Tenía treinta y ocho años y una sola vida. Quizás alguna vez quiso ser gato para arañar siete o más existencias, para maullar a las salamandras, para saltar y revolcarse con la felina ansiedad de sus antepasados. Quizás también quiso ser gato negro, relumbroso, tierno en ocasiones, para observar con ojos calmos este desastre de mundo. No es raro tampoco que quisiera convertirse en gato para simplemente vivir como un gato y pensar como un gato.
No resulta caprichoso que alguna vez
haya querido ser perro, a fin de hacer todas las cosas contrarias. Y
meditándolo bien, podríamos aceptar que en una racha de debilidad haya
pretendido mutarse en árbol, rama, cogollo, naturaleza fructífera. Todo cabe
dentro de lo factible, aun la idea de ser cigarro, tinta o mariposa.
Pero ahora tenía treinta y ocho años y
esa sola vida apenas. Ya no podía transmutarse en la morosa mirada de los
gatos, ni en la haragana molicie de las sillas (tampoco lo deseaba). Debía
conformarse con la simetría de las mismas escaleras, el desgaste de las
palabras y de las hembras conocidas.
Su existencia era el vacuo calco de
otros dramas representados de antemano; y aquella esperanza de animal siete
vidas, de mariposa incandescente, de perro orgiástico, había cedido paso a un
tiempo sin imaginación. Durante una crisis decidió rebeliones, vistiéndose de
asesino, vagabundo, poeta, pero nada dio resultado. En el desarrollo de dichas
actividades (válidas para otros) él sólo repetía situaciones copiadas de las novelas,
y poco a poco tuvo que volver a su inicial figura. Los demás (y esto parece lo
más grave) nunca se percataron de cambio alguno.
Para ser fieles a la verdad, debemos registrar otro intento fallido. Como creía en la grandeza de los actos insignificantes, alentó la ilusión de perfeccionarlos, y así cronometró las horas, prefijó la intensidad de los vocablos y las risas, pero ni aun de este modo pudo convencer a nadie.