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domingo, 25 de marzo de 2018

SUEÑO DE CONTRAPODER


Alirio nubla el atardecer con bocanadas de su último cigarrillo. Ni siquiera lo alegra la salsa timbalera que tocan los chicos de la barriada: “A la Rigola yo no vuelvo más...” Voltea y observa el rancho piramidal, recubierto de periódicos cálidos que lo protegen contra fríos en jolgorio, y se da cuenta de que ya ha alcanzado “el reino de los cerros”, se percata de que habita en un ámbito misérrimo disfrazado de progreso, tomate Ketchup, televisor Sony, pantalones Wrangler a lo “super star”. Alirio, maestro de obras maestras (o profesor a secas) medita en la espiral inflacionaria de sus permanentes derrotas: el cartel que cuelga del ocioso deambular cotidiano (“Personal completo. Favor no molesten”). Gregoria empecinada en envejecer de veras, los tres hijos que juegan terribles a venderle baratijas a la nocturnidad. Alirio, con sus cuarenta años milenarios, rebusca en los bolsillos un tabaco inexistente y se distrae gastando las pupilas contra los tótems de desperdicios, la quebrada tan oscura como cañerías visibles, los perros que han crecido a fuerza de patadas ceremoniales. Desea tomarse un café tinto y bien cerrero, quizás para acordarse de pretéritos furtivos, pero sabe que a esa hora Gregoria está eléctricamente enchufada a su radionovela, “¡Maldito!, ¿por qué me engañaste?, ¿por qué te fuiste con una doncella mentirosa?”. Alirio al fin sonríe y sus manos rítmicas se apegan al desbarajuste de tambores: “A la Rigola yo no vuelvo más, más...”

Alirio duerme la circularidad de un sueño que no le pertenece. El presidente constitucional, mitad caballo y mitad ómnibus, ha dictado un decreto de pleno desempleo. Las masas, vestidas como mariposas fúnebres, protestan por el bajo costo de la muerte; un batallón de simios policías dispara a la multitud comestibles de plástico, llamativas manzanas de cera, gigantes zanahorias de papel crepé. Una mujer grita “coñosdemadre”, y el vocablo sale corriendo, presuroso, noticioso, veraz, y se inserta en la rotativa de los diarios, y muy pronto la información aparece en primera plana a ocho columnas: COÑOSDEMADRE, y los pregoneros la vocean como si fuesen los propios autores de la noticia, y el Presidente ruge medio automotor y medio rocinante e impone la pena de vida para todo el que se atreva a disentir. Muchos revoltosos, ahora acompañados de grandes ratas de interés, se introducen en los automercados y alteran los precios de los productos de última necesidad, a fin de que el sistema se hunda con el peso del absurdo. Diez ministros mueren de ignorancia, enfermedad que ni ellos mismos sabían que existía, y el discurso oficial es pronunciado por un tartamudo integrante de la Academia de la Lengua. Los políticos se fuman las uñas y se comen los cigarros, mientras envían dólares a Suiza para que allá vacas sonrosadas los guarden en sus cuatro estómagos bancarios. El ejército inunda las calles, pero de Cuba llega inmediatamente la negritud de un poeta y recita: “Si somos la misma cosa, tú y yo, yo y tú”, y entonces los militares desvían sus fusiles hacia el firmamento y hieren las esperanzas de los poderosos, las cuales se desgranan en forma de tormenta de papelillos. El primer mandatario se cambia las bujías y pide más alfalfa para detener la carrera de la Revolución, aunque su voz únicamente resuene en los oídos taponados de la esposa soñolienta (“¿qué dijiste, mi amor?”), y acto seguido solicita la ayuda de los dictadores del Tercer Mundo —manden tanques, pólvora en polvo, bombas sólo matapobres—, y los gobernantes de dichas naciones contestan que ellos se encuentran en iguales circunstancias y sólo le envían “muy atentos saludos”, pero el presidente saca arranques de sus ateridos cojones, desenvaina sus mejores palabras de líder ancestral, se cala el uniforme de generales estrellas, y sale a la luz pública de la noche para convencerse de que en la democracia representativa (como en el mar) la vida es más sabrosa, y agrega que el comunismo niega la libertad de expresión y la expresión de libertad, y ofrece “con facundia demagógica” sembrar petróleo tanto en la tierra como en el cielo para que no haya plagas perversas ni hambrunas bíblicas, pero la gente reluce dientes coléricos, garfios de manos, sudores violentos (delante de las cámaras de televisión que todo lo filman en vivo y en directo para los trescientos millones de habla hispana), y en ese instante alguien propone que tomen el poder y lo que encuentren antes de llegar a él, y los demás asienten complacidos tomándose el derecho primario de encerrar en una cárcel del pueblo al depuesto magistrado, escena que los televidentes no captan porque coincide con el espacio de unos comerciales de Coca-Cola. Después los revoltosos rodean el palacio gubernamental, lanzan peñascos e improperios, amenazas y adoquines, hasta que un solitario portero, único habitante de la mansión republicana, abre las rejas preguntando si los señores tienen audiencia, y al oír la clarísima respuesta (“¡qué coño de audiencia!”) los conduce a través de corredores alfombrados, pasillos de lámparas lacrimosas, recovecos con tapices pastoriles, hasta que llegan frente a la silla de mando, altanera articulación de patas fornidas, especie de tigre sin cabeza, y los descamisados sienten la majestuosa prepotencia de aquella inmóvil autoridad y guardan sumiso silencio ante mueble tan preciado, pero rápidamente deciden alternarse su posesión y que cada quien —según el sabio e individual criterio que tenga— dicte leyes y resoluciones, “disuélvase el Congreso junto con la Bolsa de Valores”, “soltad a los animales del zoológico”, “obligatorio plantar margaritas en todos los rincones”, “se revalúa la moneda nacional por el doble de la deuda externa”, “prohibidísimo prohibir”, y miles de ciudadanos forman largas hileras legislativas con el objeto de normar la nueva sociedad, y las ancianas instauran becas seniles para tejer sin sobresalto, los niños impugnan las tareas escolares, un cura fornicador resuelve eliminar el celibato, dos enamorados se casan sin trámites de divorcio, una lora parlanchina se autodenomina directora de Educación. En los países conectados por satélite televisivo, también se inicia la llamarada de la rebelión, y el télex de palacio apunta que en el cono sur los revolucionarios se dirigen a nado hacia las Malvinas, que en México se organizan mariachis guerrilleros para cantar las verdades en las mismas entrañas del Zócalo, que en El Salvador los cañones enemigos detonan poesías, y que en Miami hispanohablante muchos descontentos apuestan a la ruleta la propia cabeza del Tío Sam. Las masas se alborotan por la activa solidaridad internacional y profundizan reivindicaciones, gratis el solomo, universidades de pupitres abiertos, fábricas con plusvalía de contento; un grupo de pintores expresionistas dibuja en los rascacielos el rostro frambuesa de la ciudad, los escritores se unen al sindicato de panaderos para repartir sus obras junto con las hogazas calientes de cada día, varios sacerdotes descalzos —con endiablada fe en la justicia terrena— crean el octavo mandamiento de “No te adinerarás”, los peatones asesinan de inacción a los automóviles, pájaros transoceánicos acuerdan instalar sus alas en el novedoso territorio libre de nubes sin polución, mientras los comerciantes encierran en maletas viajeras sus tesoros agiotistas, sin olvidar —claro está— los cubiertos de plata y los retratos de familia, y los políticos procrean arrugas sucesivas y se inquieren “¿en qué fallamos?”, y los latifundistas entierran debajo de los árboles sus kilométricos documentos de propiedad con la ilusión terrófaga de rescatarlos algún amanecer, y las damas de alcurnia se envuelven en todas las pieles de angora que pueden soportar sus hombros tersos, y en los vapores se aglomeran los disidentes para huir hacia nevadas Europas. Y en las avionetas no caben los gordos que vendieron siempre al contado, y los dueños de lupanares —negreros de la trata de blancas— dan un vistazo final y nostálgico a sus camas traganíqueles. Y los narcotraficantes se descocan en  vituperios contra “la mala nota de la Revolución”. Los aires son de fiesta para la mayoría bulliciosa, es posible hacer el amor a campo abierto, centenares de locos abandonan sus reclusorios entonando azules cantilenas, unos chicos corren por el césped con pelotas que descabezaron a estatuas de alabastro, los amantes sólo dejan de besarse para abuchear a los antiguos explotadores, una vieja desdentada se prueba las planchas perfectas que expropió a sus patronas high life, el arcoíris cede colores a la bandera celestial del vulgo. Sin embargo, muy prestamente las fuerzas opositoras planean el bloqueo y la agresión, los judíos de New York donan para tal fin los diamantes de sus meñiques, y en Italia los cardenales colaboran con denuestos purpurinos desde sus iglesias renacentistas, y las transnacionales de la publicidad aliñan sus propagandas de compraventa con subliminales mensajes de ofensiva, y la CIA adiestra computadoras que sean incapaces de llorar ante trances bélicos, y rucios surafricanos juran discriminación eterna contra el oscuro flagelo del socialismo, y fratricidas del orbe entero afilan las pezuñas de sus metralletas imaginando el precio por cadáver, y los banqueros redoblan cálculos de sangre y determinan plazo fijo para la ocupación, y los expertos del Pentágono dirimen entre chicle y chicle la logística del operativo. Bajo trincheras de libros, los barbudos en armas iluminan consignas: “¡No pasarán, no pasarán!”; los jóvenes solamente leen la mitad guerrera de Tolstoi; una brigada de pioneros ensaya tiros de canica con sus hondas de David; amazonas en uniforme cabalgan sobre el corcel del escudo patrio; los veteranos comunican valentías a través de condecoraciones en flor; una ancianidad de centinelas vigila la piel del horizonte; y llegada la hora cero a la izquierda, el minuto digital de los misiles, el perentorio chubasco de bombardeos. Alirio escucha, desde sus profundidades de sueño, un conocido son de ternuras tropicales que lo restituye a las vivencias delcerro: “A la Rigola yo no vuelvo más, más...”


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