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viernes, 12 de noviembre de 2021

UNA VEZ QUISO SER GATO


Tenía treinta y ocho años y una sola vida. Quizás alguna vez quiso ser gato para arañar siete o  más  existencias, para maullar  a  las  salamandras, para  saltar y revolcarse con la felina ansiedad de sus antepasados. Quizás  también quiso ser gato negro, relumbroso, tierno en ocasiones, para observar con ojos calmos este desastre de  mundo. No es raro tampoco que quisiera  convertirse  en  gato para simplemente vivir como un gato y pensar como un gato.

No resulta caprichoso que alguna vez haya querido ser perro, a fin de hacer todas las cosas contrarias. Y meditándolo bien, podríamos aceptar que en una racha de debilidad haya pretendido mutarse en árbol, rama, cogollo, naturaleza fructífera. Todo cabe dentro de lo factible, aun la idea de ser cigarro, tinta o mariposa.

Pero ahora tenía treinta y ocho años y esa sola vida apenas. Ya no podía transmutarse en la morosa mirada de los gatos, ni en la haragana molicie de las sillas (tampoco lo deseaba). Debía conformarse con la simetría de las mismas escaleras, el desgaste de las palabras y de  las hembras conocidas.

Su existencia era el vacuo calco de otros dramas representados de antemano; y aquella esperanza de animal siete vidas, de mariposa incandescente, de perro orgiástico, había cedido paso a un tiempo sin imaginación. Durante una crisis decidió rebeliones, vistiéndose de asesino, vagabundo, poeta, pero nada dio resultado. En el desarrollo de dichas actividades (válidas para otros) él sólo repetía situaciones copiadas de las novelas, y poco a poco tuvo que volver a su inicial figura. Los demás (y esto parece lo más grave) nunca se percataron de cambio alguno.

Para ser fieles a la verdad, debemos registrar otro intento fallido. Como creía en la grandeza de los actos insignificantes, alentó la ilusión de perfeccionarlos, y así cronometró las horas, prefijó la intensidad de los vocablos y las risas, pero ni aun de este modo pudo convencer a nadie.

Después de tantos años de no-gato, no-perro, no-tinta y no-poeta, se vio obligado a plasmarse en esas proposiciones negativas. Y a tal ejercicio se dedicó, aunque sin pizca de emociones. Lo más difícil fue mantener el nivel de equilibrada insatisfacción: nada de triunfos, nada de fracasos (efectuaba solamente la justa conducta para que una acción se materializase). Una  tarde alguien lo oyó replicar: “Defiendo mi derecho a la mediocridad, carajo”. Sin embargo, ni siquiera el “carajo” se salió de la sordina. Un compañero  afirma que jamás  pronunció un adjetivo, pero sus más allegados aseveran que sí lo hizo en tres oportunidades.  No se sabe con certidumbre cómo empezó su animoso afán por la muerte. Una inexacta versión (siempre las versiones son inexactas y subjetivas) establece que al igual que en los cuentos de Borges, un curioso libro llegó por error a sus manos. Quienes crean en las casualidades mantendrán la tesis del caótico azar, y algunos sostenemos que no podía ocurrir de manera distinta. Lo cierto es que aquel descuadernado y casi insalvable ejemplar firmado por Frommer y Slaudel (Tratado sobre el suicidio. Viena, 1924) se transformó, desde la primera línea y la primera reflexión, en su obsesivo asunto diario.

 Reunió, en récord de pesquisas, casi todas las obras acerca del tema, superando al norteamericano Campbell, autor del Diccionario de Suicidios y Suicidas. Y tal vez ningún investigador, salvo Del Mónaco e Inberman, que recogen experiencias al respecto, se adentró tanto en el alma innata del suicida. Por eso, remedó el frío delicado de un deceso a lo Van Gogh, se acercó al abismo reiterado de los venenos, habitó el sueño inerte de los somníferos, la placidez de una sangre que se escurre, el vértigo desde puentes y azoteas. Existía sólo para el instinto del no ser, se contemplaba en espejos invertidos como una forma de solipsismo al revés; y su mirada cobró una luz de eclosión final que era, según un poema que se le atribuye, “la despedida acerba de un penitente acostumbrado a todos los soles”. Además, comenzó a observarse desde afuera, a juzgar sus procederes desde un punto donde nubarrones fornidos borraban la otra personalidad, y en consecuencia aprendió a desaprender los límites entre los yo-tú-él. Más tarde sabría que ésa era la etapa previa para conseguir lo que nadie antes había logrado.

Ni él mismo pudo explicarse después por qué el desteñido retrato de Chejov, que engalanaba las soledades de su habitación, le trajo la singular idea de inventar un suicidio original. Pasó semanas enteras ante la camisa como de barco de papel, y el traje negro y la corbata negra y los pequeñitos ojos negros, y quizás llegó a tutearlo: “Viejo Antón, querido amigo, dame las claves”. Inició su tarea desechando a los suicidas ruidosos, a los de la página roja de la prensa, a los “no culpen a nadie que esta decisión ha sido únicamente mía”, y a los suicidas húngaros que son los campeones de las estadísticas. No fue, de modo alguno, un trabajo fácil.

La invención de un suicidio exige, como cualquier invento, un sensible período de análisis. Y en este caso lo temporal cobraba mayor importancia, puesto que se trataba de destinar un largo lapso para conseguir la destrucción de la vida en tiempo breve (“una paradoja más de Mr. Pond”, coligió nuestro personaje). Puede entenderse sin el bombillo creador de Tomás Alva Edison que el gran problema residía en hallar el medio novedoso. Por ese motivo, proscribió de entrada los revólveres, las pistolas y los cañones; rechazó las armas blancas, plateadas o negras; dio al traste con píldoras y tabletas; eliminó los saltos al vacío, las bombas y los explosivos. Y, fundamentalmente, omitió el uso del gas y de las sogas.

Hay pruebas de que ideó catorce tipos diferentes de mecanismos letales, pero al estudiarlos con cuidado comprendió que ellos sólo eran ingeniosas variantes de los métodos tradicionales. Si un coleccionista hubiese penetrado en aquella enredina de casa, sin duda se habría maravillado con la pistola que escupía puñales, y con la diminuta guillotina de bolsillo, y con los girasoles que explotaban al solo contacto de la vista. La fabricación en serie de tales inventos pudo depararle el poder y la fama, pero él despreciaba toda esa irrisoria inmediatez. “Probar la efectividad de un suicidio nuevo es la más correcta de las subjetividades, y la confirmación de que en la muerte provocada reside el principio rector de la libertad individual”, anotó al margen de la obra de Barnix (Trece suicidas famélicos. Edit. Planetarium, Buenos Aires).

 Una tarde rociada de lluvia y de nostalgia se le ocurrió adoptar una ruta que prescindiese de los objetos tangibles. Y a partir de allí, efectuó una búsqueda pausada y recelosa. Tendría que ser una muerte natural pero preconcebida, una culminación que entrañara una síntesis, una meta conclusiva sin asomo de violencia. Durante muchos meses, el viejo Chejov lo miró incrédulo, el póster de Jimi Hendrix se abstuvo de comentarios, y un Copérnico en aguafuerte le planteó silencios de duda. Es imposible calcular cuántos cigarrillos y sobresaltos gastó en su labor, aunque los documentos aseguran que no dilapidó ni una frase ni un gesto innecesarios y que su global voluntad fue utilizada para discernir la incógnita. Y el día seis o siete de octubre (los números son ilegibles) se despertó con aureola de triunfo y sabores de triunfo, y saludó sin rencor a Antón, a Nicolás y a Jimi, y expresó: “Amigos, amados maestros, felicítenme”.

 Su alegría no era ilegítima. Estaba a escasos palmos de la mortalidad o de la inmortalidad (eso depende del ángulo en que nos situemos) y sonrió al imaginar la reacción que tendrían los tratadistas cuando se enteraran de un suicidio “naturista”, “antiobjetal”, “antisistema”, que apartándose de las fórmulas usuales se basaba solamente en el olvido. El procedimiento no involucraba dificultades: recordaría sus óptimos momentos, sus instantes lumínicos, sus goces trascendentes; evocaría, de igual manera, sus enconos perennes, sus odios viscerales, sus funestas venganzas, para olvidarlo todo y al minuto.

Compró martillo, madera y clavos para tapiar puertas y ventanas. Se deshizo de sus pertenencias (él lo denominó despojamiento) y se acostó, desnudo, con la finalidad de iniciar el proceso de muerte. Súbitamente, la vio a lo lejos. Traía entreabierta su blusa de esplendores y lo reclamaba con gritos dulces. Caminó a su encuentro, con sustos en el pecho, y después se encontró besándola (aunque tal vez mediaron otras escenas). Pudo oír sus venas en ajetreo, su progresivo enternecimiento, su escalada de voluptuosidades. Penetró la cavidad de aquel cuerpo, y ya en reposo hablaron de los astros. En soledad posterior fumó a lo Humphrey Bogart, miró de reojo como Jean Gabin y dijo adiós a las noches adolescentes. Se llamaba Verónica y tenía dieciséis años. En unos segundos apenas, acuchilló de desmemoria ese testarudo recuerdo.

Se halló en la reunión de la Juventud Comunista. El camarada Miguel insistía en las órdenes de lucha, inocente al cerco de una clara delación. “Ríndanse, ñángaras hijos de puta”. El miedo se empinó en las bocas de los fusiles. Todos corrieron con esperanza de vida, pero la pierna rígida de Miguel fue incapaz de acompañarlos. Los otros dejaron en rezago su semblante de “espérenme”, de “no me abandonen”. Resultó duro borrar esa imagen, pero era absolutamente necesario.

 No entendió, con definida conciencia, por qué escogió aquella playa de gaviotas ofuscadas. Cada prisma de arena contenía la luz universal, y más allá las goletas llevaban de paseo el horizonte. De un costado, contempló los activos ocres de la montaña y una enaltecida muralla de chaguaramos. Sintió el deseo de quedarse en el lugar, pero pronto se metió en la sal líquida e inmensa. No recordó más, mejor así.

Una música evidenció proximidades. Los Beatles cantaban el clásico Let it be, y Barbra Streisand provocaba agitación con su semblante de reina persa. Roberta Flack engendró gargantas nuevas para el jazz, mientras Ella Fitzgerald se le unía en corpulencia de notas melancólicas. Ray Charles lo invitó a sentarse para tocar a cuatro manos la tromba de un soul, y Santana irrumpió con las sacudidas de su guitarra. Lo sorprendieron Manzanero, Los Panchos y Olga Guillot improvisando cadencias de desengaño. Cuando La Lupe entonaba una canción de cariños dispersos, tuvo que matarlos a todos, no sin dolor, con una ráfaga de tierno olvido.

La mujer, vestida de novia, pronunció un débil “sí” para formalizar el pacto. “Es para siempre”, estableció la biblia del sacerdote, y una turbulencia de abrazos los arropó de buenos augurios. Pero al fin la dejó marchar con sus ojeras resentidas y su lastre de artefactos inútiles. Apretó los ojos para desaparecerla descaradamente.

Sandokán, el Tigre de la Malasia, se subió al palo mayor de su barco cerrero y pidió a Yáñez que advirtiera la senda de los alisios; Julián Sorel pensaba, con ceño magnífico, en futuras glorias rojinegras; estaban también Papá Goriot y Eugenia Grandet; y cómo no haber invitado al taciturno Príncipe Mishkin y a su Anastasia Filippovna; Mackandal y Víctor Hugues se animaron con la llegada del Marqués de Mascarilla y el leal Jodelet; y luego se agregaron Macbeth, Coriolano, La Maga y los Buendía. Otro hubiese llorado, pero él no poseyó el suficiente valor para enfrentarse a las lágrimas. Prefirió, en cambio, incendiar de vacío la presencia de esos compañeros de viaje.

 No titubeó cuando se aparecieron juntas. De algunas ya no recordaba los nombres, aunque sí sus noches. Agarró a la primera de la mano (aunque pudo ser la última) y la obligó a desvestirse. Dicen que la saboreó con su lengua, dicen que se erizó de quejidos. Y quizás se sintió gato, negro, relumbroso...

 

 














































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