Hoy cumples año y te levantas de la cama con el escozor de verte en el espejo. Desde los huesos, ráfagas temblorosas tratan de impedirlo, pero tus deseos de comparación y evidencias son superiores a cualquier adversidad. Conforme al rito de los récipes, tragas las pastillas contra los achaques eternos, luego te calzas la prótesis dental de sonrisa fija y exclamas como en plegaria de un ego tímido “¡Ah, otro ciclo más!”. Las pantuflas, vetustas y resignadas, aguardan que amaine el dolor para conducirte hasta el baño, los diez pasos de distancia resultan interminables. Ya ante el espejo, pones cara de septuagenario decoroso para que la imagen sea grata a tu propia vista, pero la argucia es inútil pues aparece un anciano de rostro vacuno, con arrugas en crucigrama, pupilas mortuorias y un insólito soplo de adioses definitivos. Lanzas gritos como de ahogo crucial, mientras cierras los párpados a fin de que el mundo se esfume; y en ese trance oyes a tu madre hablándote desde el azogue con una escurridiza voz que no semeja la suya: “Felicidades, Larinio, pero no te adelantes, la eternidad es un completo aburrimiento, aquí no puedo dedicarme a los encajes ni a los bordados en cruz porque el tiempo solo existe para obedecer los mandatos del Señor; espera, Larinio, espera sin nervios, tu fecha llegará cuando menos lo creas, ¡te bendigo mil veces, adiós!”. Larinio, ese horrible nombre copiado por tu madre de un libro anónimo, te devuelve a la realidad donde sobrevives; entonces sueltas una densa lágrima y las pantuflas te llevan a la cocina-comedor mediante catorce pasos de cuerda floja y extremas hazañas del equilibrio.
Te asombra que estén allí, como milagros
oscuros, los subalternos de la División de Archivos Desechables, listos para las
congratulaciones en tu aniversario. Los discursos son los mismos de siempre; inflas
el pecho como señal de orgullosa gratitud, mientras buscas las palabras para la
respuesta (“almanaque inevitable, modestia aparte, deber cumplido, las arrugas
de la experiencia” y demás etcéteras comunes). Al cabo del aplauso general, no
puedes alzar el vaso del brindis porque un mareo en círculos opacos te obliga a
sentarte: el pan del desayuno se ha quemado, olvidaste calentar el café, ni
siquiera hay jugo de naranja. A continuación emites un sollozo íngrimo y
mirando hacia ninguna parte, te dormitas sobre la mesa.
Después de varias nieblas, abres los ojos y
ahí está Dina con su alegría de amante efímera y aquel vestido púrpura que
tanto te gustaba. La encuentras más vaporosa, lleva el corte de pelo a la
manera descuidada de las actrices italianas, sonríe con preclaras luces. Trae
un regalo para ti, es el último lienzo que pintó antes de abandonarte; la
dedicatoria no permite duda alguna: “¡Por nuestro fracaso!, con todo mi amor”. Pretendes
aferrarle la mano para que no desaparezca de nuevo, intentas absorberle un
mínimo aliento y cualquier pizca de cariño, pero la fuerza no te acompaña,
desfalleces, tiemblas, tus mareos giran alrededor de un eje pasivo. Caes al
suelo, Dina busca las almohadas, Dina te
obliga a tomarte el café junto con el jarabe de turno, Dina te bendice desde lejos.
Realizas notables esfuerzos, es el momento de
los ejercicios que te indicó el último especialista
en artritis crónica, “¡ponga de su parte, señor Ganímez, la vida depende de uno
mismo!” Y tú repites, en equívoco personal, “la vida pende sobre uno mismo”, y
agregas al derecho y al revés “los viejos enfermos somos indignos/somos
indignos los viejos enfermos”, y con nostalgia de remotas hazañas levantas la pierna derecha, “un poco más
arriba, amigo Larinio”, y tú tratas de hacerlo sin ningún éxito, y luego
empiezas con la flácida pierna izquierda (aquella que era dueña de todos los
goles del Juveniles Fútbol Club y que
ahora tiembla como un pez asustado), “¡ánimo, don Larinio!, empecemos con los brazos en alto, un-dos,
un-dos, un-dos, sin llorar, amigo Larinio, usted sí puede, usted es un campeón
de la tercera edad, un ejemplo para las nuevas generaciones”; y como te falta
aire y tu corazón da vuelcos incontrolables, te tumbas sobre el único mueble de la sala a fin de renovar los
ánimos perdidos.
Sientes, entre brumas ocres, que abren la
puerta. Son tus hijos gemelos José y Joshua que han acudido para otorgarte
transparentes abrazos de felicitación. Te extraña su presencia, porque hace tiempo
no sabes nada de ellos: José partió sin avisarte hacia algún lugar
desconocido, y Joshua te ha escrito un
par de cartas desde aquel país cuyo nombre no atinas en este momento. Se
conservan idénticos en sus rostros infantiles,
pero hablan lenguas que desconoces y por ello apenas captas sonidos ininteligibles.
José te besa la mano como si fuera una
solemnidad personal y sin abrazarte desaparece; mientras Joshua se queda
a tu lado, calladamente imperturbable, y luego te obliga a que soples unas
velas mustias para sin demora también marcharse. Y tú, con un lazo de opresión en
la garganta, tratas de llorar pero no lo
logras.
Ahora oyes, como en rumor de épocas antiguas,
el tañido de las guitarras que acompañaban tus desplantes vocales y tus fervores
rítmicos. No, no hay confusión posible, es el trío de los hermanos Valladares,
cuyas voces puntualmente ebrias han acudido en homenaje a tu nueva década. Te
excusas porque no tienes ningún licor para ofrecerles, pero ellos, muy astutos,
sacan botellas de la adivinación de sus bolsillos y brindan en tu honor senil;
“arránquese, compañero Larinio, ¿le parece bien Flores Negras o El camino de
Guanajuato?, ¿Acaso le gustaría Envidia o María Bonita, la que usted siempre
cantaba?”; y tú, Larinio, te encierras en un silencio cobarde porque
inexplicablemente has olvidado todas las letras de las canciones, “arránquese
pues, empiece ya, maestro Larinio”, pero la insistencia resulta inútil, tu
memoria es un océano de baches, un completo
fracaso universal, una borrasca en blanco. Y ante la estampa muda, los
hermanos Valladares deciden volver en otra ocasión, “¡será el próximo año
quizás, señor Larinio, no se despreocupe!”;
y tras el portazo que también te resuena en el cerebro, empiezas a
acordarte de letras y melodías, “Flooor de Azaleaaa,
Vete-vete de miiiiii”, Allááá en el rancho gran-gran-grande…”, hasta que un torbellino
de fatiga te obliga a reposar.
Los pies te empujan hasta la
única ventana del apartamento (hábitat para jubilados, cueva sin adornos), y
dedicas tu involuntaria atención al paisaje: buses en ataque de ruidos, árboles
sin hojas, un asfalto que emite calores de cien grados. De improviso distingues
a tu padre caminando por la acera, junto
con un niño de gorra azul: don Temis lo lleva de la mano y el pequeño a cada instante
quiere zafarse. En un descuido de tu padre, el niño se libera y atraviesa la calzada sin ver (tú
tampoco lo atisbas) el automóvil que le atropella. Compartes con el chico los
insoportables dolores en las vértebras; tú y él perciben cuando llega la
ambulancia y cómo los paramédicos les aplican a ambos los primeros auxilios. Del hospital recuerdas un enjambre de transfusiones y la lenta convalecencia, borraste
todo lo demás.
Sigues en la ventana, mientras el tiempo
oscila. Te sorprende que Leticia y Marilda deambulen tomadas del brazo como íntimas
amigas, ni siquiera pensabas que se
conocían. Leticia es un remedo opaco de su vitalidad anterior, perdió aquellas
caderas en movimiento y la sustanciosa redondez del busto; te produce lástima verla tan encorvada, tan disminuida,
pero así ocurre, son enigmas del embrollo de cada quien. Y pensar, ¡Larinio
Ganímez!, que estuviste a punto de suicidarte cuando te abandonó por el gerente
del banco de la esquina. Pero como todo se supera, vino Marilda a acompañarte
en tu cama doble y en la procreación de los gemelos José y Joshua, certificados
más tarde ante un jefe civil y una iglesia sin flores. Repasas, Larinio, los
blandos años de matrimonio, las excursiones al río, los olores del campo, los
pájaros que mantenías en jaulas abiertas. Y entras en llanto por la
desaparición de Marilda (“crisis pulmonar terminal”, concluye el médico otorgándote
unas palmaditas sobre la espalda); de
inmediato te repones y la detallas caminando junto a Leticia a través del
silencio.
Aunque no tienes hambre, acudes a la nevera en
marcha lenta para escudriñar entre los comestibles; sin embargo, repentinamente
un vahído inusual lo entorpece. Tu
sistema planetario da volteretas, el caos te aturde, tienes frío y calentura a
la vez; por eso descansas un rato a fin de que la normalidad vuelva a su cauce.
Ya te sientes mejor, ya tu oído y tu vista aprecian resonancias y contornos:
los sólidos pasos de don Temístocles son inconfundibles, lo mismo que su ancho cuerpo
de capataz. Llegó, solitario como siempre, para traerte un regalo particular,
se trata de la gorra azul de la fecha del accidente, envuelta en el periódico
que detalló el suceso. Tú evitas la remembranza y los lagrimones, mientras tu padre
abrevia la visita con un gruñido. El malestar vuelve a acentuarse, tus pupilas
se llenan de humo, los vislumbres se eternizan, y no te extraña que todas las
transparencias estén allí: un tropel de sombras benévolas habla casi en
silencio con el cuidado de no perturbarte, pero enseguida sus voces empiezan a
cantar y felicitarte. Precisas o supones que todos los compañeros de la
División de Archivos Desechables se han trasladado hasta tu hogar para un
segundo homenaje sin discursos, mejor así porque la lengua se te enreda en
obstáculos y solo atinarías cualquier incoherencia; ahora irrumpen, como
sorpresa doble, tus hijos José y Joshua que unen sus voces a los Hermanos
Valladares en un efusivo repertorio de rancheras, mientras estos rasgan las
guitarras y beben tequilas escondidos y rones tumultuosos, “¡Alégrese compadre
que la vida es corta!”, “¡No se nos derrumbe así nomás!”; Marilda te soba, te
complace, te acomoda el surco de los cabellos,
y en eso se presentan la malvada Leticia
y su gerente bancario que en provecho del tardío armisticio, traen como
obsequio un frasco de pastillas contra el sueño perenne; y de repente emerge
Dina anunciándose con besos suaves, “¡Mi amor, ¿te he hecho falta?, ¿aún
me amas a lo largo del corazón?”, y tú deseas abrazarla, aprisionarla,
encabalgarla de antigûedad, pero no es el instante adecuado porque abundan los
testigos y sus crepúsculos, el pastel de cumpleaños, las botellas de alcohol, las
velas súbitas, y también tu madre en el azogue del espejo que no deja de confirmar
las previsiones celestes: “Te adelantaste, Larinio, hijo mío, tu fecha ha
llegado, mil veces te bendigo, hasta siempre!”
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