(CRONICUENTO DE ÚLTIMA PÁGINA)
Volteó, como si algo imprescindible
lo obligara, y vio a los hombres que caminaban detrás de él (o vio sus sombras
o el espejismo de sus sombras). La noche corría en ráfagas de humedad, las
ventanas de los edificios mostraban el resplandor de televisores encendidos,
nadie en la calle, el cielo tenía forma de alto océano, un perro lento se
escondió entre los potes de basura.
El muchacho se detuvo. Las siluetas
de los hombres también. Desde cualquier lugar, alguien gritó incoherencias:
quizás contra el mundo, quizás contra sí mismo.
Dilas, el negro Dilas, regresaba de
estudiar con sus amigos de la preparatoria. A ellos les costaba mucho la
biología (o la aritmética o el ingés), y el negro Dilas poseía facilidad para
enseñarlo todo. Explicaba con ejemplos palpables, personificados, certeros para
intelectos obtusos; y nunca perdía la paciencia ni se tanteaba el pelo afro en
señal de hastío, por las preguntas asombrosas (y vanas) que le formulaban sus
condiscípulos.