños del alfabeto, un carromato sin alcabala entre la mente y los vocablos, y por eso soy capaz de confundir mentiras, improperios, alabanzas: ¡Doctor Ganímez!, usted siempre haciendo gala de su excelente reputación (porque se halla acompañado de tres hermosos pares de bustos), ¡Poeta!, recíteme un soneto de su cosecha de 1974, ¡Señora!, no la veía desde su último mando, ¡Homosexuales! (por detrás), contad con la muerte (por delante) aún siendo indiferentes (por detrás), y tú ruegas que me calle mientras saboreas una ración final de jamón serrano con pimientos asados, y yo siento que el viaje está presto a culminar y que la existencia —afuera— me llama con sus gritos de “bendición, papá” y sus sábanas hogareñas perfectamente aplanchadas, y sé que mañana cuando me despierte con el dolor de cabeza montado en el sube y baja de una resaca descomunal, no me acordaré de nada, será sábado, o sea, es sábado, y digo “mi amor”, dame una cerveza bien helada y un jugo de familia y un abrazo hecho en casa, y vamos al parque a confirmar que las amapolas son abstemias y que los tigres del zoológico están enfermos de tanto asustar en vano, y yo después me disfrazaré de domingo y de algodón de azúcar, de lunes burocrático, de martes que ni me caso ni me embarco, de miércoles de mierda, de jueves de concierto en el Ateneo, siempre esperando el viernes del Guernica, un modesto Bar-Restaurant situado en mitad del hígado y en el mismo centro de tu universo.



      

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