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sábado, 10 de abril de 2021

TARIFAS PARA UN ESPOSO DISMINUIDO

 

                                       

YO me topé con Norberto Alviárez cuando ambos estudiábamos Economía a trompicones y blandíamos los estandartes de la lucha política. Desde que hablamos por primera vez en el cafetín universitario (entre palabras sueltas y un torbellino de iracundias contra el Sistema), supe las reales inclinaciones de Norberto: la música y el sexo; lo demás no le interesaba de veras o sólo le importaba como signos del tiempo. Hoy que lo enterrarán sin elogios de prensa ni avisos mortuorios, sin coronas de claveles ni chocolate caliente, veo su imagen de bigotes y sus manos sobre el piano del Trópical (pronunciado así con ínfulas gringas): un bar de mujeres tristes y cervezas alegres, o lo inverso, donde nos fiaban hasta que terminaba el mes. Norberto  –Tito para los amigos cercanos– era un conquistador de chicas desquiciadas, de locas profundas, de zorras frescas, y siempre se enamoraba como un maniático y les componía canciones pasionales (mitad poéticas, mitad estrafalarias) para mantenerlas en su harem de seductor urbano. Yo me beneficié, por carambola, de tal arca de mozas fermozas, convenciendo a algunas para que también me arrullasen; “Tito me ha autorizado, somos como hermanos de leche”, les decía, y las tipas aceptaban sin mayor obstáculo porque las modas de la época pregonaban la libertad sexual y la toma del poder a toda costa. Tito y yo, yo y Tito, fuimos una inseparable conjunción de caracteres disímiles, de orillas lejanas, de aguas y vinagres, hasta que se marchó al exterior. Ninguno de los dos terminamos los estudios de Economía. Afortunadamente.

TÚ, Tito Alviárez, te fuiste a Madrid con una beca del gobierno español para aprender piano en el Conservatorio Superior, y alquilaste el orondo estudio (que consta en las fotos) muy cerca del Museo del Prado y de tus anhelos artísticos, desde donde veías  un minucioso panorama y podías recorrer calles legendarias como cualquier madrileño integral, sin los diminutos agobios de la Caracas del setenta o los chismes de códigos pequeño-burgueses. Aunque la beca te alcanzaba para una mediana comodidad de alumno extranjero, buscaste empleo nocturno en Los  Fandangos (cerca de la Puerta del Sol) para tocar un antiguo Hammond de cola hasta que partieran los últimos clientes vinícolas. Y luego te dirigías a la casa, muerto de sueño alegre y de fatigas épicas, según proclamaban tus cartas (pues no existía el correo electrónico), a fin de acostarte un rato antes de las clases en el Conservatorio. Todo lo degustaste con exaltación: la ciudad, la música, el curso académico, las amiguitas, los olores, los sabores, porque poseías una personalidad dúctil que moldeabas conforme al ritmo de la existencia, sin prejuicios, dogmas ni bragas de fuerza. Pero nunca imaginaste lo que te ocurriría después. Nunca, Tito Alviárez.

ELLA, la inescrutable, la enigmática, aún no había aparecido en escena. Quizás el naufragio la reservaba para perversas determinaciones.

YO, mientras tanto, me dediqué a ser profesor de Castellano y Literatura en un colegio de imberbes que no poseían ninguna afición por el conocimiento y me miraban con mezcla de extrañeza y desprecio, como si yo fuera una lámina sacada –¿disecada?– de enciclopedias caducas, o un adefesio prehistórico que usaba pantalones anchos y camisas opacas. Casi sin quererlo, contraje el eficaz martirio del matrimonio un día de torrencial lluvia caraqueña (muy lejana de LOS poéticos aguaceros); y Raquel, maestra de danzas folklóricas en el mismo colegio, me otorgó el título de padre a través de tres chiquillos que invariablemente lloraban para despertar al conglomerado del ruinoso edificio donde habitábamos. No le refería estas menudencias a Tito, porque no deseaba enturbiarle la dicha diaria que “sufría” en Madrid: la metrópoli  de tantos vericuetos y tantos brillos. No le conté, por ejemplo, mis sucesivas desgracias  (muertes irremediables, descalabros, embargos, hipotecas, fracasos económicos), o mi asma con jadeos de tísico o el insomnio continuo y antipático de Raquel, lugares comunes exentos de importancia para un bon vivant anclado más allá del Atlántico.

TÚ me avisaste un día cualquiera, digo, un día cualquiera en Caracas y de especial otoño en España, que regresarías para ocuparte de la herencia familiar y –si acaso– de tocar el piano algunas veces selectas (bajo autorización médica), porque un accidente cerebro vascular  te había dejado sin movilidad el lado derecho del cuerpo. Esa infausta circunstancia de atasco vital, la constaté cuando fui a recibirte al aeropuerto, pues eras otro en estampa y esencia, un lémur pasivo, un escombro, y tú te diste cuenta  del disimulo de mi aflicción y me abrazaste como si todo ocurriese en aquel pretérito ágil que nos vio plenos e incansables.

ELLA te acompañaba a sutiles metros para no obstruir el encuentro fraterno. Poseía un rostro blanco y alargado, como de madonna de Botticelli; su estatura contrastaba con unas diminutas manos de uñas carcomidas, lo que me hizo lucubrar en confusiones freudianas todavía no resueltas; caminaba sobre ascuas de algodones artificiales, igual que si fuese una levitación hecha persona; y de sus ojos emergía una suave candela amable, un resplandor entre sólido y tenue, una llamarada oblicua. Y cuando se acercó para  la  cortesía  de  las presentaciones, su boca  –inverosímil línea de dientes brillosos– moduló el nombre de Alika. Y enseguida añadió: “Sí, me llamo Alika Hassem, mucho gusto, Tito me ha hablado de usted. Nací en el sur de Andalucía, pero mi abuelo es oriundo de Marruecos, me encantará este país, mi nuevo país, estoy segura”. Y para conmemorar  sus anuncios o prefiguraciones de adaptación, le suministró un beso candente al autómata cerebral de Tito Alviárez, cuyos ojos se perdían en las tribulaciones del aeropuerto.

YO no salía de mi asombro ni el asombro salía de mí, por la suerte de Tito: haberse topado, en el camino de sus andanzas, con aquella hembra completísima y amable que lo ayudaba a la sobrevivencia diaria y que, seguramente, disponía el orden de los frascos de pastillas sobre el mantel para avivarle las mórbidas neuronas. Aquel día los llevé en mi auto a la casa de Tito, zona noreste y límpida de Caracas, cuya propiedad formaba parte de la herencia materna, junto  con el mobiliario Luis XIV, la colección de cuadros de pintores clásicos y una extensa (e intensa) vista  hacia la montaña, además de varios fundos de cacao en regiones contiguas al mar.

TÚ, Norberto Alviárez, mirabas la casa como si los recuerdos fueran dudas máximas o inmensos escollos de la memoria, y en ocasiones sonreías con afecto mecánico ante una cafetera de plata, un lienzo o unas sillas de caoba. Es decir, Tito, que casi no percibías el pretérito ni las honduras de sus signos, pues una rebelión de enlaces internos te lo impedía. A pesar de las lagunas del entendimiento, recorriste la vivienda, tú cobijo de años, en un lastimoso afán de normalidad, hasta que por fin la butaca del abuelo te logró dormir.

ELLA repasaba todo, observaba todo y mascullaba breves comentarios  que apenas podía oír (“No me gusta el raso del sofá, quitaré la muestra de bibelots, cambiaré las cortinas…”). Se mostraba decidida, altivamente firme, actitud que contrastaba con la tierna asistencia que otorgaba al desértico Alviárez. Y siempre se comía las uñas, entrecerraba los párpados y caminaba alrededor de una circunferencia abstracta, como si en esa situación necesitara del movimiento continuo de sus piernas. ¡Alika, buen nombre para una novela de misterios detectivescos!

YO, esa vez y las próximas que tuve oportunidad de frecuentarlos en pareja, no dejé de  asombrarme por las atenciones de Alika hacia Tito: lo mimaba como a un cachorro con corbata, le reía unas anécdotas que apenas eran comprensibles por causa de la merma de sugarganta, compartía sin resquemor los platos vegetales que el médico había prescrito, degustaba los vinos en la misma copa del hemipléjico, y le acompañaba al baño para respaldarlo en los menesteres personales. “¡Qué amor tan desinteresado y fiel!” me dije, e inmediatamente pensé en una misionera con senos nada religiosos y un formidable cuerpo ajeno a claustros y conventos.  Y pensé también en los minúsculos actos lascivos de Tito, porque su desmedro corporal le llegaba a la entrepierna.

TÚ me llamaste por teléfono cuando se cumplían seis meses del arribo a Caracas. Con una voz que noté más temblorosa que nunca, me citaste en el Café Dulcinea “a eso de las seis de la tarde, amigo” (la palabra “amigo” sonó como un ejercicio de sílabas inconexas); y yo asentí  para no defraudar nuestro obvio pacto de solidaridad, aunque mi esposa dudara de la certidumbre de la cita y mil diminutos problemas hogareños me ataran al apartamento recién comprado. Llegué primero y me acomodé  en la terraza con perspectiva hacia la calle principal para  poder ubicarte, lo que no fue difícil porque en minutos se detuvo un automóvil de dos puertas: Alika bajó de su ámbito de resuelta choferesa con el fin de ayudar en los traspiés del descenso, y al cabo de unas piruetas de auxilio a la minusvalía, ambos se hallaron frente a mi mesa, y tú, Tito, procediste a sentarte en cámara lentísima.

ELLA emitió protestas en forma de “Hola, ahí te lo dejo”, se montó en el carro y partió entre una nube de raudos ruidos. La había detallado en sus signos externos, ahora tenía un look  distinto: anteojos negros de marca, pañuelo alrededor del cuello, pantalones que se le afianzaban más abajo de la cintura y unas diáfanas zapatillas moradas. Imaginé que el clima, tan propenso a causar alteraciones de alma, era culpable de la transformación.  Pronto sabría que fue más que eso.

YO, sin preguntar, ordené sendos vasos de té frío con muchas rodajas de limón, para calmarnos las ondas de un sol  vertical que todo lo enrojecía. Hice silencio para acompañar el de Tito; en verdad, me costaba la articulación de las palabras (o de las interrogantes) adecuadas y una suerte de tedio íntimo me dominaba. La evasión se transfiguró en los reclamos de mi esposa; creía que la engañaba con una alumna furtiva. ¡Ojalá!

TÚ, después de un mudo ensayo, comenzaste la relación de los pormenores. Aunque el temblor te impedía las modulaciones  del alegato, logré seguirte con un interés  que incluyó el disimulo de los sollozos. Me contaste, casi en el límite de una nueva afección de neuronas, que Alika habia cambiado: de aquella amorosa mujer que te mimaba hasta en las entrañas de los lavabos públicos, nada quedaba. Según tu versión, la nueva Alika, ¡o tal vez siempre fue así!, era violenta, procaz, perdía la paciencia con una facilidad inmisericorde, su cultura resultó tan falsa como el origen marroquí de sus ancestros, llevaba el  egoísmo a extremos inauditos (igual que los personajes de Balzac, pensé), moría por joyas verídicas y dineros contantes y sonantes, y te robaba cuadros de artistas famosos para venderlos en mercados subrepticios.

ELLA, además, se iba de juerga con una dama poco recomendable, bebía vodka pura antes del desayuno, se mantenía pegada a los vicios de un teléfono digital, y se engullía las uñas en cualquier situación para contrariar las exhortaciones del siquiatra. Tales actitudes y defectos podían explicarse conforme a una lista de conductas extremas (las novelas están colmadas de casos funestos) pero ella saltó la raya de lo tolerable, pues instauró la rutina de cobrarle a Tito por cada una de sus atenciones: llevarlo al baño tenía un precio; vestirlo, otro; prepararle y darle la comida poseía tarifa diferencial, de acuerdo a la calidad y ocasión de la misma; conducirlo a una cita con amigos estaba sujeta a montos variables por “el servicio”, tomando en cuenta el tiempo y la distancia; acompañarlo durante las oportunidades que tocaba el piano en El Albatros, de Sabana Grande, suponía el pago de la cena y la champaña, aparte de un estipendio concreto; escoltarlo al banco para efectuar cualquier diligencia estaba condicionado a retribuciones fijas; y así, en cada evento personal Alika le exigía la cancelación de sus “honorarios profesionales”. Menos los relativos al sexo, porque desde el último verano se negaba rotundamente a lamerle la entrepierna.

YO no pude aguantar el trance y largué lágrimas que se juntaron a un compacto   silencio.   No sabía   qué   responder   ni   cómo   socorrerlo  en   el  descalabro. Y cuando meditaba sobre ello, apareció Alika, embutida dentro de su nave, y gritó desde el timón: “¿Estás ciego, Norberto? Ya regresé a buscarte, apúrate porque es tarde”. Tito me miró con unas pupilas abombadas de miedo, conformidad o desesperanza, y con esas mismas pupilas me solicitó que lo auxiliara; Tito y yo, por falta de adiestramiento, tropezamos varias veces con la calzada hasta que llegamos a la portezuela del auto.

TÚ, entonces, en dicción casi inaudible, emitiste el resumen y la advertencia: “Me arrepiento de no haberme dedicado a la política, mi vida ha sido un absoluto error. Ahora estoy en peligro, las dos amantes me acosan, te llamaré cuando sea necesario, adiós”.

ELLA, viendo hacia un punto impreciso, esperó que Tito se montara en el vehículo y aceleró como si la tarifa de honorarios aumentase con la velocidad. Por supuesto, no se despidió de mí; también me consideraba un punto vago y deleznable.

YO volví al hogar, otorgándoles máximos agradecimientos a los dioses del matrimonio por la solícita presencia de Raquel, mi esposa eterna, y traté de olvidarme de los dramas de Norberto. Estímaba, sin concesiones altruistas, que las dificultades de los demás terminan por dominarnos y apoderarse de nosotros. Pero marginar la evocación no fue suficiente: Alika se metía en mis pesadas pesadillas como un  bicho de cabeza descomunal y centenares de patas, que dictaba órdenes sangrientas (Tito, Raquel y yo obedecíamos porque estábamos condenados para siempre a la norma de sus leyes). En otros sueños, Alika era un huracán ambiguo, proveniente de regiones extrañas, que arrasaba Caracas, Madrid, Los Fandangos, el Café Dulcinea y el piano de El Albatros;  luego me despertaba, entre sabanas sudorosas, en una especie de somnolencia  trágica.

TÚ, ayer, me telefoneaste para pedirme, con sustos entrecortados y sin más explicaciones, que fuese enseguida a tu casa. Me vestí apresuradamente, tomé un taxi para cruzar la ciudad en el menor tiempo posible (pues los malos augurios me rondaban el cerebro), y llegué para mirarte tirado en el suelo; aún vivías, aún pudiste reconocerme, apretarme la mano con agónica firmeza y hablarme a través de tenues susurros. Los vecinos, en grupos de azoramiento, comentaban que tú y Alika discutían como siempre, a gritos desiguales, en la habitación matrimonial del primer piso, y que después oyeron los golpes y el ruido (que hace un cuerpo al caer por las escaleras).  Ahí estabas, aguardando la hora exacta de ser cadáver; y entonces con levísimas señales rogaste que me acercara para escucharte: “Fueron Alika y su amiga, me robaron todo, ocúpate de mi entierro”.                                                                                          ELLA, incomprensible y oscura, se perdió para siempre en los laberintos del mundo.

 

 

 

 

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