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domingo, 26 de septiembre de 2021

CORTE ARRASADA

 


El señor Presidente camina sobre las puntas de sus pantuflas para no alterar los blandos sueños de la Primera Dama. La abundosa noche anterior, pródiga en brindis y zumos gubernamentales, justifica un momento más de mullida evasión. El doctor Eliseo Goncourt, mientras repasa obligaciones de agenda, medita con nostalgia anticipada en que pronto terminará el mandato presidencial, y siente —junto a los fugitivos aires de noviembre— una cívica satisfacción por el deber cumplido que casi lo impele a improvisar un discurso histórico, “compatriotas dejo el honroso cargo con…”, pero inmediatamente se percata de que necesita rasurarse sin dilaciones porque su republicana investidura no acepta una faz tan ofensiva. En todos estos años palaciegos ha aprendido a moverse con prestancia cabal, y aun dentro de su recámara y a las nueve de la mañana actúa con cultísima etiqueta, pero el sobresalto del intercomunicador para muy secretos asuntos de Estado le impone un ¿qué vaina habrá sucedido?, y luego escucha la fornida voz del general ministro de la Defensa: “¡Apúrese, doctor, la guerrilla de Andrés Amaral tomó la Corte de Justicia!”.

El abogado Sabino Alcázar, máximo magistrado tribunalicio, cuando mira irrumpir al grupo violento en el despacho de las leyes, cree que las pupilas lo engañan con otra de sus tinieblas, aunque esta vez no requiere de la usual confirmación de los espejuelos porque la circunstancia resulta de perfecta obviedad: “¡No se mueva, es un operativo del Frente Nariño!”, y en reacción primaria quiere emprender un esclarecido alegato, que si respeten, que si la democracia, que si la digna y Suprema Corte, pero la imagen de su mujer, menuda y dócil, le amuralla el riesgo de las frases triviales, y entonces —con tintineo de miedos ocultos— suplica a sus dos secretarias lívidas que acaten sin histerismos la disciplina de la subversión.

El comandante Andrés, en medio de los guerrilleros, distribuye tareas tácticas, instaura zonas de peligro, determina flancos de conflicto, todavía con la vista engarzada en la ironía de la inscripción patriota que volvió a leer en el frontis del palacio: “Conciudadanos, las armas os han dado la independencia, las leyes os darán libertad”. En cada decisión refleja una calma consciente, minuciosa de albures, reguladora de escalofríos, como lo había previsto durante la hazaña teórica de los largos preparativos en la sierra sin luceros o en cuartos de antiparras sediciosas, al lado de su camarada Raquel, bullanguera para las rebeliones del amor y filosófica ante el encono de los conceptos, y por instantes se aleja en veloces brisas de memoria y la besa con asiduidad de despedida, y la acaricia con promesas, “Raquel, te juro que nos veremos de nuevo”. “¡Traigan a Sabino Alcázar para enterarlo de nuestras condiciones!”.

Algunos tanques cautos han ocupado ya las zonas aledañas a la Corte. Tropas ranger, trajeadas en mimesis de selva y lagartija, cierran la ruta del sur. A través de tensos binoculares, los adversarios se diagnostican con pasión de milímetros. Bulle una anarquía de curiosos detrás de la soldadesca, “¿qué pasa?, ¿qué pasa?”, los periodistas escriben gruesos garabatos en el bochinche de sus libretas; las cámaras televisivas captan, entre comerciales de gente y detergente, la panorámica de la insurgencia. “¿Estamos completos?”, pregunta Goncourt; Sí, doctor. El general ministro de la Defensa interviene sin preámbulos: “Ellos o nosotros, este sistema o la barbarie, propongo el asalto por sorpresa, ¡a la mierda los cobardes!”. El Presidente observa cómo el quepis tiembla al compás bélico de las palabras, “¡agradezco serenidad, caballeros!”, y se aleja en breve círculo de meditación, “diez meses para concluir mi período, ¿y cuántas muertes?, ¿cuánto honor?, ¿cuánto deshonor?, ¿o cuánto exilio, quizás?”. La mañana claudica en brotes de llovizna, los paraguas alborotan de negro el espacio acuoso.

Andrés Amaral, Goncourt y Sabino Alcázar piensan, al unísono, en elocuencias de otro tiempo y otros ámbitos: la universidad, los lugares donde dirimieron equidades de farra y de Derecho, manos que se alzaron propicias en rito de Omar Khayyam, vinos frenéticos y conversaciones de maldita poesía, “unidos y revueltos hasta el fin”, y en las madrugadas arrechándose por la miseria de los misérrimos, “sobre ruinas construiremos insensateces e inmutables bellezas, ¡Vallejo, te amamos!, ¡Emiliano Zapata, serás nuestro soberbio ardor!”, y los tres metiéndose en la agria hermosura de los lupanares y en la dialéctica verbal de las fábricas, “¡todos o ninguno!, somos una trilogía de alegres tigres, nojoda, el futuro nos reclama con fanfarrias de universo, pondremos a la historia boca abajo, cortaremos cabezas y altaneros principios, la política es guillotina de flores filosas, y aquí estamos los mosqueteros de pacto e impacto para hartarnos la moral del mundo, ¡vivan los poetas armados, carajo!”.

El comandante Andrés da un vistazo sucinto, “Colin et capitantProcedimiento civilLa quiebraLecciones de seguros, Mazeaud, Mattirollo”, y el verdor de los libros apilados se le confunde con los pastizales de su refugio subversivo, “cuídate mucho”, insiste Raquel detrás de un fusil y una melancolía, y él la despoja de los olivares del uniforme, con rotundo amor, con saña tierna, y palpa el fermento de sus muslos, y la traspasa en antagonismo de afectuosos combates. “¡Comandante, aquí le traemos al presidente de la Corte!”; “¡Sabino! hermano antiguo, gusto de verte aún en la discordia. Queremos que el gobierno reconozca su violación de la tregua, que divulgue nuestras consignas y nos suministre un jet sin ruta cierta”. Sabino Alcázar finge rabias externas: “Tigre tramposo”, “mosquetero traidor”, pero en lo hondo ya no le interesan las abstracciones de la amistad ni las premisas de la Constitución, sólo su vida, ese linde ahora sutil que puede transformarse en destino de lápida o en benigna y escrupulosa vejez.

El teléfono reverbera en mitad de la reunión presidencial; un amanuense lo levanta y transmite: “Es el magistrado Alcázar para informar sobre las peticiones de la guerrilla”. Extenso milenio de segundos, sordo limbo eterno. El presidente Goncourt revisa los rostros de rifle, las caras de carabina, las narices como máuseres, las cejas cual mechurrios tenaces, y resucita para sí la última vez que estuvo junto a sus compañeros de pasado, “fue en el aniversario de la Facultad, Andrés hablaba con educadas lejanías, sin sonreír, ya no éramos los mismos, dijo que viajaba siempre para asistir a congresos revolucionarios, un férvido socialista, y me detalló como si yo fuese el fantasma burgués que recorre América, y en eso llegó Sabino, elegante en su bonhomía y su terno azul, abogado con bufetes de empresas y prosperidades, ¿se murió alguien, tigres?, no, nadie, entonces alcemos las copas auspiciosas, por nosotros, por la camaradería feroz de los más feroces, Andrés la bebió incómodo y adujo compromisos de partido, adiós, hasta luego, y Sabino: ¿Qué le ocurre a éste?, no sé, será el comunismo que lo tiene enfermo de seriedad, y después nos enteramos de su opción de monte y violencias. Pero con Sabino sí permanecí en cercano contacto, ¿Sabino, deseas que logre tu designación como mandamás de la Corte?, Por supuesto, tigre, y así compartimos la frecuencia ceremonial de los eventos oficiales, y Sabino en privado me alentaba: Vas bien, mosquetero, hazle caso a tu sola conciencia…”. “¡Señor Presidente!, el doctor Sabino Alcázar continúa en línea aguardando su contestación”, “comuníquenle que yo no transijo con terroristas”.

Doce jueces rodean al magistrado máximo, sudores de cavilación, proezas de pretérito que se deslizan en filme individual, proyectos de existencia sin errores, Alcázar cuelga el teléfono y la parsimonia se le segmenta en improperios, “colegas, nos jodimos, Goncourt se niega a parlamentar”, nadie cree, debe haber una trágica equivocación, somos la Corte, la soberana judicatura, la majestad de la ley, ¡insiste, Alcázar, por favor!, y los guerrilleros los separan, “cada quien a su encierro, rápido, al suelo”. Metralla incisiva, sonido de aeroplanos, tanques en aproximación de orugas guerreras. Andrés retumba instrucciones: “Escúdense tras los muebles”, “refuercen la entrada principal”, “ahorren el parque”, y los cautivos esparcen lamentos, “virgen de la caridad, avemariapurísima”, y se apretujan en temblor de esqueletos, en fricción de frialdades.

El bombardeo vocifera fragorosas algarabías e incendia las alas superiores del edificio jurisprudente, pólvora en espiral, alaridos por doquier, disparos, ahogos, disparos, los vidrios estallan y ensangrientan, nula visión, las mujeres gimen iras delante de amigos ya cadáveres; Andrés se transforma en carrera ubicua, alertando, desbocando gatillos, disponiendo, “átense la dinamita alrededor del cuerpo”, “afinen punterías”, las activas fortalezas militares chocan contra los muros y despiden lenguaradas fúnebres, las tropas detonan sus inmensos pertrechos constitucionales, y adentro los gritos, “coño, mis hijos”, “no quiero morir”, “soy inocente”, más bombas, paredes en escombros, humeante vendaval, los rehenes vivos se confunden con los sin pulso, caen varios rebeldes, los demás foguean ametralladoras y cantan himnos ásperos,algunos soldados exhalan hilos de aliento magro, las ambulancias embrollan la atmósfera con sus sirenas, “Dios mío, Dios mío”, el ejército avanza en marcha de férrea conquista. “Ilustrísimo Presidente, le habla el Nuncio Apostólico, ofrezco mi mediación por sugerencia del Santo Padre”, “lo siento, monseñor, todo es irreversible”; tiroteo en cruz, balas que penetran a través de las puertas y huyen por la claridad de los boquetes, zozobra en lágrimas, irrefrenables congojas, “perdón”, “sálvenme”, los parlantes intiman capitulación: “¡Bajen con las manos en alto!”; los cables internacionales dan miles de vueltas en torno a la angustia del planeta: “Aló, Aló, monsieur le President de la Franceveut parler avec le docteur Goncourt”, “díganle que no estoy”. “Andrés, Andrés, se acabaron las municiones”, alerta un exhausto combatiente, “ondeen la bandera de la tregua”, implora Alcázar, pero el comandante brama arrogancias finales: “¡El Frente Nariño jamás se rinde, carajo!”. La letra legal crepita pánicos dentro de los códigos, la noche se aturde de incendios y mártires, la resistencia agoniza bríos fieles.

“Desde aquí, desde el propio sitio de los acontecimientos, Radio Caracol informa que la acción guerrillera ha sido dominada por el gobierno con el saldo de doscientas víctimas”. El doctor Goncourt se persigna, puta suerte, pobre Sabino Alcázar, pobres jueces: ¡Ministro de la Defensa!, “a sus órdenes, señor Presidente”, declare tres días de duelo nacional.

(1988)

 


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