Entradas populares

domingo, 23 de junio de 2019

EPOPEYA MALANDRA


                          

                 

Partieron  en tres orgías tripuladas, desde cualquier Guanahaní San Salvador. Ningún caudillo visible, ningún capitán de nao altruista. Solo desordenadores, trajinantes, desarrapados: ceniza e hijodalgos para la escoria. Se reclutaron ellos mismos, pasaron la voz en tono de arrebato: "Nos vamos de esta  mierda de mundo que nada  ofrece".
Y la reina de la cantina, puta al fin, se desprendió de sus ganancias vaginales, -diez mil papeles obtenidos a zarpazo de sudores y meneos-, para que el malandraje se fuera en pos de los pretextos.
Se embarcaron con sus loros desempleados, y sus hábitos de contienda particular, y su maíz para la hornilla diaria, y sus perros sin nombre (simplemente perros) y una esperanza en el cielo de otras ya fenecidas: ganarse el premio a la mejor proeza en los quinientos años del descubrimiento. No habían leído jamás "El País" madrileño, pero alguien les comentó que ofrecían millones de pesetas  a quien dejase turulatos y ojiabiertos a los comunes del mercado europeo.
A raíz y flor de esa noticia sin críminis, se reunieron en su áspera zona marginal. Discutiendo, arrechándose, sobreviviendo. Y luego de intercambiar generalidades exentas de historia, acopiaron cartones de "Fume usted caballero", latas de Coca-Cola, planchas de zinc inválido, tejas descarriadas, asbesto con carcinomas profundos, palos mayores, cucarachas dispuestas al turismo, y unos voluminosos velámenes de utilería; y así construyeron tres barcazas, tres pedazos de neo-América, para arrojarse a las ondas del estricto océano.
Ningún periódico de grandes tintas quiso divulgar la hazaña inversa. Pero allí, en el puerto, se congregaron -como cardúmenes parlantes- todas las esposas (creyéndose ya viudas de facto), junto a los posibles huérfanos,  para proceder a la decorosa despedida. No faltaron barraganas subrepticias ni la hilera tuerta de alcohólicos homónimos; y hubo cohetes, claro está, y regocijos de ánimo animal y un descorche perverso de botellas de Ron Nacionalista, "el único compañero en los momentos aborrecibles".
Lanzaron las carabelas al mar de los Caribes, sí señor, y un mensaje de fulías los colmó de augurantes estrépitos, como si la guaracha en imprudencia les demostrase la redondez terrícola del planeta. Y no parecían carabelas, no señor, sino favelas desprendidas de los cerros: despojos de inundación, restos de aguaceros, bahareques en pantomima danzante. "¡Coño que les vaya bien!", "¡Traigan vainas alimenticias!", "Pan, sardinas y dinero fresco, y páginas de revistas y cuanto encuentren por allá". Nadie lloraba porque era lo que habían efectuado siempre.

Entre crujidos y exasperaciones, las naves abandonaron tierra firme. Un Valery redivivo, frente a aquel zaperoco en tornasol (con su bandera Marlboro de cartón piedra), les hubiese pronosticado sensibles y marinos funerales. El manco de Lepanto, decimos, suponemos,  hubiera preferido la ruina de su otra mano escribidora, antes que  embarcarse en tales esmirrios de muerte segurísima. Pablo Neruda, aunque poeta, habría impugnado tanto destino falaz, calamitoso. Y también Roa Bastos  y Gallegos y Alfonso Reyes ("¡A mi me dejan tranquilo en mi capilla alfonsina!"). O sea, pura soledad, promiscuo aislamiento, bramura de oleajes.
Cuando las luces de la ciudad se chamuscaron a fuerza de lejanía y un sol se les implantó en el cerebro cabelludo, los vagamundis comprendieron que no existía ya posibilidad de retroceso, y entonces escupieron loas obscenas,  "Dios, coño, guíanos y favorécenos"; "VírgendelaCoromoto, carajo, ayúdanos"; "por este puño de cruces, acuérdate de nosotros San Joségregoriohernández". Pero como en el fondo de sus marasmos no creían en nada, pronto se olvidaron de deidades y veleidades de sumisión, para abandonarse a la propia aventura. La propia.
Dividieron los barcos en inmobiliarios ranchos horizontales, sembraron sobre polietileno gustosas frondas de bananos y jitomates, criaron gallos de pelea o mansedumbre, persuadieron a las codornices para que procrearan huevos intactos y continuos, trasmutaron el agua oceánica en sencilla sal de mesa, y entonaron boleros al compás narcótico de una rockola construida a base de recuerdos. Una que otra vez, sin asco marítimo, probaron carne de tiburón, como si fuese obsequio de Neptuno; y los loros magníficos -ahítos de sardinas- gritaban  "Tierraaaa, tierraaa", anticipándose a los avistamientos del triunfo.
Sabían que en el centro de los mares el calor se vuelve locura de córnea y de  visiones; mas ellos estaban adecuados a cualquier exageración, a cualquier ardid absurdo, y por eso no se alteraron cuando  un vapor de la Grace Line, con petulancia de Titanic, surcó sus flancos para  hundirlos  en cuestión de remolinos.  Los miserables bajeles  resoplaron entrañas y querellas, bufidos  e imprecaciones, pero no sucumbieron. Desde las alturas, muchos fracs en travesía alzaron saludos vinícolas: "Arrivederci, good bye, ciao, que se jodan".
En  oportunidad diferente,  ni siquiera se abismaron cuando un acorazado de la marina yanky (sin corazón en el pecho) los urgió mediante ruidos atómicos -"¡Go to hell, sonovabitch!"- a timonear rumbos contrarios. Y sin haberlo leído nunca  en epopeyas escritas ( ni en el Imago Mundi), tampoco voltearon para enamorarse de unas sirenas que con amor de escamas, los invitaban a sumergirse en el aledaño plancton infinito. Quizás se sorprendieron un poco (nada más un necio instante), la ocasión en que la ballena blanca -masiva y tensa- les  refirió en susurros aquella victoria acuosa sobre Ahab y sus argonautas.
Después de varios  alisios y tormentas, se amañaron con las ringlas del viento, "más fresco hace en los escalones del cerro"; pero otro oxígeno se les  incubaba  entre las moles de la varonía: una pendenciera necesidad de velludas piernas de potrilla y besos a pedir de boca. Entonces, soñaron despiertísimos con tetámenes de volumen colosal y nalgatorios para la estupefacción, que los hostigaban sin cesamiento. Vieron vulvas olorosas a langostinos (o langostinos rezumando sexo), que se hacían pasar como damiselas de estruje y andadura. Observaron, a palmos cercanos, oquedades tan estrechas -casi virginales-  por donde un pene no entraría sino con enérgicos esfuerzos de pirata maldito.
Se enfrentaron, en suma y arrestos, a ombligos, clítoris, curricanes, vértigos, desguaces y a toda factible coacción de los cojones, pero ninguno perdió el macho aliento que los distinguía (ninguno quiso abrirse de ancas femeninas para que los demás ejecutasen el perfore).  La solución no tuvo tiempo de calma, y así empezaron a masturbarse frente a la luz de huracanes y resacas, como en acto de fulgurante solipsismo comunal (También los perros del paraíso se unieron a la desmedida autocomplacencia). El turbión eyaculatorio  -presto y arrollador- inundó las barcazas, atestándolas de escrotos líquidos y  espesas lechosidades. -¡Somos agujas entre un pajar!- bramaban, con las  pupilas a hierro vivo y las manos en vaivén, sin darse cuenta de que el peso de las excreciones los llevaba directamente hacia el naufragio. Pero una guacamaya aguda expidió la clave: "¡Zozobramos, carajo!"; y los onanistas, contra sus involuntarias voluntades, decidieron dividirse en bandos de labor: mientras unos se restregaban las monsergas, otros achicaban con baldes y maldiciones la fétida fragancia. Para no tentar castigos, dirigían ruegos celestes  en solicitud  de perdón, amén.
Transcurrieron dos meses y sus zodíacos sin que los marineros engendraran una sola duda para el retorno. Y rugían: "¡Patria o suerte, venceremos!", con ganas profundas de que fuera verdad tanta mentira esperanzada. "¡Encontraremos El Dorado y sus riquezas consumistas!", vociferaban en el mismo centro del mar, donde el piélago -según dicen- se  devuelve y asesina.
("Navegamos en dirección de osas mayores. El vaticinio nos guía, el oteo, la ilusión. Los tiburones son amigos, entrometidos colegas, astutos camaradas. Maremagnum, mare nostrum, socaliña salobre, iris modular.")
Pero nada los arredró: ni los salitres en silencio, ni aquella absolución de azules, ni la falta de vituallas y sancochos a la redonda.  Y como no se atrevían a disminuir su zoológico fraternal (por ser signo de clara adversidad) engulleron ratas al carbón  y ratones en su jugo, alimañas asadas, alacranes crocantes, sopa de jejenes, hormigas circunvecinas y cualquier bicho afrentoso que pasó delante de su hambruna.  No vomitaron porque estaban acostumbrados, por miseria crítica, a los toscos frutos de la marginalidad; pero no resistían la carencia habitual del cigarrillo: único humo que los ennotaba de certezas. En su defecto, desplumaron a las gallináceas parlanchinas, para fumarse  pipas y más pipas de un tabaco plumífero que los hacía volar cual dioses taciturnos.
("Sin brújulas ni sextantes, aquí vamos, sobre algas en flor, sobre ostrales adormecidos. Somos contemporáneos del ingenio y la ficción: arterias, pulso, baratijas, argamaza de futuro").
Ya cerca de otras costas, se durmieron al unísono de sus pesadillas. Y fantasearon, como  alelados Jung  del inconsciente, que descubrirían el orgullo de los plenos porvenires: una vida llena de ocios y distinciones. Las barcazas, absortas, proseguían el camino estelar de sus quimeras.
("Levante fijo, surcos sin  enmienda, el edén a la vuelta de las esquinas del  mar. Extasis verdadero,  nirvana para la posteridad. Soy el periquillo que habla: un sarniento avícola, un pendejo coronado de pulgas.")
Cuando se hallaban a  escasos metros   del  vozarrón de Rodrigo de Triana (pero en sentido oeste-este), los loros se escalofriaron para anunciar repetitivos una "Tierrraaa española", "Tierrraaa ibérica", que jamás habían pronunciado en el argot del subdesarrollo.
Y ante la porfía, los nuevos cristóforos se despertaron sin legañas somníferas o estregaduras hambrientas , con ánimo de celebrar el suceso del siglo ("¡Ganamos, triunfamos, quévainatanbuena, somosrricos!").
Puerto de Palos, con su  señorío recobrado, los acechaba tras fandangos y perifollos. Allí estaban, en totalidad de albricias, las majas de siempre y el pueblo consuetudinario, junto a los fablistanes de la Revista Hola y los representantes protocolares y encorbatados del gobierno socialista, para verlos e  interrogarlos: "¿Qué cuentan de la traviesa travesía, qué os parece este reino, qué harán con los ciento cincuenta millones de pesetas?";  y  los corsarios americanos, tímidos y cuasi-desnudos, sin atinar el equilibrio de las palabras, respondieron: "Todo nos parece de pinga absoluta, gracias".
Esa noche tenían alojamiento en un hostal para individualidades "very important", pero ninguno aceptó separarse de sus micos y  sus  tortugas, de sus gallos y tucanes; y fue forzoso inflar una carpa en el estuario para que  todos pernoctasen convivencias. Aunque no hubo descanso, sino tambores y anises y bembé.
Después los condujeron en kilómetros de trenes sin humo hasta las fauces de Madrid. Sus ojos caníbales repasaron vidrieras y cafeterías, damas post-modernistas, hombres de alhaja y maletín, automóviles  intratables, edificios solares;  y muy pronto se dieron cuenta de que se encontraban en la ondulación centrífuga de El Dorado: bulliciosa saciedad, plenario pedestal, alegoría veintiúnica. Entonces se avergonzaron de sus ropas malandras y de su propia leyenda negra; y se sintieron  aún más estultos porque en la calle los señalaban con rigor de dedo índice: "¡Son los sudacas que ahora vienen a descubrirnos y conquistarnos".
El Palacio de El Pardo, friolento de otoño, tenía reservada  la inmodestia  de sus salones  en honor del trance premiatorio. Con educación de alcurnia, los  demócratas más imperiales y las  hembras más "Oscar de la Renta", al lado de los  periodistas y accionistas de "El País", esperaban a los famosos trans-oceánicos para conferirles el galardón de sus saludos. Un ujier de inmenso báculo, prestado a esta historia por Goya y Lucientes, notificó el arribo del tifón de pobrecía: una montonera llena de asombros y turulancias que cargando la enramada de sus animales, se resistía a admitir el boato circundante. Hubo "¡Coooños!  y ¡Vergación!"; y el ujier dio tres bastonazos de cedro determinativo, "¡Silencio, por favor!", para anunciar a los  augustos Reyes de España y al señor Presidente de la República. Fue indispensable amordazar a un papagayo verborreico para que no empañase la auténtica majestad del acontecimiento.
El Rey, con su palidez de vidrio soplado, entonó un discurso recordatorio de gestas implacables; mientras la ciudadánica reina, arrugada de collares, parpadeaba en señal de aprobación. Ni el vuelo de una mosca insigne, ni el mariposeo  en discordia de un bichejo abusivo, opacaron la arenga.
Los filibusteros del mar se hartaron de tanta lentitud arrastradora de palabras y aburrimientos, e iniciaron las rechiflas: "¡Queremos nuestro premio ya!, ¡basta de politiquerías!, ¡estamos cansados de lo mismo!". Y ante la zarabunda, intervino el máximo magistrado constitucional: "Os pido calma, terrícolas tercermundistas, porque de seguida os entregaré la bolsa que habéis ganado en libérrima lid". Y los walter-raleighs suramericanos, en voto de areópago, designaron al más viejo y tuberculoso para que recibiese la monetarista recompensa. "Muy agradecido, muy agradecido y muy agradecido", fue lo único que al Pedro Vargas  de los charcos sinfines, se le ocurrió decir en la excelsa oportunidad. El funcionario de báculo y uniforme, al borde de una efervescencia mortal, declaró terminado el acto.
Con la plata a cuestas, los trajinantes empezaron su rica rondalera madrileña: se emborracharon en "Luis Candelas" y en Cibeles ("¡Otro cocido, otro Marqués del Riscal y sus tapas de jamón, un gazpacho, otro servicio de alubias y paellas!"); tomaron por asalto alcohólico las tascas de La Castellana; se vistieron con chaquetas  capitalinas y gorros andaluces; hurgaron en los sitios insomnes de la Gran Vía José Antonio ("¡Más churros y chocolate madrugador!"); sorbieron ostiones y pezuñas de  percebes; probaron vizcaínas y olivares, cangrejos, centollas, tocinos y besugos.  Y se metieron en todos los prostíbulos cachondos y en  todas las burdelerías: "¡Salgan gitanillas tiernas, canten desnudas, ábranse  al gusto tropical!"; y  divirtieron en destape a miles de mozas fermozas, gratificándolas con hincamientos y propinas. Mas no acudieron al Museo del Prado ni al "Lázaro Galdiano" ni al tour visionario de Toledo, porque desconocían el suave pleamar de la cultura: sólo juergas y jolgorios, conchabanza de sexos, gimnasia de vinos.
Pero al exiguo tiempo espeluznante las divisas  se volvieron sal y lágrimas, "¡El jodido premio  no alcanzó para el derrape!", y se vieron en la necesidad de pedir colaboración bajo el deplorable rojo de los semáforos y la antesala de las noches, "Una ayuda, una moneda, por fervor de Dios". Los transeúntes, en agobio de bondades, se desprendían de cualquier ochavo con tal de quitárselos de encima por los siglos de los siglos.
Luego fue puro deambule,  licencia en los basureros, consecución de una patata incólume: hambre de ladrones, prefiguración de lo extinguible. Heridos de muerte caminante, trastabillaron de ciudad en ciudad,  con sus monos enfermos y sus iguanas cojas y su chusma de gallinas. Nadie quería aceptarlos en decorosos dominios:"¡Fuera intrusos, fuera los nunca descubiertos!".  Una andanada de piedras se hizo inalterable sombra de sus pasos.
La escasez les angostó los huesos  y la resistencia; y ya en postrimerías, mascullaron: "Nos vamos de esta mierda de mundo que nada ofrece", y se largaron en pos de sus barcazas. Cien días de polvo y rabia a través de los insultos, para que sólo  la mitad de la zoología llegase viva a los muelles de Moguer. Por fortuna, ahí estaban las naves, tan impertérritas como las habían dejado (con sus banderolas Marlboro y sus chinches de esclerosis). Entonces los muy náuticos se intrincaron, junto a los felices guacamayos, en el regreso solidario: "¡Viva Amérika!,terra nostra, terra que no aterra".
Aquí y cada mañana, la familia huérfana baja al puerto desde donde los colones partieron una vez,  para mirar si los abrazan a vista de esperanzas.


No hay comentarios.: