El señor Presidente
camina sobre las puntas de sus pantuflas para no alterar los blandos
sueños de la Primera Dama. La abundosa noche anterior, pródiga en brindis y
zumos gubernamentales, justifica un momento más de mullida evasión. El doctor
Eliseo Goncourt, mientras repasa obligaciones de agenda, medita con nostalgia
anticipada en que pronto terminará el mandato presidencial, y siente —junto a
los fugitivos aires de noviembre— una cívica satisfacción por el deber cumplido
que casi lo impele a improvisar un discurso histórico, “compatriotas dejo el
honroso cargo con…”, pero inmediatamente se percata de que necesita rasurarse
sin dilaciones porque su republicana investidura no acepta una faz tan
ofensiva. En todos estos años palaciegos ha aprendido a moverse con prestancia
cabal, y aun dentro de su recámara y a las nueve de la mañana actúa con
cultísima etiqueta, pero el sobresalto del intercomunicador para muy secretos
asuntos de Estado le impone un ¿qué vaina habrá sucedido?, y luego escucha la
fornida voz del general ministro de la Defensa: “¡Apúrese, doctor, la guerrilla
de Andrés Amaral tomó la Corte de Justicia!”.
El abogado Sabino Alcázar, máximo magistrado tribunalicio, cuando mira irrumpir al grupo violento en el despacho de las leyes, cree que las pupilas lo engañan con otra de sus tinieblas, aunque esta vez no requiere de la usual confirmación de los espejuelos porque la circunstancia resulta de perfecta obviedad: “¡No se mueva, es un operativo del Frente Nariño!”, y en reacción primaria quiere emprender un esclarecido alegato, que si respeten, que si la democracia, que si la digna y Suprema Corte, pero la imagen de su mujer, menuda y dócil, le amuralla el riesgo de las frases triviales, y entonces —con tintineo de miedos ocultos— suplica a sus dos secretarias lívidas que acaten sin histerismos la disciplina de la subversión.
El comandante Andrés, en medio de los guerrilleros,
distribuye tareas tácticas, instaura zonas de peligro, determina flancos de
conflicto, todavía con la vista engarzada en la ironía de la inscripción
patriota que volvió a leer en el frontis del palacio: “Conciudadanos, las armas
os han dado la independencia, las leyes os darán libertad”. En cada decisión
refleja una calma consciente, minuciosa de albures, reguladora de escalofríos,
como lo había previsto durante la hazaña teórica de los largos preparativos en
la sierra sin luceros o en cuartos de antiparras sediciosas, al lado de su
camarada Raquel, bullanguera para las rebeliones del amor y filosófica ante el
encono de los conceptos, y por instantes se aleja en veloces brisas de memoria
y la besa con asiduidad de despedida, y la acaricia con promesas, “Raquel, te
juro que nos veremos de nuevo”. “¡Traigan a Sabino Alcázar para enterarlo de
nuestras condiciones!”.
Algunos tanques cautos han ocupado ya las zonas
aledañas a la Corte. Tropas ranger, trajeadas en mimesis de selva y lagartija,
cierran la ruta del sur. A través de tensos binoculares, los adversarios se
diagnostican con pasión de milímetros. Bulle una anarquía de curiosos detrás de
la soldadesca, “¿qué pasa?, ¿qué pasa?”, los periodistas escriben gruesos
garabatos en el bochinche de sus libretas; las cámaras televisivas captan,
entre comerciales de gente y detergente, la panorámica de la insurgencia.
“¿Estamos completos?”, pregunta Goncourt; Sí, doctor. El general
ministro de la Defensa interviene sin preámbulos: “Ellos o nosotros, este sistema
o la barbarie, propongo el asalto por sorpresa, ¡a la mierda los cobardes!”. El
Presidente observa cómo el quepis tiembla al compás bélico de las palabras,
“¡agradezco serenidad, caballeros!”, y se aleja en breve círculo de meditación,
“diez meses para concluir mi período, ¿y cuántas muertes?, ¿cuánto honor?,
¿cuánto deshonor?, ¿o cuánto exilio, quizás?”. La mañana claudica en brotes de
llovizna, los paraguas alborotan de negro el espacio acuoso.
Andrés Amaral, Goncourt y Sabino Alcázar piensan,
al unísono, en elocuencias de otro tiempo y otros ámbitos: la universidad, los
lugares donde dirimieron equidades de farra y de Derecho, manos que se alzaron
propicias en rito de Omar Khayyam, vinos frenéticos y conversaciones de maldita
poesía, “unidos y revueltos hasta el fin”, y en las madrugadas arrechándose por
la miseria de los misérrimos, “sobre ruinas construiremos insensateces e
inmutables bellezas, ¡Vallejo, te amamos!, ¡Emiliano Zapata, serás nuestro
soberbio ardor!”, y los tres metiéndose en la agria hermosura de los lupanares
y en la dialéctica verbal de las fábricas, “¡todos o ninguno!, somos una
trilogía de alegres tigres, nojoda, el futuro nos reclama con fanfarrias de
universo, pondremos a la historia boca abajo, cortaremos cabezas y altaneros principios,
la política es guillotina de flores filosas, y aquí estamos los mosqueteros de
pacto e impacto para hartarnos la moral del mundo, ¡vivan los poetas armados,
carajo!”.
El comandante Andrés da un vistazo sucinto, “Colin
et capitant, Procedimiento civil, La quiebra, Lecciones
de seguros, Mazeaud, Mattirollo”, y el verdor de los libros apilados se le
confunde con los pastizales de su refugio subversivo, “cuídate mucho”, insiste
Raquel detrás de un fusil y una melancolía, y él la despoja de los olivares del
uniforme, con rotundo amor, con saña tierna, y palpa el fermento de sus muslos,
y la traspasa en antagonismo de afectuosos combates. “¡Comandante, aquí le
traemos al presidente de la Corte!”; “¡Sabino! hermano antiguo, gusto de verte
aún en la discordia. Queremos que el gobierno reconozca su violación de la
tregua, que divulgue nuestras consignas y nos suministre un jet sin ruta
cierta”. Sabino Alcázar finge rabias externas: “Tigre tramposo”, “mosquetero
traidor”, pero en lo hondo ya no le interesan las abstracciones de la amistad
ni las premisas de la Constitución, sólo su vida, ese linde ahora sutil que
puede transformarse en destino de lápida o en benigna y escrupulosa vejez.
El teléfono
reverbera en mitad de la reunión presidencial; un amanuense lo levanta y
transmite: “Es el magistrado Alcázar para informar sobre las peticiones de la
guerrilla”. Extenso milenio de segundos, sordo limbo eterno. El presidente
Goncourt revisa los rostros de rifle, las caras de carabina, las narices como
máuseres, las cejas cual mechurrios tenaces, y resucita para sí la última vez
que estuvo junto a sus compañeros de pasado, “fue en el aniversario de la
Facultad, Andrés hablaba con educadas lejanías, sin sonreír, ya no éramos los
mismos, dijo que viajaba siempre para asistir a congresos revolucionarios, un
férvido socialista, y me detalló como si yo fuese el fantasma burgués que
recorre América, y en eso llegó Sabino, elegante en su bonhomía y su terno azul, abogado con bufetes de empresas y prosperidades, ¿se
murió alguien, tigres?, no, nadie, entonces alcemos las copas
auspiciosas, por nosotros, por la camaradería feroz de los más feroces,
Andrés la bebió incómodo y adujo compromisos de partido, adiós, hasta luego, y
Sabino: ¿Qué le ocurre a éste?, no sé, será el comunismo que lo
tiene enfermo de seriedad, y después nos enteramos de su opción de
monte y violencias. Pero con Sabino sí permanecí en cercano
contacto, ¿Sabino, deseas que logre tu designación como mandamás de
la Corte?, Por supuesto, tigre, y así compartimos la
frecuencia ceremonial de los eventos oficiales, y Sabino en privado
me alentaba: Vas bien, mosquetero, hazle caso a tu sola conciencia…”.
“¡Señor Presidente!, el doctor Sabino Alcázar continúa en línea
aguardando su contestación”, “comuníquenle que yo no transijo con
terroristas”.
Doce jueces rodean al magistrado máximo, sudores de
cavilación, proezas de pretérito que se deslizan en filme individual, proyectos
de existencia sin errores, Alcázar cuelga el teléfono y la parsimonia se le
segmenta en improperios, “colegas, nos jodimos, Goncourt se niega a
parlamentar”, nadie cree, debe haber una trágica equivocación, somos la Corte,
la soberana judicatura, la majestad de la ley, ¡insiste, Alcázar, por favor!, y
los guerrilleros los separan, “cada quien a su encierro, rápido, al suelo”.
Metralla incisiva, sonido de aeroplanos, tanques en aproximación de orugas
guerreras. Andrés retumba instrucciones: “Escúdense tras los muebles”,
“refuercen la entrada principal”, “ahorren el parque”, y los cautivos esparcen
lamentos, “virgen de la caridad, avemariapurísima”, y se apretujan en temblor
de esqueletos, en fricción de frialdades.
El bombardeo vocifera fragorosas algarabías e
incendia las alas superiores del edificio jurisprudente, pólvora en espiral,
alaridos por doquier, disparos, ahogos, disparos, los vidrios estallan y
ensangrientan, nula visión, las mujeres gimen iras delante de amigos ya
cadáveres; Andrés se transforma en carrera ubicua, alertando, desbocando
gatillos, disponiendo, “átense la dinamita alrededor del cuerpo”, “afinen
punterías”, las activas fortalezas militares chocan contra los muros y despiden
lenguaradas fúnebres, las tropas detonan sus inmensos pertrechos
constitucionales, y adentro los gritos, “coño, mis hijos”, “no quiero morir”,
“soy inocente”, más bombas, paredes en escombros, humeante vendaval, los
rehenes vivos se confunden con los sin pulso, caen varios rebeldes, los demás
foguean ametralladoras y cantan himnos ásperos,algunos soldados exhalan hilos
de aliento magro, las ambulancias embrollan la atmósfera con sus sirenas, “Dios
mío, Dios mío”, el ejército avanza en marcha de férrea conquista. “Ilustrísimo
Presidente, le habla el Nuncio Apostólico, ofrezco mi mediación por sugerencia
del Santo Padre”, “lo siento, monseñor, todo es irreversible”; tiroteo en cruz,
balas que penetran a través de las puertas y huyen por la claridad de los
boquetes, zozobra en lágrimas, irrefrenables congojas, “perdón”, “sálvenme”,
los parlantes intiman capitulación: “¡Bajen con las manos en alto!”; los cables
internacionales dan miles de vueltas en torno a la angustia del planeta: “Aló,
Aló, monsieur le President de la Franceveut parler avec le docteur Goncourt”,
“díganle que no estoy”. “Andrés, Andrés, se acabaron las municiones”, alerta un
exhausto combatiente, “ondeen la bandera de la tregua”, implora Alcázar, pero
el comandante brama arrogancias finales: “¡El Frente Nariño jamás se rinde,
carajo!”. La letra legal crepita pánicos dentro de los códigos, la noche se
aturde de incendios y mártires, la resistencia agoniza bríos fieles.
“Desde aquí, desde el propio sitio de los
acontecimientos, Radio Caracol informa que la acción guerrillera ha sido
dominada por el gobierno con el saldo de doscientas víctimas”. El doctor
Goncourt se persigna, puta suerte, pobre Sabino Alcázar, pobres jueces:
¡Ministro de la Defensa!, “a sus órdenes, señor Presidente”, declare tres días
de duelo nacional.
(1988)
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