Yo te espero en esta esquina rosada, tal y como lo acordamos hace quince años de cuentos, quince años de mucho correr los puentes sobre las aguas; “a las cinco en punto del futuro”, dijiste, y aquí estoy, con mis rigurosos cabellos de etiqueta blanca, mi paltó cruzado de tormentos, un cigarro sucesivo en la mano diestra de nicotinas, meditando —durante miles de olores y recuerdos inteligentes— lo que habré de referirte. He desechado, por familiarmente obvia, la exigua relación de mis afanes de escritor: la novela que se achicó primero en nouvelle y después en relato brevísimo, los artículos semanales (y luego esporádicos por orden del orwelliano jefe de redacción), los poemas tan concentrados como una japonesa sopa de letras; y he desechado también, quizás a la luz de una sombría timidez, el recuento innecesario de muchas noches de mujeres filantrópicas. ¿Qué decirte, además del “hola, ¿cómo te encuentras?" ¿Qué episodio real y maravilloso trasmitirte en lengua barroca? ¿Cuál de mis intentos fallidos te resultará de menor aburrimiento? No sé, pero tendré que apelar a las neuronas imaginativas, hemisferio cerebral izquierdo, segundo axón a la derecha (como los baños de los bares).
Ensayo,
así, tu llegada. Los tres lustros de no verte se perfeccionan en un busto de
dama antañona y prolífica, pero caminas con el garbo de Greta, te conservas
despampanante como una Pampanini lúbrica, luces feliz y pecadora igual que la
María bonita de Agustín Lara, y yo te pregunto si me hallas idéntico, si el
tiempo me ha tratado con benignidad, y tú —sin comedimiento de sonrisas
filosofales— respondes que Heráclito tenía razón: “No nos bañamos en vano en la
corriente de un mismo río”. Y como pienso que se trata de alabanzas, aguzo
poses de artista jubilado, y convierto las adiposidades ventrales en dimensión
de pecho muscular, y proyecto una voz de engolamientos operáticos: “Muchas
gracias”; sin embargo, el ensayo carece de objeto porque aún no te presentas en
la esquina histórica. “Dentro de quince años, sin falta”, aseguraste, y por eso
—repito— me he afeitado con la meticulosidad de varias heridas en el rostro,
lavé mi único paltó en las hazañas de una Dry Cleaning parroquiana, me
manicurearon las uñas de mi tic nervioso en la barbería de un Centro Comercial,
y el espejo (¡espejito!, ¡espejito!) al fin me confirmó que era el vejete más
bello del reino de este mundo, el enfermo menos cadavérico, un alma sin
pesadumbres de almanaque. Programo de nuevo el inminente encuentro: tu flacura
corre montada en las muletas de unas pantorrillas endebles, las ojeras te han
embanderado de senectud, ya no calzas tacones rumbosos, sino unos zapatos tenis
para jugar al despiste de la muerte, y me abrazas friolenta como si yo fuese
camposanto final, y no me queda más remedio piadoso que mentirte: “¡Mi amor!,
tu belleza deja atrás a las misses planetarias, a las modelos de televisión, a
las princesas del celuloide”, pero por dentro rectifico infundios: “¡Mi amor!,
eres una meretriz patibularia, un modelo de aflicción, una princesa
esquizoide”, y tú para convenir en justos requiebros me devuelves la pelota del
deporte blanco de nuestras canas: “¡Querido!, tienes faz de Robert Redford,
porte de Thatcher masculino, agilidad de salsoso cantante o maraquero”. Y
cuando voy a contestarte con otras dulzuras encomiásticas, me persuado de que
hablo en solitud porque todavía no acudes a la cita memorable.
Al tenerte frente a frente, face to face,
arrugas contra arrugas, te recordaré la madrugada de la primera cópula que
deleitamos juntos, mis gritos de Johnny Weissmuller enredándose en las lianas
de tu cabellera, mis posiciones de saltimbanqui para entrar en el jardín
perfumado de tus mieses profundas, mis alegres lágrimas de autor laureado por
tu disfrute horizontal, mientras tú, Amelia, despertabas a los vecinos con un
telegrama de alaridos: “Ya-no-soy-vir-gen-pun-to”, pero el heroico erotismo no
terminó allí (tan sólo empezaba) porque al constatar que mi pajarraco sufría de
intermitentes contracciones de fatiga automática, proclamaste galileana eppur
si mouve y te aferraste a él, como una loca sin complejos, para revivirlo
totalmente. Y nuestra cama siguió girando alrededor del sol y de los deseos,
¡oh, Amelia!, durante tres días continuos hasta que la inexorable inquisición
del cansancio derrotó nuestras quimeras. ¡Qué pretérito tan presente, amiga!
Hace una hora que te aguardo. El clavel de
reconocimiento que traspasa de rojo eléctrico mi ojal, se deshace en
impaciencias. Quizás aún estás en la casa, consultando con tu colección de
elefantes la buenaventura de este rendez-vous, tal vez le inquieres
al I Ching si es de bondadoso augurio retrotraerte a la anciana juventud.
Siempre fuiste medrosa y dubitativa, Amelia, no te atrevías a dar un paso en la
vida sin preguntarlo antes al más allá, pero acepto que tenías todo derecho
porque tu pierna medio paralítica (la siniestra, naturalmente) se empecinaba en
conocer de antemano las seguridades del triunfo. Y sí que triunfaste, cariño,
pues aunque no te fue dada la presteza de la locomoción, pudiste recorrer la
existencia a través de la velocidad de los libros, y en cada situación
orgásmica —que es cuando se revela el verdadero ánimo femenino— me abrumabas
con tus quejidos a lo Madame Pompadour, o me llamabas Fuenteovejuna (“todos a
una”), o reías más paroxística que la misma Anaís Nin. Yo en esa época carecía
de una sólida cultura, igual que ahora, y por ello tu literaria conducta
sensual me anegaba de sangre las cavernas ignorantes, me endurecía las arterias
apetitosas de conocimiento, me transformaba en un sin par Alejandro “el
Glande”.
La tarde apenas sobrevive en el horizonte de los
omnibuses y tú, amor, no te materializas en estampa corporal. Cientos de
citadinos se devuelven a sus hogares, con el orgullo de una jornada concluida
que los acerca más a la tranquila desmemoria; una luna impresionista me hace
señas detrás de velamen cósmico; tres beodos se toman hasta la libertad de
vociferar frases contra esta sociedad de consumo alcohólico. Y yo, mientras,
desespero fumando, me acuerdo de que no traje las pastillas reguladoras del
corazón, ninguna enfermedad de grave marcapaso, de urgente bypass, solamente
una taquicardia siglo veinte, una disritmia de tambores escriturales; pero no
te preocupes, Amelia, porque cuando llegues serás mi Mago de Hoz, y me
regalarás un moderno fuelle sensiblero para poemizarte todo un canto general.
Olvidé también, en la mesa de noche noctámbula, las tabletas gástricas, que me
disuelven las agruras de una permanente indigestión, mal colectivo, sobresalto
de estómago ante las náuseas de una guerra caliente, aunque no importa tampoco,
querida, porque los dos iniciaremos un diálogo norte-sur: una cruzada pacífica,
una pausa amorosa que nos refresque los ánimos sedentarios. Por fortuna, cargo
conmigo las gotas oftálmicas, ésas que disminuyen la presión ocular, el tenso
fogaje alrededor de las retinas, pero que —por efecto paralelo—me hacen
escrutar las circunstancias como si fuese un pintor cubista, y así te veré,
Amelia, con carcajada en el esófago y caderas guindando de tus orejas plácidas.
No me agobia ya el irremisible enfisema y su imposibilidad de respiraciones
totales, porque me he conformado con la mediocre aspiración del contorno, y
descubrí para beneplácito pulmonar que fabrican cigarrillos mentolados, cuyo
frío nos defiende de los hervideros del carcinoma. Y tú me interrogarás con
sorna acerca de mis antiguos padecimientos de esclerosis amnésica, y yo te diré
que he comprado decenas de volúmenes al respecto, los cuales estudiaré cuando
logre hallarlos en el desorden de mi biblioteca. Y en honor de nuestra salud
imperecedera, permíteme que brinde con dos largos tragos antitusígenos.
Te he escrito, Amelia, infinidad de poemas en la
promiscuidad de los tocadores para señoras, con la esperanza de que en un momento de
azares urbanos mis versos pudieran encontrarte. He publicado mis obras
incompletas en los muros de la ciudad, como un pekinés cualquiera que libera
amoríos de dazibao. He sido actor de telenovelas dentro del minúsculo
albedrío de mi habitación, para declamarte precisos parlamentos histriónicos.
Bebí en tu nombre y apellido, todos los grados etílicos que pasaron ante mi sed
bohemia, y espanté a multitud de gatos maulladores con los falsetes de mis
despechos mariachis. Fui boxeador versus un mundo que me apaleó en cada round
de desventura, pero yo desde la lona te esbocé digitales signos de victoria
para que supieras que nada me arredraba. Me alisté en el ejército abstracto de
los artistas, y dibujé para ti océanos sangrantes y montañas de verdes vertiginosos.
Por puro anhelo de trascendencia geométrica me convertí en triángulo isósceles,
y desde la pirámide de mis pensamientos te designé como faraona de la popelina
egipcia. Obtuve el mérito de cliente asiduo en la trifulca de los bares, y sólo
me ganaron aquéllos que se hallan hoy en mejor vida. Dediqué el desgano
plateado de mi Seiko a cronometrar las horas de tu compañía ausente, e ideé
campanarios en las plazas para que tocasen huracanes de nostalgia. Fui rockero
made in USA, balada de Koljoz, sonero sudoroso y tropical, y lancé por el
universo toneladas de megaciclos tiernos para agasajar el dial de tu audición.
En quince años de no verte, ¡ma chérie, chama, darling!, aprendí los idiomas de
la soledad, y aquí te espero, geriátrico y omniadolorido, con el punzante
objetivo de historiarte mi pasado.
La noche empieza a dar vueltas alrededor de las
bombillas, las tiendas abren paso a la locura insomne de sus maniquíes, las
torres de edificios sueñan con amanecer en brazos de Le Corbusier, y yo en esta
ingrimitud aún aliento expectativas. Quizás un coro de hijos y de esposo te
impida cumplir el compromiso; ya sé: biberones lácteos, mugre de sartenes,
huevos fritos con ojos de rutina pálida. Si es así, tráelos a la entrevista, y
yo los saludaré ceremonioso, qué lindos chicos (mocosos de mierda), encantado
señor marido (burócrata impotente), un verdadero cuadro familiar (para
colgármelo de los cojones), y luego los convidaré a la cafetería más cercana,
menú de emparedados y Ovomaltina, a fin de festejar mis opciones individuales,
mientras tú fijarás las cataratas de tu vista en el rojinegro mantel de
remembranzas, remontándote al Restaurant Zig-Zag, los dos solos, la viuda
alegre Cliquot, la carne amedrentada por tus caninos al aire, boleros con
sordina escenográfica, y yo muy cerca de ti, casi junto al cielo raso de lo que
estabas elucubrando: tomar la última copa en mi conocido estudio de escritor
anónimo, y cuando llegamos al apartamento afirmaste benévola que era
“sencillito, pero chic”, y se te desataron todos los abrazos que habías
almacenado durante tu desdicha virginal, y después me rogaste que apagara la
lámpara porque te causaban mucha risa los grandes lunares de mis ropas menores,
y a continuación, ¿recuerdas?, vino el periplo de lenguas, los ósculos oscuros,
la cabalgata estelar... No me es posible proseguir la memoria de lo que antes
fuimos, ya que tus hijos han pervertido la mesa con sus lágrimas escolares y el
progenitor te ordena, silente, que regresen al hogareño circo cotidiano (¡debe
revisar los favoritos equinos del domingo!), y yo cancelaré la cuenta y el
episodio para dejarlos marchar en el Ford de cuotas mensuales, carroza de
miserable burguesía, contemplando cómo los adorables chiquillos se
disputan a puñetazos la dignidad del asiento delantero. No es cierto, Amelia,
no te has casado con ningún chupatintas de oficina, estás en el Pabellón n.° 6
de Chejov. Te llevaron allí porque un Sigmund de la psiquiatría actual
determinó que hablabas demasiadas insensateces coherentes, demasiadas greguerías
peligrosas, demasiadas sabias pendejadas. Le confiesas en este instante a Iván
Dimitrich, en medio de la nota regresiva de un Valium, que te escaparás por
cualquier intersticio volitivo para encontrarte conmigo en la esquina rosada.
Le añades al compañero, con tu sana alienación, que nuestro amor fue un
infinito electroshock de corrientazos cálidos, una divina comedia entre
demonios, un llano de pieles en llamas, y que fracasamos porque cada semana
elaborábamos una fe de erratas existenciales que luego nos negamos a aceptar.
Corres, desnuda, a través de un smog de avenidas, millares de enfermeros con
corbata y maletín te persiguen, inclementes, han alertado por la radio que una
fiera trastornada de pacifismo amenaza con reescribir la Carta de las Naciones
Unidas, tres regios mendigos absortos en sus cigarros Camel te escoltan las
espaldas, un apostolado de doce hippies aprovecha para vender collares hechos
en casa, voceros generalmente bien informados (que solicitan no se divulgue la
fuente) expresan a los periodistas que la OTAN ha decidido —ante tanto
conflicto demencial— filmar en vivo el Apocalipsis de “El Día Siguiente”.
¡Corre, Amelia!, ¡huye, Iván Dimitrich!, ¡saltad las tapias! ¡Locos del mundo,
uníos!, ¡arriba, orates de la tierra! No llores, Amelia, detrás de tus barrotes
perpetuos.
¡Me equivoqué de nuevo, amada! Mi cerebro de
oxímoron florece en contradicciones especulativas. Un viento nervioso me
ausculta como si yo fuese estatua de parque público, unos perros han lustrado
mis botines con el aguacero de sus intimidades; aves voladoras me confundieron
con la pátina del Louvre, desgraciando las rayas aplanchadas de este atuendo
festivo. Pero nada me conmueve, Amelia de la Concepción, porque mi marcial
deber consiste en esperarte. Intuyo que cambiaste de nombre y de vida, a lo
mejor te he admirado en primera plana de los diarios sin percatarme de tu
postiza identidad, ¿serás acaso la fémina Guinnes más peluda del orbe?, ¿o
Ministro de Estado para el Desarrollo del Subdesarrollo?, ¿o Embajadora Plenipotenciaria
en el maravilloso país de Alicia? Una perspicacia de sentidos ocultos me
susurra que te has dedicado a la lucha, las masas te aclaman con el prolijo
frenesí de los desposeídos; tus discursos gauchistas hacen temblar la ribera
derecha del Sistema, la Revolución te ha escogido como su vibrante
bandera rossa; ahí estás, camarada Amelia, en el sendero luminoso
de los fieros altruismos, y el uniforme verde oliva hace juego con la férrea
marejada de tus pupilas, y de repente pones un punto suspensivo a las labores
(porque te acuerdas de nuestra cita ineludible) y vienes hasta aquí, con tu
alias de “Amelia Luxemburgo” y tu clandestino penacho de peluca, y me abrumas
de besos a lo Ho-Chi-Minh, y me invitas —dialécticamente dulce— a unirme a los
cerreros combates del porvenir; y yo me excuso respondiéndote desde mi mezquina
clase media que sólo soy un escriba de retruécanos, un combatiente del
calembour, un utópico verbal, y tú me avergüenzas con fervientes proclamas de
Fidel y me dejas plantado, como una palmera enana, en el mismo sitio donde me
encontraste.
Tal vez continúo siendo errático, exquisita Amelia.
Los fantasmas espeluznan a las estrellas con aullidos encantados, el farol
cercano resuelve disminuir sus clarores para que no alumbren tanta odiosa orfandad,
los perros de pedigrí famélico ladran para insuflarse una valentía de dientes
rabiosos. Bien quisiera, en esta ocasión íngrima, que vinieses a buscarme y que
tus manos me condujeran hasta la tibia bruma del bar donde trabajas. El
mesonero te apocopa “Mely” y tus amigas a destajo nos abren paso a través de
una música desamparada. El ron con soda (high-ball le dices tú para
no desvirtuar el semiótico argot de la taberna) se desflora en confidencias: un
hijo atronado, el hombre de turno que te lleva la contabilidad de las
transacciones vaginales, la costumbre de un orgasmo calculado en billetes
inflacionarios. Y de improviso, como suelen ocurrir siempre los hechos, el
tugurio se colma de beodos sensitivos y las chicas bailan con ellos una
guaracha de prestigio, y el dueño italiano te conmina con la maffia de
su mirada para que me consumas con adicionales pedidos de licor. Y después del
quinto trago amargo, me atrevo a rumbear contigo una sabrosa provocación de
Benny Moré, y al oído te deslizo mis ansias postergadas, pesadilla de eyacular
en-de-con-por-si-sobre-tras otras hembras que poseían tu misma cara y tu
perfecta mismidad. Las mujeres estallan en cabriolas de un tren danzante,
adheridas a la cintura de sus parejas, y una bola de múltiples cristales rojizos
deifica los movimientos rítmicos. Y tú, ajena a nuestro fulgurante encuentro,
me preguntas que cómo es que me llamo, “perdona, corazón, sufro de anemia en
los recuerdos”, y yo contrariado rezongo una retahíla de apelativos
ininteligibles y me devuelvo a los avatares de mi esquina rosada.
La calle se ruboriza de lluvia y una gárgola en
desuso silba su ahogo milenario. Desafortunadamente, no porto el hongo azul de
mi paraguas, ni el sombrero que me resguarda de los rayos celestiales. Canto en
altísima voz, igual que un cronopio de Cortázar en trance de concitar las
esperanzas, y unos lagrimones metálicos recorren la autopista del sur de mis
melancolías, y te observo —nos observo a los dos— aquella mañana cuando
descubrimos las armas secretas de Julio, y jugamos una rayuela de pasión y nos
incluimos dentro de todos los fuegos del amable sufrimiento literario. Se me
ocurre pensar, Doña Amelia, que eres en este momento una fama voluptuosa,
una madonna de rubíes y pendientes, una acolchonada voluntad
de misérrimas aspiraciones mundanas, y lo creo porque me saludas howdoyoudo descendiendo
de tu conspicua elegancia, y apenas me rozas la barba con un ademán frígido. La
incomunicación se regodea en el semblante de un conejo peludo que te circunvala
la garganta, y yo te propongo guardar un minuto de silencio afectuoso por
Charlie Parker, y tú ni siquiera me oyes debido a la crónica en minucias de tu
último viaje Madrid-Bruselas, el coche cama contratado a la Wagons Lits, la
duquesa que compartió contigo los mareos de un Beaujolais, el caballero belga
que te surtió de lisonjas y de terrones de azúcar; y yo, Amelia, entretanto,
sonrío, descomunal, para conmemorar el gran éxito de tus sandeces
rituales, y Johnny Carter desde lejos toca su saxo drogo en prueba de que nadie
te perseguirá por los siglos de los siglos, Amelia…
Perdóname, Amelia. Todo ha sido una mentira
masoquista, un ejercicio cerebral, una evasión indecente, porque mi cobardía
indócil me impidió asistir a la cita convenida; y aquí estoy, dentro del cautiverio
de un anecdotario fantástico, siempre añorando tu afecto cristalino.
2 comentarios:
Me encantó. Sobre todo el sorpresivo final. Me recuerda mucho tus escritos de hace varios años.
También me gustó, no sólo por el sorprendente final, sino por las variadas opciones imaginativas sobre el destino de Amelia, descritas magníficamente
Publicar un comentario