Alirio duerme la circularidad de un sueño que no le pertenece. El presidente constitucional, mitad caballo y mitad ómnibus, ha dictado un decreto
de pleno desempleo. Las masas, vestidas como mariposas fúnebres, protestan por
el bajo costo de la muerte; un batallón de simios policías dispara a la
multitud comestibles de plástico, llamativas manzanas de cera, gigantes
zanahorias de papel crepé. Una mujer grita “coñosdemadre”, y el vocablo sale
corriendo, presuroso, noticioso, veraz, y se inserta en la rotativa de los
diarios, y muy pronto la información aparece en primera plana a ocho columnas:
COÑOSDEMADRE, y los pregoneros la vocean como si fuesen los propios autores de
la noticia, y el Presidente ruge medio automotor y medio rocinante e impone la
pena de vida para todo el que se atreva a disentir. Muchos revoltosos, ahora
acompañados de grandes ratas de interés, se introducen en los automercados y
alteran los precios de los productos de última necesidad, a fin de que el
sistema se hunda con el peso del absurdo. Diez ministros mueren de ignorancia,
enfermedad que ni ellos mismos sabían que existía, y el discurso oficial es
pronunciado por un tartamudo integrante de la Academia de la Lengua. Los
políticos se fuman las uñas y se comen los cigarros, mientras envían dólares a
Suiza para que allá vacas sonrosadas los guarden en sus cuatro estómagos
bancarios. El ejército inunda las calles, pero de Cuba llega inmediatamente la
negritud de un poeta y recita: “Si somos la misma cosa, tú y yo, yo y tú”, y entonces
los militares desvían sus fusiles hacia el firmamento y hieren las esperanzas
de los poderosos, las cuales se desgranan en forma de tormenta de papelillos.
El primer mandatario se cambia las bujías y pide más alfalfa para detener la
carrera de la Revolución, aunque su voz únicamente resuene en los oídos
taponados de la esposa soñolienta (“¿qué dijiste, mi amor?”), y acto seguido
solicita la ayuda de los dictadores del Tercer Mundo —manden tanques, pólvora
en polvo, bombas sólo matapobres—, y los gobernantes de dichas naciones
contestan que ellos se encuentran en iguales circunstancias y sólo le envían
“muy atentos saludos”, pero el presidente saca arranques de sus ateridos
cojones, desenvaina sus mejores palabras de líder ancestral, se cala el uniforme
de generales estrellas, y sale a la luz pública de la noche para convencerse de
que en la democracia representativa (como en el mar) la vida es más sabrosa, y
agrega que el comunismo niega la libertad de expresión y la expresión de
libertad, y ofrece “con facundia demagógica” sembrar petróleo tanto en la
tierra como en el cielo para que no haya plagas perversas ni hambrunas
bíblicas, pero la gente reluce dientes coléricos, garfios de manos, sudores
violentos (delante de las cámaras de televisión que todo lo filman en vivo y en
directo para los trescientos millones de habla hispana), y en ese instante
alguien propone que tomen el poder y lo que encuentren antes de llegar a él, y
los demás asienten complacidos tomándose el derecho primario de encerrar en una
cárcel del pueblo al depuesto magistrado, escena que los televidentes no captan
porque coincide con el espacio de unos comerciales de Coca-Cola. Después los
revoltosos rodean el palacio gubernamental, lanzan peñascos e improperios,
amenazas y adoquines, hasta que un solitario portero, único habitante de la
mansión republicana, abre las rejas preguntando si los señores tienen
audiencia, y al oír la clarísima respuesta (“¡qué coño de audiencia!”) los
conduce a través de corredores alfombrados, pasillos de lámparas lacrimosas,
recovecos con tapices pastoriles, hasta que llegan frente a la silla de mando,
altanera articulación de patas fornidas, especie de tigre sin cabeza, y los
descamisados sienten la majestuosa prepotencia de aquella inmóvil autoridad y guardan
sumiso silencio ante mueble tan preciado, pero rápidamente deciden alternarse
su posesión y que cada quien —según el sabio e individual criterio que tenga—
dicte leyes y resoluciones, “disuélvase el Congreso junto con la Bolsa de
Valores”, “soltad a los animales del zoológico”, “obligatorio plantar
margaritas en todos los rincones”, “se revalúa la moneda nacional por el doble
de la deuda externa”, “prohibidísimo prohibir”, y miles de ciudadanos forman
largas hileras legislativas con el objeto de normar la nueva sociedad, y las
ancianas instauran becas seniles para tejer sin sobresalto, los niños impugnan
las tareas escolares, un cura fornicador resuelve eliminar el celibato, dos
enamorados se casan sin trámites de divorcio, una lora parlanchina se autodenomina
directora de Educación. En los países conectados por satélite televisivo,
también se inicia la llamarada de la rebelión, y el télex de palacio apunta que
en el cono sur los revolucionarios se dirigen a nado hacia las Malvinas, que en
México se organizan mariachis guerrilleros para cantar las verdades en las
mismas entrañas del Zócalo, que en El Salvador los cañones enemigos detonan
poesías, y que en Miami hispanohablante muchos descontentos apuestan a la
ruleta la propia cabeza del Tío Sam. Las masas se alborotan por la activa
solidaridad internacional y profundizan reivindicaciones, gratis el solomo,
universidades de pupitres abiertos, fábricas con plusvalía de contento; un
grupo de pintores expresionistas dibuja en los rascacielos el rostro frambuesa
de la ciudad, los escritores se unen al sindicato de panaderos para repartir
sus obras junto con las hogazas calientes de cada día, varios sacerdotes
descalzos —con endiablada fe en la justicia terrena— crean el octavo
mandamiento de “No te adinerarás”, los peatones asesinan de inacción a los
automóviles, pájaros transoceánicos acuerdan instalar sus alas en el novedoso
territorio libre de nubes sin polución, mientras los comerciantes encierran en
maletas viajeras sus tesoros agiotistas, sin olvidar —claro está— los cubiertos
de plata y los retratos de familia, y los políticos procrean arrugas sucesivas
y se inquieren “¿en qué fallamos?”, y los latifundistas entierran debajo de los
árboles sus kilométricos documentos de propiedad con la ilusión terrófaga de
rescatarlos algún amanecer, y las damas de alcurnia se envuelven en todas las
pieles de angora que pueden soportar sus hombros tersos, y en los vapores se
aglomeran los disidentes para huir hacia nevadas Europas. Y en las avionetas no
caben los gordos que vendieron siempre al contado, y los dueños de lupanares
—negreros de la trata de blancas— dan un vistazo final y nostálgico a sus camas
traganíqueles. Y los narcotraficantes se descocan en vituperios contra
“la mala nota de la Revolución”. Los aires son de fiesta para la mayoría
bulliciosa, es posible hacer el amor a campo abierto, centenares de locos
abandonan sus reclusorios entonando azules cantilenas, unos chicos corren por
el césped con pelotas que descabezaron a estatuas de alabastro, los amantes sólo
dejan de besarse para abuchear a los antiguos explotadores, una vieja
desdentada se prueba las planchas perfectas que expropió a sus patronas high
life, el arcoíris cede colores a la bandera celestial del vulgo. Sin
embargo, muy prestamente las fuerzas opositoras planean el bloqueo y la
agresión, los judíos de New York donan para tal fin los diamantes de sus
meñiques, y en Italia los cardenales colaboran con denuestos purpurinos desde
sus iglesias renacentistas, y las transnacionales de la publicidad aliñan sus
propagandas de compraventa con subliminales mensajes de ofensiva, y la CIA
adiestra computadoras que sean incapaces de llorar ante trances bélicos, y
rucios surafricanos juran discriminación eterna contra el oscuro flagelo del
socialismo, y fratricidas del orbe entero afilan las pezuñas de sus metralletas
imaginando el precio por cadáver, y los banqueros redoblan cálculos de sangre y
determinan plazo fijo para la ocupación, y los expertos del Pentágono dirimen
entre chicle y chicle la logística del operativo. Bajo trincheras de libros,
los barbudos en armas iluminan consignas: “¡No pasarán, no pasarán!”; los
jóvenes solamente leen la mitad guerrera de Tolstoi; una brigada de pioneros
ensaya tiros de canica con sus hondas de David; amazonas en uniforme cabalgan
sobre el corcel del escudo patrio; los veteranos comunican valentías a través
de condecoraciones en flor; una ancianidad de centinelas vigila la piel del
horizonte; y llegada la hora cero a la izquierda, el minuto digital de los
misiles, el perentorio chubasco de bombardeos. Alirio escucha, desde sus
profundidades de sueño, un conocido son de ternuras tropicales que lo restituye
a las vivencias delcerro: “A la Rigola yo no vuelvo más, más...”
Literatura, naturalezas casi muertas, sutilezas vivas, palabra de humor, futuros en retroceso, adivinación de pasados, presentes insolentes, truécanos, retruécanos, erotismo, derrotismo, y de todo una pizca como en la (in)humana globalización actual.
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domingo, 25 de marzo de 2018
SUEÑO DE CONTRAPODER (1989)
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