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lunes, 26 de octubre de 2020

TAL DÍA COMO HOY

 

                                            TAL DÍA COMO HOY

                                              (24 de diciembre)

 

1865. Seis hombres blancos organizan en Estados Unidos el grupo racista Ku Klux Klan.

1922. Nace Ava Gardner en Boon Hill, Carolina del Norte.

1946. Son hallados en México los restos del conquistador Hernán Cortés.

1986. Un rehén francés es liberado en el Líbano.

1989. Caracas, capital de Venezuela, sacudida por sangrientos motines callejeros.

 

Sidney los cuenta. Hay cinco en el cobertizo. Sólo falta Jeremías. “Perdonen, el bastardo de mi jefe no quería soltarme”. Ahora son seis y una sola sangre de blancos, enhebrándolos. Sidney, “el Gran Mago”, absorbe su cigarro hasta sentir la flama entre los dedos: violencia del fuego, cercanía de calores primarios. Enseguida habla como si estuviese en púlpito de guerra: “¡Hermanos que aún no logran escucharnos!, los aquí presentes juramos constituir el Imperio del Sur para defenderlos de todo mal, y prometemos restaurar los honorables principios y el poder que nos han arrebatado. ¡Gloria a Jesús! ¡Muerte para inmortalizar la existencia! ¡Negros a la pira perpetua! ¡Vivan los Caballeros Secretos del Ku Klux Klan!”. Un cuervo ahorcado los ve con sus cristales fijos.

Sidney salpica el juramento con varios tragos de whisky que le liman ardores de lengua y de discursos. Los otros —sudorosos, irritables— escancian últimas gotas. Ahora las máscaras puntiagudas, el terror en indumentaria de odios pálidos, ojos que lanzan fogaradas tenebrosas, “¡negros cerdos, negros esclavos, negros hijos de negras putas, reos de soga y látigo, cuchillo y expiación!”.

Los seis hombres no saben si se sueñan unos a otros o si están en distinto trance de futuro. Sidney aspira un cigarrillo bajo el cielo turbio de Little Rock. Jeremías (¿o será su nieto Jeremías tercero?) llega con retraso. No hay nada que discutir, la unánime sentencia está echada (como la suerte): “El maldito negro es culpable, silbó con lujuria a la chica blanca, luego trató de violarla; perro negro hijodeperra, ¿cómo te atreves?”.

El muchacho negro los mira. No puede correr, no debe correr. La bandera KKK, tremolante, azuzante, no permite dudas sobre el veredicto. Sidney (¿o se trata en realidad de otro Gran Mago?) se adelanta para hundirle el primer estoque. La víctima derrama recios alaridos, aúlla. “¡Con lentitud para que sufra y se arrepienta!”. Jeremías, borracho siempre, le cercena el trofeo de una oreja. Azotes, patadas, dientes en escupitajo. “Poco a poco, no tenemos prisa”. Little Rock se tizna de desconcierto; tras las ventanas tiemblan aires oscuros; el miedo es rayo que no cesa. “¡Rómpanle costilla por costilla, hiéranle los labios rechiflantes, sáquenle el pecado de los ojos!” El muchacho negro se agota en agonías; no puede hablar, no debe hablar: “Blanca que te quise blanca”.

Sidney ha traído un cuervo para el sacrificio. Pide silencio. “Por el Gran Imperio Invisible, por nuestra raza incólume, por nuestra erguida familia sobre la tierra propia, ¡muera el cuervo y muera el negro!”. Después de la cuchillada final, los dos, cuervo y negro, a un mismo tiempo rojo, florecen y se consumen. El Ku Klux Klan babea sobre su biblia sin dioses.

Vida por muerte, equilibrio de gritos que se excluyen, días superpuestos. “Le pondremos Ava Lavinia”, decide el padre meciéndola entre tibiezas. La niña gira en redondo su verde pupilar, quizás consciente de que será su mejor arma de escándalos suntuosos. Todo estaba escrito, filmado, acontecido, antes de su verificación: hasta el gin inquebrantable. Boon Hill y Carolina del Norte le siguen los pasos ondulantes, la observan crecer, expandirse en senos de cinematógrafo. Ava alterna películas y maridos (“¡Nunca te amé, Mickey; te detesto, Artie; Sinatra, evapórate!”), y las marquesinas se engalanan con su espalda montés y sus cabellos cayendo como niágaras, y los fanáticos casi mueren de suicidio repentino frente a una sola de sus apariciones, y las multitudes se preguntan por qué tanta aceituna junta en la piel, por qué esa boca de húmedo technicolor. Y la Ava Fénix renace en cada martini (con el récord de doce sin golpearse contra la lona súbita de los vencidos), y se acuerda de la vez que destrozó un hotel y un Van Gogh en Río de Janeiro, y de la celosa voracidad de dos toreros matándose por poseerla en la pública arena de Madrid, y de la ocasión imperfecta cuando conoció al viejo Aldous Huxley (“Mucho gusto, mister... ¿a qué se dedica usted?”). No es posible un tanteo de calles, un escueto recorrido, sin la algarabía que causa su erótica corporal: flujos íntimos, deseos licuados, mojamiento de varones. Y después, el resto de películas ineludibles: mirar a nadie desde el balcón de un cuartucho londinense, recomponer en solitario las apuestas de grados alcohólicos con Ernest Hemingway, estudiar escena por escena (e incendiada de lágrimas) Las nieves del Kilimanjaro o La condesa descalza. Hoy, 24 de diciembre, conmemora su pasado. Un pato pekinés, que han traído del Nangkim-Bar de la esquina, comparte la íngrima prisión de la fiesta. No hay licor, el médico lo prohibió con saña escrita. Ava Gardner quiere subirse a la mesa de flamenco para taconear muchas bulerías, pero prefiere imaginarlo.

 A la misma hora, la calavera de Hernán Cortés surge ilesa, después de haber conocido profundidades de humus y gusanos. Y ríe a batiente golpe de maxilares. No de Ava, por supuesto, sino de las astillas del tiempo y de los irónicos huesos en que quedó convertido, él, capitán de flotas, fundador de la Villa Rica de la Vera Cruz, teúle blanquísimo, vencedor de Moctezuma. Aún así, en guiñapos, rememora su larga caminata de “polvo, sudor y hierro” hacia Tenochtitlán: piedra sobre el agua. De nuevo, observa los volcanes de escarcha y lava, los bosques de abetos, la corona de pinares, hasta arribar a la región más transparente inventada por el viento. ¿Lago o urbe?, ¿río de calicanto?, ¿acuática imagen de un delirio? Otra vez el lucimiento de preclaros atavíos para aterrorizar de sol a la muchedumbre indígena; otra vez el rumor de caballos y armaduras; otra vez las espadas a punto de sangre. Moctezuma acude en sentido contrario, con su lentitud dorada y su nimbo de plumas de quetzal (y al desgaire riega jades y almizcles). Cortés desciende de la cabalgadura para reverenciar al enemigo real; desea abrazarlo junto con la joya que le ofrece, pero está vedado tocar a la humana deidad. Las miradas entrecruzan sus víboras mitológicas: chispas de fraguas discordes. El emperador se retira atentamente, con odios majestuosos. Una suavidad señorial, oriunda de Tezcoco y Coyoacán, acompaña a los conquistadores hasta el palacio de huéspedes, donde Cortés (tal como lo recuerda deshaciéndose en huesudas erecciones) se empiernó con la Malinche sobre una estera náhuatl, “fiera Malinche!”, “¡Marina de mis tormentos!”. Lo demás es batalla y arrebato, infortunio casa por casa, serpientes tronchadas, un jaguar sin cabeza en la Noche Triste. Todavía Hernán Cortés se llena de gozoso oprobio al evocar a un Cuauhtémoc de pies quemados y silencio de águila. “Sí, todo fue polvo, sudor y hierro”.                            

La Navidad se cuela como una aterida nostalgia por las paredes del refugio. Antoine Marsillac, ingeniero y francés (de Paris, naturellement, née a la Rue Sacré Coeur), reprime palpitaciones de rehén frente a sus captores chiitas porque no quiere fatigarse con pavuras y sobresaltos. Han transcurrido muchas vidas desde que un comando de guardias revolucionarios lo atajó en el centro de Beirut, cerca de la Maison Diplomatique, para retenerlo ¡merde! en nombre de una diáspora incomprensible. De inmediato, el télex que lanza al mundo su genérico nombre de cautivo: “Francés prisionero de guerrillas en el Líbano”. Los interrogatorios (negar, negar, negar), la sémola como sustento diario, los sigilosos cambios de cueva y carcelaje. Hoy no es fecha para pensar en pasadas ni futuras repugnancias (el perdón, un solo balazo a borbotones de sién o el esmero de una daga), hoy prefiere las evasivas del desdoblamiento, y resuelve caminar desde la oficina hasta su casa en el sixieme arrondissement: el fogoso frío calándole la esencia, árboles de maraña desnuda, peatones beatíficos, blandos boulevares, una gordura de Père Noël —contratada por Galerías Lafayette— que festeja la Nativité a desgano de sonrisas. Antoine trasiega una copa en el Chez Loló (afable obsequio de la dueña), luego se dirige al apartamento, sube las escaleras despacio, como saboreándolas, y se abre de par en par a los olores convenidos y a la poderosa sobriedad del mobiliario. Suzanne y los chicos se hallan en su justo lugar de afectos (ella resalta de acariciante rouge), después la cena y el clamoreo de dulzuras y champán. Los guardias chiitas no le quitan la vista de encima, hablan con ronca distancia, levantan el torso hacia el cielo del islam. Quizás ahora entiende ese idioma de combate: penetrar en la infinitud, defendiéndose, extinguiéndose entre ruinas; le vendan los ojos y lo trasladan a distinto cautiverio, a otra asfixia de la ciudad devastada, y Marsillac —miembro de la CIA, asesor de la Sureté, colaboracionista de los judíos— se encomienda a su propio filo de muerte; pero de repente el jefe guerrillero le grita un asombroso milagro: “¡Vouz êtes libre, marchez vite!”, y Antoine Marsillac emprende la huida contra la noche, y sube en vertiginio los escalones que lo conducen hasta la presencia titilante de Suzanne, a quien jamás podrá revelar sus profesiones de infidencia.

En Caracas, los paupérrimos, los descamisados, los menesterosos, comienzan a arremolinarse. “¡Al coño la Navidad!”. Descienden de los cerros, de las favelas, de las villas-miseria; y descienden también del miedo que antes cumplían rigurosamente. Voces, reclamos, hambre. “¡Al carajo la deuda externa y la duda interna!”, y marchan con recto desorden, con natural violencia de hordas, con noble exceso. Fotógrafos y fablistanes los siguen, sin perder ni una insolencia ni una acritud. Las vidrieras, casi en desafío, aguardan para sentir en goce propio la enardecida fuerza del bochinche. Los humillados y ofendidos avanzan en remolino. Son jueces y son culpa. Se apoderan de sus antiguas glebas; y hostigan, a lo pobre. Una sola primera piedra, un simple cerillo incendiario. La ciudad explota de saqueos, el pueblo tutela la anarquía. Humo y estupores, riqueza y cenizas; verbos nunca conjugados: repartir, expropiar, redistribuir. La otra Caracas, lívida observa los disturbios. Pero tanta democracia vándala, tanta equidad estrepitosa no puede durar un segundo más en los Longines de la Bolsa y sus valores; y entonces se desfogan las metralletas y los tanques y los fusiles. Ráfagas, bulla de lágrimas, contienda de irreconciliables. Los seis agentes del Ku Klux Klan salen a preservar el estado de sitio; y Jeremías (¿o se tratará de su bisnieto Jeremías cuarto?) se confirma el casco sobre la capucha y empieza a traquetear venganzas, “¡muera el negro, muera el lumpen”. Detrás de las ventanas tiemblan aires oscuros. Balas y expiación, razzia barrio por barrio, “¡nuestro Imperio triunfará!”. En El Valle disparan escarmientos; en Chapellín las bayonetas imponen toques de queda y de furor. Ya hay desbordantes heridos y mil fraternos cadáveres. What happen here?, pregunta Ava Gardner con indiferencia de celuloide, guareciéndose tras los últimos martinis en la piscina del hotel Caracas Hilton, pero tan sólo inquiere por vacía amabilidad, por gentileza turística, mientras piensa en que si César B. de Mille estuviese vivo, bien la hubiera podido dirigir en este film de francotiradores y subdesarrollo, junto a la estelaridad de Tyrone Power. Y Ava Lavinia piensa también en lo grato que sería tener cerca del oído a Frank Sinatra, “¡cántame, Frankie, un foxtrot con fondo de cañones!”, la turba avanza, quema, combustiona. En Petare, según afirman ojos militares, un grupo extraño (con batolas de más allá del desierto) se enfrenta al ejército. Antoine Marsillac, cautivo de cualquier mundo, agacha la cabeza burguesa a fin de que los proyectiles no le traspasen sus confortables ideas parisinas, pero una directa descarga se ocupa de exiliarlo para siempre. Caballos de hierro solar aparecen por unas rendijas históricas para contener la poblada. Hernán Cortés y su osamenta dirigen la contraviolencia en la nueva Noche Tristísima. Los marginales se defienden, “¡muera la policía, mueran los teúles!”. Cortés ordena mortandad a discreción, hostilidades a ras de tierra, remociones de cuajo (el periodista de la agencia Efe, Bernal Díaz del Castillo, anota en su libreta cualquier acontecimiento visible). La lucha crece y se arrastra por las esquinas. Lo demás es batalla y arrebato, serpientes tronchadas, varios Cuauhtémoc en silencio de águila. Hoy, 24 de diciembre, todo y nada fue posible.

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