SOLO PARA ADULTOS DESCARRIADOS
Llegué al aeropuerto de Saint P. una noche torrencial, luego de haber cruzado el océano en un avión que parecía a punto de disipar sus alas. Aunque soy ateo, durante el viaje me persigné con religiosa coherencia, pues figuraba que la muerte tenía los lazos dispuestos para envolverme. Mi compañero de butaca, un viejo cínico vendedor de seguros, aprovechó la oportunidad y me obligó a firmar la póliza dorada de su compañía norteamericana. Para celebrarlo, nos tomamos tres botellas de Dry Sack que surtieron el efecto de la anestesia.
Al pisar tierra, el gringo propuso que siguiésemos la diversión, “Saint
P. es único, yo le enseñaré el mejor burdel que jamás haya conocido”. Agradecí
su deferencia con unas palmaditas de cortesía y lo abandoné en sus trámites de
aduana; pero el hombre, deseoso por fungir de guía especial, me extendió una
tarjeta donde su nombre coronaba varios números telefónicos, “¡Llámeme, amigo,
llámeme, no se arrepentirá!”.
El agente de Boulin Limited, empresa de perforación a la cual presto mis
servicios como asesor free lance, aguardaba en el aeropuerto. Desde que lo vi,
con aquel impermeable de pequeño monstruo cansado, me di cuenta de su abulia
genética. Sin poder evadirlo, le estreché la mano; y él, en acto formal,
desprendió de la boca un saludo imperfecto: “Terry, para servirle”.
Nos montamos en el jeep, y Terry me especificó las labores que debía
realizar. Yo apenas lo escuchaba porque estaba más pendiente de la salvaje
exuberancia isleña: árboles con monos saltimbanquis, mariposas peludas, casas
sobre las aguas, palmeras de ojivas grandiosas, y un río dócil que después
cobraba inmensidades de lago. Saqué mi cámara para fotografiar la sorpresa,
pero Terry me advirtió que los aborígenes estimaban ese aparato como una
intromisión en sus vidas. ¡Malheureusement!
Una autopista nos condujo a la zona para extranjeros. El mismo ámbito
aunque adornado de edificios. Pasamos por la ruta de los hoteles y yo, ingenuo
siempre, creí que me alojaría en la suite presidencial del Hilton. Sin embargo,
Terry siguió de largo, a través de un mapa de baches, hasta que llegamos al
galpón de la empresa. El agente, a fin de bloquear mis eventuales protestas,
descendió las maletas y dijo: “Tiene aire acondicionado, hornillas y un baño
personal. Después hablaremos”.
Fumé y leí sin atreverme a los paseos nocturnos que hacen proclive la
somnolencia, y coloqué el revólver muy cerca de la almohada. Al día siguiente,
los grillos me despertaron con un timbre de zarzuela ecológica.
Hablar con Terry, dentro de su despacho oloroso a murciélagos, engendró
una tortura que nada más se justificaba por mis honorarios en francos suizos.
El agente repetía las instrucciones como si yo fuese un idiota con quepis de
ingeniero y, para colmo, me invitó a cenar, “Odette prepara un pollo
inolvidable”. Me opuse fervientemente, pero Terry se hizo el desentendido. “Lo
esperamos a las ocho y media. En traje casual, por supuesto”.
Durante la jornada de inspección, busqué pretextos para no acudir a la
cita. Imaginaba el hastío de una velada en familia, llena de álbumes y
recurrencias. A última hora decidí vestirme. Camisa sport y pantalones de
campamento. El taxi subió por montañas volcánicas, dejando atrás la selva, y
luego enfiló sus ruidos hacia un valle de arbustos. El contraste me pareció
plagio de las novelas de Rudyard Kipling, pero por infortunio no podía
discutirlo con el taxista. Un grupo de bungalows, embanderado de luces, nos
indicó la meta.
Troné la campana y Terry cruzó el camino de gramíneas para recibirme. Su
“hola” tuvo esta vez un aliento de simpatía y de vodka, “Bienvenido, todos nos
encontramos ansiosos”. Dos niños, Gilbert y Anne, casi ocultos por las pecas,
me concedieron una sonrisa de sexto grado. “¿Desea whisky, martini o licor
autóctono?”, preguntó Terry en vías del deshielo. Mientras mi estómago decidía
la mejor posibilidad, revisé el orden circundante: mobiliario europeo con un
toque exótico de pieles de leopardo y colmillos de jabalí. Afiches de Miró al
lado de un Renoir que creí auténtico. “¿Es verdadero?”, interrogué sin mayor
afición, y tampoco oí la respuesta porque el dueño de casa ya mezclaba
alcoholes en un largo cilindro de bambú, “¡Sé que le gustará, monsieur!”.
Odette emergió del humo de la cocina, excusándose
por la tardanza, y su aparición me trastornó. Era una especie de reina mítica
con tacones modernos. La blusa ceñida le engrandecía los senos, y la falda —de
suave textura— daba razón de sus bellezas inescrutables. “Me place mucho que
esté aquí”, exclamó en medio de una educación inglesa, y posó el cuerpo sobre
el diván. Hallé la conciencia necesaria para sostener el vaso que me ofrecía
Terry, y volví al influjo de Odette. Mi otro yo no cesaba de preguntarse
lugares comunes: ¿qué hace una mujer así en un mundo perdido? ¿Qué la une al
imbécil de Terry? ¿Cómo realizarán el prodigio del amor? Las cultísimas
intervenciones de Odette aumentaron mi admiración. Respaldaba su diploma en
Filosofía con certeras opiniones acerca de cosas nimias, y citaba sin
petulancia a Blake y a Baudelaire. También escribía poemas (“Sólo en tiempos de
drama, mon ami”) y tocaba el piano para alegrar el aislamiento. Los niños
atendían a su voz como alumnos del Siglo de Oro; Terry, mudo y sordo, limpiaba
las copas de vino.
El pollo en hojaldre resultó triunfal. Ni salobre ni insípido y justo de
cocción, lo que permitió a Odette agregar historias sobre el arte culinario y
las recetas de un monje budista. Mis ojos la absorbían en un pecado a
distancia, fieles al juramento de no inmiscuirse con hembra ajena.
La rutina encabalgó los días. Iba del cuarto a la franja de exploración,
igual que un mulo trágico, y me aprendí de memoria las películas del cine
Thompson. Los hoteles lujosos, en cuyos salones multipliqué tedios, lograron
producirme una náusea refleja. Leí la Biblia que encerraba la mesa de noche y
fumé cigarrillos escapistas hasta el borde de las madrugadas. Solamente mi
ánimo se erguía cuando Terry me invitaba a sus ágapes. Entonces deseaba que no
terminasen, para compartir los atractivos de una Odette lenífica y sagaz.
En el moho de papeles olvidados, encontré la tarjeta de presentación del
vendedor de seguros. ¿Por qué no telefonearle? Necesitaba un huracán de sexo y
estropicios que me animaran el alma. Marqué los diversos números y, en todos,
la contestadora electrónica informó sobre la ausencia perpetua de Mr. Packard.
“¡Mala suerte!”, exclamé con la bilis al galope y tiré la tarjeta en el cesto.
Sin embargo, volví a recogerla ante unos signos caligráficos que estaban por
detrás: “Sowami, luxury and quality”. El buen Packard me enviaba su mensaje
desde el más allá.
No resistí las tentaciones y contraté un chofer para que me trasladase
al Sowami. Por fuera, el sitio no aparentaba mayor distinción, pues poseía
sucesivas capas de pintura lechal y un aviso esquelético. Entré con acopio de
sacrificios, pero enseguida mi dictamen varió: el esplendor era pasmoso, los
estilos se conjugaban en asombro armónico, y las mujeres exhibían la pendencia
de unos cuerpos que entusiasmaban al menos sátiro.
El maître me dio la carta de bebidas y la carta de chicas para que yo
escogiese. En esta última, aparecían las fotos desnudísimas de las majas del
Somawi. Cuatro paladeos de Campari fueron suficientes, y seleccioné a una negra
de ancas tan vivas que por poco reventaban el marco de la fotografía.
“Habitación Z, segundo pasillo a la derecha”, apuntó el burócrata seminal,
perdiéndose entre inclinaciones y ritos. Mis ojos descubrieron a la negra sobre
el boudoir. Mancha oscura y ardorosa dentro de un vestido fresco, zarpazo de
sensualidad, vicio con licencia para las osadías, apetito de lo inimaginable.
Frente a tales provocaciones, me le abalancé, pero ella —sin palabras— reclamó
calma.
Lentamente se quitó el sostén, y vi unos pechos enérgicos y alborotados
en disposición de guerra. Luego apartó la tela que le cubría el bajo musgo, y
pude admirar su revuelta de escorpiones. Después bailó, leve y cruel, suave y
generosa, con exorcismos que le desataban impulsos de serpiente. Cuando mis
calores traspasaban el límite, comenzó a despojarme de la ropa y a besarme con
tenue succión. Sus humedades reproducían la impudicia del tiempo, la lujuria
del mundo. No pude más y la volqué en la cama. Entonces cerró las piernas, para
que yo violentase el estrecho espacio de sus muslos, como si fuera un himen
real. Accedí al juego y me abombé de insuperables sangres: entrando, saliendo,
lacerando, castigando, deleitando.
La maja me arañaba la espalda en un contagio de explosiones, y ambos
emitíamos murmullos de lengua libre, de saliva gustosa. Nuestras profundidades
entablaron la lucha final, madreselva contra daga, médula contra fuste. Y
sobrevino la consagración, el hondo verdugo, la brasa derretida.
La mujer me otorgó una pupila de cansancio, y tras pagarle el doble de
la tarifa, salí del Sowami.
Reanudé mi trabajo con el agrado de quien siquiera tiene chispas de
felicidad. Pensé que le debía un instante honorífico a Packard, en medalla por
sus orientaciones, y fui al cementerio para la devoción de rigor. No ubiqué su
tumba, pero en otra tierra, ¿qué diferencia había?, coloqué mi libertina
gratitud floral. La Boulin Limited alargó el contrato por algunos meses, plazo
que sirvió para mudarme a una vivienda con patio propio y jardín al alcance de
los recuerdos, situada muy cerca de la urbanización donde moraba Terry. En
escasos diez minutos podía consumir el trecho que nos separaba, y despojarme
del casco para saludar a Odette. No obstante, refrené siempre mis motivos de
diálogo, pues creía en los sanos principios de la no intromisión.
El nuevo hábitat significó la cordura de los libros y la incordura del
Somawi, porque me sentí amo y califa de mis ocios, sin nadie que los turbase.
Al cabo de una jornada nefasta, volvía a la soledad, retomaba el párrafo de la
novela de cabecera (Maupassant o Miller), y leía hasta que el reloj señalaba el
momento de partir hacia el burdel. Nada más interrumpía costumbres cuando Terry
efectuaba reuniones familiares o amistosas, única forma de contacto “superior”
que yo aceptaba.
En el Sowami repasé las fotos —y los cuerpos— de las chicas que ofrecían
a la clientela, obedeciendo las exhortaciones del maître de ceremonias, “Lilly
es magnífica, Ivonne no lo defraudará, Carla alienta, Petruvska apacigua todos
los males...”. En verdad, no me interesaban sus nombres sino sus bálsamos y
desahogos, y aquellos refociles que ponían en práctica cada noche.
Experimenté con una morena, bendita por los diablos amatorios. La hembra,
de pubis rasurado, tampoco permitió que mi virilidad tomara las acciones. En la
alberca de la habitación, se enjabonó cada parte sensual e hizo lo mismo
conmigo, para que el agua mixta nos legase el zumo potente de sus cualidades.
De inmediato, me lubricó a fuerza de masajes: en la nuca, en las piernas, en
las axilas. Sin pausa, comenzó una diestra escaramuza: se sentaba sobre mi pene
y después lo evadía, se apartaba los labios vulvares y enseguida huía.
Correteos, desfallecimientos, frotes, martirios de glande. Por último, abrió su
roja mandrágora, y yo le metí una estocada de cien vibraciones. Todavía no
puedo precisar si se llamaba Indy o Suzanne.
Los colegas del campamento advirtieron que mis ojeras padecían de
sombras, “¿Le afecta el clima?, ¿no concilia los sueños?, ¿lo perturba algo?”,
y me recomendaban pastillas benéficas y ejercicios vitales. Cómo decirles que
nunca había sufrido una patología tan saludable, cómo narrarles a esos tercos
de la fidelidad que el microbio del Sowami curaba las íntegras molestias, cómo
enumerarles los actos y las posiciones, los besos y el derrame. Inútil. Por
aventajado estudiante de los enigmas del amor, las chicas me adoptaron con
simpática actitud para enseñarme sus bagajes: el coito “a trois”, el vuelo
desde el lecho, la introducción de pie, las artesanías anales, las variables
multilingües, los orgasmos incesantes, la doctrina del clítoris, y un sinfín de
especialidades que las convertían en reales estilistas del apareo. Gasté mis
ahorros y desgasté mis testículos, aunque obtuve el máximo diploma
prostitucional.
Cuando faltaba una semana para la terminación del trabajo, me abulté de
miedos. No quería irme de la isla, no quería enfrentar nuevamente la constancia
del errabundo. Propuse a Terry que difiriésemos mi partida, pero tampoco oyó:
“Le tenemos una reunión para despedirlo, el sábado a las nueve. Irán algunos
colegas. Traje oscuro, por supuesto”.
El bungalow encandilaba con sus faroles luminarios. La mesa alardeaba un
pavo de proporciones orgullosas. Champaña y vino, damas y maridos, empleados y
ejecutivos de la Boulin Limited. Además, el grupo de la Sociedad de Canasta y
Bacarat, a la que pertenecía Odette. Un protocolo de saludos me arrastró hacia
la botella de Chateau-Vieux, y conversé sobre filatelia y el calor del verano,
mientras Terry repetía chistes antiguos. No logré hablar con Odette a solas ni
escucharle sus nobles opiniones, porque las señoras cartasianas (¡ojalá hubiesen sido cartesianas!) la asediaban en
colectivo. A las once me hastié, “Gracias, muchas gracias, debo levantarme
temprano”.
No fui al Sowami. El arreglo de mis valijas merecía tiempo y era
preferible reservar el domingo para la fiesta total. Como quien entierra un
pedazo de existencia, acomodé libros y nostalgias dentro de las maletas. Dolor,
whisky y más whisky.
El maître casi lloró de desconsuelo al saber que abandonaba Saint P. (¿o
ya sabía?), y se esmeró en un obsequio de cocteles y sorpresas, “La chica no
aparece en las fotos, pero lo maravillará. Segunda habitación a la izquierda”.
La puerta estaba entornada. Una mujer, de espaldas, lucía la curvatura de sus
perfecciones. Me acerqué para absorber los olores que emanaba y ella volteó.
¡Odette, Odette!, grité entre dudas utópicas. “Sí, mon amour, soy Odette y te
aguardo. No me pidas explicaciones”. Nunca tendré suficiente olvido para borrar
sus piernas y sus abrazos, su íntima llama, su plenitud.
1 comentario:
Que maravillosa sorpresa! Una narración llena de sabiduría erótica y literaria!!
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