Partieron en tres orgías tripuladas, desde cualquier
Guanahaní San Salvador. Ningún caudillo visible, ningún capitán de nao altruista.
Solo desordenadores, trajinantes, desarrapados: ceniza e hijodalgos para la
escoria. Se reclutaron ellos mismos, pasaron la voz en tono de arrebato:
"Nos vamos de esta mierda de mundo
que nada ofrece".
Y la reina de la cantina,
puta al fin, se desprendió de sus ganancias vaginales, -diez mil papeles
obtenidos a zarpazo de sudores y meneos-, para que el malandraje se fuera en
pos de los pretextos.
Se embarcaron con sus loros
desempleados, y sus hábitos de contienda particular, y su maíz para la hornilla
diaria, y sus perros sin nombre (simplemente perros) y una esperanza en el
cielo de otras ya fenecidas: ganarse el premio a la mejor proeza en los
quinientos años del descubrimiento. No habían leído jamás "El País"
madrileño, pero alguien les comentó que ofrecían millones de pesetas a quien dejase turulatos y ojiabiertos a los
comunes del mercado europeo.
A raíz y flor de esa noticia sin críminis, se reunieron
en su áspera zona marginal. Discutiendo, arrechándose, sobreviviendo. Y luego
de intercambiar generalidades exentas de historia, acopiaron cartones de
"Fume usted caballero", latas de Coca-Cola, planchas de zinc
inválido, tejas descarriadas, asbesto con carcinomas profundos, palos mayores,
cucarachas dispuestas al turismo, y unos voluminosos velámenes de utilería; y
así construyeron tres barcazas, tres pedazos de neo-América, para arrojarse a
las ondas del estricto océano.
Ningún periódico de grandes
tintas quiso divulgar la hazaña inversa. Pero allí, en el puerto, se
congregaron -como cardúmenes parlantes- todas las esposas (creyéndose ya viudas
de facto), junto a los posibles huérfanos,
para proceder a la decorosa despedida. No faltaron barraganas
subrepticias ni la hilera tuerta de alcohólicos homónimos; y hubo cohetes,
claro está, y regocijos de ánimo animal y un descorche perverso de botellas de
Ron Nacionalista, "el único compañero en los momentos aborrecibles".
Lanzaron las carabelas al
mar de los Caribes, sí señor, y un mensaje de fulías los colmó de augurantes
estrépitos, como si la guaracha en imprudencia les demostrase la redondez
terrícola del planeta. Y no parecían carabelas, no señor, sino favelas
desprendidas de los cerros: despojos de inundación, restos de aguaceros,
bahareques en pantomima danzante. "¡Coño que les vaya bien!",
"¡Traigan vainas alimenticias!", "Pan, sardinas y dinero fresco,
y páginas de revistas y cuanto encuentren por allá". Nadie lloraba porque
era lo que habían efectuado siempre.