Abandonó
Caracas en un ferviente impulso por preservarse de la violencia y la
inseguridad. Aquí el sueño se le escapaba a través del desespero, veía
homicidas (o espectros de homicidas) en cada calle, sentía que los vericuetos
de la criminalidad lo cercaban con creces, se angustiaba a vaivén de sístoles y
arritmias ante las estadísticas del delito, no confiaba en los bancos para
guardar los sudorosos ahorros (“Siempre se los roban”, decía o maldecía), se
enclaustraba -hermético- entre las rejas de su apartamento con la ilusión de
que no llegaran los malhechores, y subsistía a base de pastillas y granulados
sin récipe para mitigarse el pavor que lo atenazaba. Tenía motivos de sobra y
de zozobra: lo habían asaltado varias veces y ostentaba en el pecho una bala
que los médicos-matasanos no pudieron extraerle.
Cambió su peculio en el mercado de dólares negros y partió por el aeropuerto principal, renegando del Alma Llanera (en espíritu o en CD), del clima autóctono, de la harina de maíz y el desayuno criollo. Había escogido el pueblo de Busenberg, en los confines del suroeste alemán, para recalar su aflicción, pero, sobre todo, para conservarse en vida, porque aún no quería rendirle cuentas a cualquier deidad santísima y suprema. Eligió Busenberg, según las recomendaciones Web de la cromática zona de Renania, con la maciza voluntad de formar parte del reducto campestre (1.400 habitantes, un cine, clima suave u oceánico, varios parques naturales y uno de diversiones con trencito y tiovivo). ¡Qué más pedir!
Arribó,
pues, a Busemberg, sin saber cómo se pronunciaba en alemán “buenas tardes” o
“un trago, por favor”, pero con mucho ánimo
para insertarse en las normas de esa parroquia de narices rojas y
sombreros puntiagudos. El dueño del hostal Fersen le dio como bienvenida un
apretón de manos que casi le disloca la muñeca derecha, y seguidamente lo guió
hasta la mejor habitación del segundo piso: vasta cama para una sola persona,
pintura de intenso verde en las paredes, balcón con macetas de flores
imprecisas y estufa para soportar el invierno. Cuando herr Thalmann se fue
renqueando la edad, él sacó de la valija una botella de ron a fin de mitigarse
las primeras desazones, y manifestó -en confidencia propia- que enfrentaría
(como un solo hombre) los retos del autoexilio. Durmió poco y se levantó a
trancos desorientados; aún no lograba fijar, quizás por desvarío, los puntos
cardinales ni las luces que brotaban del ventanal.
Las
semanas posteriores se dedicó a las caminatas luego del primer refrigerio (una
copia invariable de pan de centeno y mantequilla blanca). Observaba el entorno,
las chimeneas en línea, los árboles de altos copos, la similitud de las
plantaciones, pero no se sentía bien dentro de aquel silencio que todo lo
rodeaba, un silencio estentóreo y grave, meticuloso, inconmovible, idéntico a
sí mismo (la absoluta negación del sonido). Pensó, por contradicción, en la
furia de las motocicletas caraqueñas, sus escapes libres para destrozar los
tímpanos, el atraco a gritos de calle,
la barahúnda, el ecosistema de (l)ecos
públicos. Entonces sonrió y
concluyó: “¡Ni tanto ni tampoco, ni calvo ni con dos sombreros puntiagudos!”.
Después
del almuerzo (siempre carne de cerdo a la parrilla o en salchichas), descansaba
un rato sobre la cama solitaria, más tarde bajaba al recibo para incluirse como
huésped de las poltronas del hostal, veía las imágenes de las revistas
alemanas, miraba sin entender los programas de televisión, escuchaba con una
mueca de sonrisas ficticias las peroratas de herr Thalmann, y no se conectaba a
Internet por los largos atascos del servidor. Los sábados iba al cine en pos de
películas con subtítulos en inglés, idioma que conocía mediante palabras
sueltas; y los domingos, según el rito usual, paseaba por el parque de
diversiones y se deleitaba con la correcta alegría de los niños y el tiovivo.
Un
día se hartó de la molicie, tomó varios trenes y un bus directo y fue a parar a
Honfleur, villa francesa de la región normanda que también tenía reservada como
alternativa (14 km2 y 8.000 habitantes, la mayoría vetustos; puerto en el
estuario del Sena, motivo pictórico de Monet y Courbet, escasísimo índice
delictivo). Ya en el centro de la localidad, dio algunas vueltas de
exploración, aspiró el aire lacustre, se sentó en un muro para organizarse (o
afirmarse) y eligió tocar la puerta de la vivienda donde ofrecían albergue. Le
abrió madame Antoinette, versión francesa de su anfitrión alemán pero de menor
simpatía, que en quince vocablos le trasmitió el precio y las condiciones del
alojamiento. “D´accord”, dijo él, rememorando las inmediatas traducciones de
Google, y le pagó tres meses por adelantado.
Las
perfecciones de Honfleur le amedrentaron la vista: el borde de casas frente al
muelle parecía hecho a molde exacto, las velas de los barcos eran un artilugio
dificil de creer, no había ni pizca de basura en las calles, los perros
orinaban en sitios que consideraban aptos, la gente se saludaba en voz baja, y
no existían fritangas de cualquier tipo sino pailas de castañas (como en los
documentales de National Geographic). Los cientos de turistas se adecuaban a la
escenografía, pero él murmuró: “¡Demasiada perfección para mi gusto. En esta
vaina no hay defectos!”. Sin embargo, por la costumbre del miedo, no dejó de asustarse cuando sacaba billetes
de los cajeros electrónicos, o cuando alguien caminaba muy a su lado
(“¡Relájate, chico, relájate, porque no estás en Caracas sino en Honfleur,
Francia!”).
La
soledad empezó a asediarlo con sus mudas tardes frente al Sena y las jarras de
vino sin amigos ni escándalos, y además el dinero mermaba y la crisis europea
no ofrecía ninguna oportunidad laboral en el área de las comunicaciones. Por
indeclinable orgullo se abstuvo de referir a los familiares, mediante chateos y
mails, los problemas del destierro voluntario, y mentía para no causarles
angustias, “Todo súper-chévere y bajo control”.
De
repente, en un acceso de ánimo positivo se trasladó a Norteamérica para que lo
admitiera la mansedumbre de Creede, quizás el pueblo más pequeño de Colorado,
cuyas virtudes y características figuraban en los foros de la red (Casi nula
delincuencia, tabernas típicas, chicanos tranquilos, tortillas con ketchup). Lo acogió Margaret Benítez,
una mujer que hablaba el español como si padeciese de toses gramaticales y
quien lo acompañó hasta su cuarto sin aceptar propinas. Él vació la maleta, se
lavó la cara y descorrió el cortinaje para que aparecieran dos montañas gemelas
con “capita” de nieve, dos prominencias al estilo de las barquillas de Mac
Donald´s.
En
la placidez de aquel pueblo del oeste americano, hoy sin los antiguos y
tumultuosos vaqueros, se dedicó a observar la naturaleza, pescar en el arroyo
que luego de kilómetros cae al Río Grande, y ver la huidiza estampida de las
ardillas. Fijó asiento en una taberna de la única calle principal (todas las
tabernas eran mustias e invariables), y consagró la morosidad del tiempo a la
degustación de cervezas y papas surtidas, siempre meditando sobre la perspectiva
de un quimérico trabajo.
En
Creede, igual que en Busenberg y Honfleur
(trilogía mundial de paz y seguridad), las alucinaciones no
desaparecieron: conjeturaba la inminencia de asaltos a la vuelta de las
esquinas o tras el gesto de cualquier peatón, suponía raptos express y
chantajes odiosos, intuía amenazas y provocaciones, sospechaba ataques,
veredictos mortíferos, asesinatos múltiples, y al cabo de un parpadeo de
reflexión se percataba de la quietud circundante.
Como
después de andanzas y mudanzas, aún le proseguía el síndrome de la violencia,
decidió encaramarse en un trayecto sin escalas para volver a la rutina de
Caracas, a la misma arritmia de corazón, al mismo retumbo de motocicletas, al
mismo susto entre los huesos. Y seguramente, ya resignado, se confina tras los
barrotes de su apartamento con la ilusión de que no lleguen los malhechores.
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