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viernes, 23 de julio de 2021

PERIODISTA EN CRISIS DE RECUERDOS

 




El día es un lento transcurrir de menudencias, o de esa forma lo percibe y escucha Amancio. Está en una calle amplia, con edificios que muestran pátinas de moho. No sabe el nombre de la calle, tal vez lo ha olvidado, tal vez nunca lo supo. Camina a pasos invariables, como tratando de encajar los zapatos en los adoquines (juego de infancia, desmán del adulto que todavía se cree inexperto). En las alturas, un avión embadurna el infinito con destellos de gas y un eslogan que los transeúntes observan: Tome la vida en serio.

Esquiva la agresión de los automóviles y cruza la calle. Perros maleducados que se desfloran entre sí, árboles enanos, radios en competencia de ondas vacías. Ahí la ciudad parece  modificar su rostro corriente y se vuelve un deforme ensamblaje de ladrillos y tachos de basura, aunque él no lo observe ni le produzca asombro.

El anuncio de Último Clarín, periódico de amarillismo crónico y enjuto tiraje, se encuentra en el cuarto piso (sin ascensor) de un inmueble bombardeado por las guerras del tiempo. Amancio lo ve y, al compás de mecánicos actos reflejos, abre la puerta y sube las escaleras. El ahogo le encabrita los bronquios, las pulsaciones no hallan ninguna sindéresis. ¿Se lo diagnosticó el médico?

Descansa unos minutos, recostado de la pared, y entra a las oficinas del diario. Mesas y computadoras, luces oblicuas, humo intenso. Periodistas, en mangas de camisa, hablan sin cesar sobre las próximas informaciones, y el más viejo (que funge de director) toma notas ágiles y da órdenes inapelables. Amancio se ubica al lado del viejo, saca su libreta y cuando se dispone a los apuntes, un vasto silencio (silencio ominoso, silencio tétrico, silencio con licencia para silenciar) le paraliza la conducta. El viejo lo increpa, “¿Qué hace usted aquí?”; los otros periodistas impugnan su presencia, “¡Señor, ésta es una reunión de trabajo!”; y todos le piden que se vaya, “Retírese, por favor, vuelva después, entienda”. Pero Amancio no puede entender que sus colegas lo traten y maltraten así, lo desconozcan, lo lastimen, borren años de cercanía. Entonces resuelve callarse e irse; sin portazos, sin insolencias.

Sale y ni siquiera se fija en los dólmenes de basura que aún perturban la geometría del ambiente. Un fastidio de gotas le humedece el cuello, no logra la normal movilidad de las piernas y aunque debería sentarse en un banco para buscar alivio, decide otra urgencia. Toma el autobús de la ruta que dobla por las ramblas de la costa y se dirige al sur de la ciudad; el paisaje, a través del cristal, es un caleidoscopio de tonalidades fuertes, como si los moradores necesitasen pintar poderosamente las fachadas para sentirse vivos.

En la plaza Libertad, llena de mármoles arcaicos y próceres nuevos, se baja del autobús y al cabo de varias cuadras distingue las residencias de interés comunitario. Todas exactas, todas con un barniz blanquecino e insulso. Como el portón de la número 88 está abierto, penetra sin necesidad de las llaves, ¿cuántas veces tendrá que prevenir a su familia acerca de los peligros actuales? Se despoja del saco y, por acción de la costumbre, le surge el deseo de otorgarse una ducha tibia. Para ir al cuarto de baño, atraviesa la sala, y ya en el comedor advierte la presencia de la esposa, los tres chicos y un gordo de barba que tutela el almuerzo. Amancio, abismado, increpa al hombre; y el hombre, igualmente sorprendido, increpa a Amancio. La esposa da gritos de alarma y reclama la presencia de la policía, los chicos sueltan lágrimas de zozobra crítica, hay golpes y puntapiés, el vecindario se arremolina en el patio, el gordo de barba somete a Amancio, la esposa lo amarra y ambos lo lanzan a la calle. Amancio, doliente de nadie, mártir del infortunio, inicia una caminata sin destino porque aparte de que no tiene hogar, dejó el dinero dentro del saco.

En la plaza Satélite, llena de mármoles nuevos y próceres arcaicos, duerme un rato. Las palomas lo acompañan, el viento mece las hojas de los almendrones. Se despierta, a la luz de sobresaltos oníricos, pensando en Darila, su única y sabia amiga. Desearía narrarle los sucesos recientes, pedirle consejo, solicitarle orientación. Darila es artista plástico y ofrece sus obras bajo el viaducto: sólo un kilómetro separa a Amancio de esa añoranza. Reanuda la marcha, un globo se encumbra en las alturas, los gatos se evaden entre sí. Amancio detalla el panorama a distancia (siempre lo ha hecho) y corre para saludar y besar a una Darila que habla con dos clientes, pero la voz de la mujer lo paraliza: “¡Aguarde su turno, caballero, no ve que estoy ocupada!” Amancio se identifica y la nombra, desentierra trances mutuos, le pregunta (“¿No me conoces, Darila? ¿Puedes ayudarme?”), e insiste en darle besos de afecto. La mujer lo rechaza y grita, los clientes intervienen para alejarlo, un gendarme le enseña su garrote autoritario.                                                                          

Amancio parte con el corazón partido y, casi sin ganas, sube hasta el borde del viaducto, se sienta sobre la baranda de hierro y se pone a mirar el limbo de los cielos. Después saca la libreta del bolsillo y escribe algo. Todavía no entiende por qué sus compañeros periodistas lo repudian, por cuales motivos su esposa está ahora con un gordo de barba, y por qué su sabia amiga Darila lo desconoce. El fondo del viaducto es una llamarada de aire y un designio: Amancio se lanza.

                                                                                                                                

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Conforme a las indagaciones del caso, la policía determinó que Amancio Arvelo no laboraba en el diario Último Clarín sino en Reporte Gráfico, que su ex esposa y sus hijos viven desde hace muchos años en un país europeo, y que su amiga Darila (actriz y no artista plástico) había fallecido de muerte súbita sobre las tablas. Lo que Amancio escribió en la libreta forma parte del sumario.

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