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domingo, 22 de diciembre de 2019

UNA PERLA (DE PALABRAS)


                         

         Un Día de los Inocentes Perla me citó, hecho que me excitó mucho, en el Bar Tolo, ubicado en un inmundo segundo sótano de esta ciudad del tercer mundo, y yo la esperé casi desesperadamente como si mi reloj Casio marcase -al derecho y al revés- el tiempo de los reveses humanos; y aguardándola, apenas guardé entre pecho y espalda los insultos, las penas, el despecho, los terribles reclamos que clamaba mi corazón de melón, y me embebí en una bebida escocesa sobre las rocas para meditar en lo que estaba a punto y coma de decirle, de espetarle, de espepitarle; y por fin ella llegó, llena de lluvia, y sin aclararme nada de nada por su retraso, ¡así somos en este lugar atrasado!, escogió una silla coja y se sentó frente a mí: “Holamiamor, cómoteva, porquéstastanserio”, me susurró arrastrando los vocablos con su boca de pintura labial, y por debajo de la mesa empezó a sobarme las piernas y las medias mediante las suyas, en son de paz contra la guerra a muerte que pronto íbamos a escenificar.
Perla, ¡es preciso precisarlo!, tenía un cuerpo descomunal que constituía el formidable atractivo de nuestra  comuna, o sea, de nuestro barrio adentro; e igualmente debo consignar que una noche de gran derroche decidí gastarme todo mi íntegro salario de pobre asalariado en el trabajo de conquistarla, y la invité al mismísimo Bar Tolo y pedí filé miñón y ensalada dulce y una botella de vino tinto venido del cono sur, para que no se enconara conmigo y aceptase mis proposiciones de caballero cabal. No tuve que esforzarme demasiado porque Perla, más rápido que inmediatamente, afirmó que sí a través de un claro susurro (“¡Luego te aclararé algo!”), y de ahí partimos al hotel de la esquina, el Hotel Edén, abrazados en la brasa de nuestros arranques, para besarnos, lamernos, acariciarnos, amarnos, mordernos sin remordimientos, dentro del divino infierno de una cama circular; y después que se agotó, gota a gota, mi función eréctil (“¡Defunción eréctil!”, enjuició ella), no me aclaró lo prometido y se largó por su rumboso rumbo de siempre, tras advertirme como si se divirtiera que sólo nos veríamos los jueves de cada semana de siete días, “¡Chao, chao, pescao!”.

CARACAS DE SOL A ASOMBRO


Caracas es una fe alterada, un callejón que se muerde a sí mismo, un tenaz olor de desmemorias, pero no puedo decirlo a los turistas que nos visitan porque soy guía de la Agencia Nacional. “Ladies and gentlemen, this city is... ”, mas la palabra “beautiful” no sale de mi garganta, se enreda en estertores, brinca, desaparece.
Dentro del autobús, el grupo de alemanes toma fotografías de pájaros que no existen, para luego guardarlas en álbumes olvidadizos porque Munich o Berlín resultan demasiado presentes para acordarse de un viaje a, ¿cómo se llamaba?, ah, okey, “Vezenuela”. Y la delegación gringa (cinco damas con carnet de jubiladas y cinco esposos idénticos) interroga sobre la hora del almuerzo o’clock, sin saber que aquí los relojes poseen manecillas a destiempo y la comida se agobia de absurdos tropicales. Y también nos acompaña un japonés, ¡no podía faltar el ojo horizontal!, cuyos intereses se vuelcan en la admiración de los autos que nos exporta su país. Y entre clicks, o’clocks y Mitsubishis, voy relatando el tema turístico: “Caracas has four millions of...”.
Cuatro millones de habitantes y una mosca que ha entrado por la ventana para fastidiarme los discursos, mosca inmensa, mosca subversiva, mosca con pasamontañas, y digo entonces que Manuelita Sáenz vivió junto a Bolívar en la casa natal del Libertador, perdón, señores, excuse me, tengo un mareo histórico, un ataque de fechas erróneas, un cruce de edades; pero como nadie se turba ni comprende, yo prosigo el descalabro, please atention!, Simón y Manuela se amaron bajo la luz de los semáforos y las lluvias de agosto, y ambos —ataviados de diversas naciones eróticas, falso, cierto, falso, ciertísimo, y hoy el bolívar vale la mínima parte de un dólar—, “how much?”, exclaman todos en coro de números ansiosos.
No respondo porque estamos frente a la iglesia de La Pastora y una bruma de nostalgia me envuelve los huesos y la lengua, y el alma, y el alma de la lengua. Aún oigo las voces de mi barrio en una angustia tardía: “¡Hirieron a tu padre, cayó el gobierno, escóndete en lo más alto del campanario!”. ¿Qué se reza contra el brusco frío de los tanques? ¿Me habrán visto los soldados? ¿Huirá mi perro? No, no es preciso comunicar a los turistas tanta maña de circunstancias personales, ni expresarles —a golpe de traducciones egocéntricas, Reader One, Reader Two— que ese chiquillo que observan, el de descarríos hacia las nubes, soy yo: ahora vestido de futuro actual, calzado de diecinueve siglos y noventa y seis años modernos. Y el chico corre persiguiendo una estela de aire, y los dos nos encontramos en sensaciones exactas; sí, hoy ratifico que quería convertirse en poeta deambulante, en poeta maldito, y lo abrazo (me abrazo) a través de... “How much?, how much?”, insisten las bocas turísticas.

viernes, 20 de diciembre de 2019

CIANURO ETERNO


En vuelo directo, Victorino Arriaga ha salido de Ciudad de México con destino a sus compulsiones y sabe la razón: debe indagar las causas de por qué los uruguayos son los primeros en las estadísticas de suicidio en América Latina y el Caribe. Como psiquiatra, le interesa más el análisis in situ que la consulta de miles de páginas a través de Internet; y sobre tal realidad, empaparse de la vida (o la no vida) de sus sujetos de hipótesis científicas. Aunque hasta ahora no tenga ninguna, pues así trabaja: parte de un conjunto de datos y va elaborando la secuencia de las labores. “Estás tan loco como tus pacientes, Victorino”, le recrimina su mujer desde una memoria conyugal que dejó instalada en la Colonia Polanco, y entonces ataca sin prejuicios el pollo a la naranja que le sirve la aeromoza.
El avión gravita sobre espumas de nubes y Arriaga observa Montevideo, una ciudad que sólo conoce por imágenes de folletos turísticos. Pocas luces, edificios pequeños, el cauce del río que exalta las brumas de las construcciones. Antes de bajarse, compulsivo como siempre, le echa un vistazo a la Revista de Suicidología que le envió un colega de esas tierras:
“En el contexto mundial, ocupamos el noveno lugar de la tasa de suicidios, el cuarto entre las naciones en vías de desarrollo y el primero entre los países de América Latina y el Caribe”.
La perspicacia de Arriaga, acostumbrada a las intuiciones, se afina en una agudeza sensible para que nada ni nadie se le escape, “Al Hotel Universis, por favor”. Mientras el taxista habla acerca de los problemas del tráfico, el psiquiatra anota mentalmente: “hombre maduro, caucásico, pícnico y con facilidad de palabra”. Las calles no se parecen a las de la capital mexicana, son reducidas e íntimas y un adiposo hollín las envuelve de cierta nostalgia; –Te gustará, che  –dice el taxista, ladeando una sonrisa que Arriaga aprecia como signo melancólico.

lunes, 9 de diciembre de 2019

SI ME HAN DE MATAR MAÑANA




Sólo quedan él y los mariachis temblorosos. “¡Toquen hasta morir de veras, no se me achicopalen en las últimas!”. Por algo lo llaman el Mexicano, aunque nació en una sierra de los Andes a varias leguas de Bogotá, bajo cielos ásperos y un frío de dioses alocados. “¡Que suene la música, caleños!”. Dispara y toma, como si el anís Carta Blanca, de reales cepas colombianas, le infundiese audacia a la ametralladora. Dispara y escupe, como si necesitase juntar ambos extrañamientos. Dispara y canta, como si las razones melódicas formasen parte de una misma guerra de estruendos. Observa los helicópteros en vanguardia de exterminio, el ejército agazapado entre arbustos luminosos, el fuego con precisión de víctimas, “¡Ríndete ya, Mexicano!”. “¡Que se rindan sus madres!”, grita o piensa, mientras un calibre de cuarenta y cinco violencias destroza lujos inmerecidos: el cuadro de Picasso, la escalera con artificios de ebanistas barrocos, los grifos de oro, la estatua de contrabando, los divanes en redundancia de caobas, el fraude genealógico de un escudo de patrañas...
La muerte siempre se viste de evocaciones, y por ello recuerda —a trancos de memoria— sus órdenes para decorar la casa de hacienda y me ubican esto aquí, y gasten lo que sea, y quiero mi retrato presidiendo el mobiliario, y obedezcan y callen. Sobre todo eso, nunca hablar en discordia ante el capo de los carteles de la droga, un mexicano por convicción de guitarras, falsetes y despechos, que nunca salió de Colombia, ¡mala suerte, Pedro Infante!, y jamás pudo conocer los alcoholes de la plaza Garibaldi ni el Tenampa ni las suaves agruras del mezcal. De atrás le venían las pasiones. Años toscos de edad y un semblante a lo Jorge Negrete que lucía en la fonda de la miserable calle mayor. Y la navaja, y las ganas de usarla con propiedad de filos; y un sombrero ladino, ladeado, lanceolado, sin alturas heroicas. Cada noche igual: la música girando dentro de la rocola, los corridos en sonoridad de diluvios, voces múltiples, voces superpuestas, “¡Ay, Chihuahua!”, y otra cerveza y otra para engrandecerse el solitario pálpito del corazón. Hasta que le hundió la navaja al dueño de la cantina (pendencia, sangre, blasfemias), porque el viejo nacionalista no deseaba más escarnios de Jalisco. Y antes de irse, en un tiempo que “apenas le permitió montar en su caballo”, juró sobre un puño de cruces abstractas: ¡volveré rico para comprar toda la mugre de este pueblo!

domingo, 8 de diciembre de 2019

GUERNICA FONDO BLANCO

 El Bar Restaurant Guernica está ubicado en el corazón del barrio La Candelaria, o mejor dicho, en el hígado de los asiduos clientes, o con mayor propiedad, en medio de las tardes embarazadas de hastío, y sus botellas forman hileras de risa en los estantes junto a una colección de yesqueros que enciende volcanes de palabras, y sus mesas de tres patas —a la altura de diez whiskys y cien millones de sueños— parecen gatos erróneos que buscamos para justificar la exacta verdad de los absurdos, y los mesoneros confunden sus corbatas de pingüino con el frío polar de las cervezas, y los camarones duermen sus iras dentro de una salsa de ajos que los previene contra el mal aliento de la muerte, y las zarzuelas de mariscos poseen tanto color que saben a girasoles de Van Gogh y a amarillos de luciérnaga, y yo pido un Old Parr sobre las rocas de un iceberg tropical y tú pides un Martini seco para ver si rompes la docena récord de Ava Gardner