Cuando sonó el teléfono de su oficina, el comisario Dolande leía una
novela de detectives. El jefe, del otro lado de la línea, como si lo estuviese
mirando le dijo: “Dolande, deja ya esa vaina y ven rápido a mi despacho porque
debes encargarte de un asunto urgente”. Dolande hizo un personal gesto de
fastidio, marcó la página que estaba leyendo, cerró delicadamente el libro (La
llave de cristal, de Hammet, cuya edición barata revisaba por cuarta vez),
y se dirigió al cubículo del jefe, un espacio de pocos metros que por halago
burocrático todos llamaban “despacho”. Entró, pero el capitán Azuaje casi no se
veía debido al humo que brotaba de su eterno tabaco. “Pasa, Dolande, no te
quedes ahí como una momia siria”, y Dolande entró y se sentó con ganas de
aclararle que las célebres momias no eran sirias sino egipcias, mas el jefe
empezó a hablar atropelladamente: “¡Dolande!, acaba de suicidarse en su
biblioteca el doctor Ricardo León-Vigas, gran intelectual de la Patria y además cuñado del Ministro de
Relaciones Interiores, ¿tú me entiendes, Dolande?”. Aunque no había nada qué
entender, Dolande efectuó un ademán afirmativo, y el jefe prosiguió: “Te me vas
de inmediato para la residencia del doctor León-Vigas, procedes a levantar el
cadáver junto con los forenses, interrogas a todo el mundo, espantas a los
periodistas y a las cámaras de televisión. Es un caso delicado por las
implicaciones, actúa con mucha suavidad e inteligencia, Dolande, como tú sabes,
Dolande, porque a ti te gusta leer novelitas y te agradan los escritores vivos
o muertos, ¿me entendiste, Dolande?” El comisario, harto de oír la repetición
de su apellido y sin comprender muy bien lo de los “escritores vivos o muertos”,
partió al lugar de los hechos.
Literatura, naturalezas casi muertas, sutilezas vivas, palabra de humor, futuros en retroceso, adivinación de pasados, presentes insolentes, truécanos, retruécanos, erotismo, derrotismo, y de todo una pizca como en la (in)humana globalización actual.
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miércoles, 11 de julio de 2018
domingo, 8 de julio de 2018
RENATO COLINAS, EL CANTANTE DE LOS OLVIDOS CIRCULARES
Supo esa noche sin estrellas que algo iba a ocurrirle:
los presagios volaban como briznas secretas y el aire daba vueltas con filosa
intensidad. Cosmos profundo, estrépitos inaplazables. Había cantado en El Arca
quince boleros únicos e íntimos, para unos oyentes bajo estricta exasperación
alcohólica (machos sin esperanza, mujeres de amores líricos), y debió repetir
la mitad de las interpretaciones, “¡Otra, Renato, otra!”, porque de lo
contrario sus ebrios adeptos caraqueños, hinchas del desenfreno, nunca lo hubiesen dejado en paz. El
establecimiento, una oposición de falsas cúpulas y murales arcaicos (como si lo
adverso formase causa común), distaba mucho de los sitios patrios que lo
acogieron por allá, El Ágape, La Tinaja, Las Buganvilias, a él, al magno Renato
Colinas, La Voz de Oro de México, soberbio tenor oriundo de Tamaulipas,
impecable monstruo de las salas aztecas, chaparrito agigantado, cuate por las
cinco o seis orillas de la existencia, amigo gemelo, socio hasta para los
infortunios, padrísimo compadre impar.
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