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martes, 28 de febrero de 2017

FOBOS Y DEIMOS

 

     Yo trabajaba en el Laboratorio de Inteligencia Virtual y mi vida se reducía a una simple verificación de conectores suprasensoriales. Cada segundo debía obedecer las órdenes de la computadora central: una tenaz máquina sin espíritu que me dislocaba los motivos de la existencia. Cuando cometía un error, la muy taimada inflamaba sus ojos sensoriales para que empezase de nuevo. Jamás aprendí las venganzas del odio, ¡no estaba en mis principios de dignidad!, pero muchas veces quise romperle la crisma de la pantalla a fin de que se extinguiera con ávida fulguración. Sin embargo, adopté el camino de engañarla mediante ardides que su esquemática sapiencia no podía detectar, y entonces trastocaba los mensajes y se retorcía en una locura inaudita.

lunes, 27 de febrero de 2017

NUEVO VIRUS VIOLENTA COMPUTADORAS MUNDIALES


   
 
Entre los más astutos y novísimos gusanos informáticos, hay uno llamado Literator que aprovechando los deslices de los usuarios, se instala en el disco duro de la computadora para hartarse únicamente aquellos textos de infame redacción. El maligno espécimen (o quizás beneficioso desde el punto de vista que juzguemos sus acciones), es enemigo de los ripios, las cacofonías, las frases hechas, los barbarismos, las torpezas imaginativas y, sobre todo, de los lugares comunes que tanto deslustran los idiomas; y por eso, en tiempo digitalizado, se engulle cualquier resbalón escritural con la finalidad de suprimirlo del ordenador. Así, a lo largo del planeta y sus lenguas, infinidad de discos duros han quedado vacíos (y vacilantes), y la mayoría sufre en lo sucesivo de profundos temores para el arranque, como si entendiese los alcances del síndrome.

sábado, 25 de febrero de 2017

CAMPEÓN DE BOXEO MATÓ A SU ESPOSA Y SE SUICIDÓ






 Amigos y amigas, ésta es una transmisión en directo desde la propia vida  (y ausencia) del Piache Viloria, honra del boxeo venezolano, campeón mundial super pluma y del peso ligero. En la foto de archivo, apreciado público, lo vemos cuando nació, ¡qué niño más pequeño, qué esmirrio, qué flacura!  A la comadrona de La Viga, su pueblo natal, casi se le salen los ojos de las cuencas al descubrirlo tan menudo, tan frágil, pero ya crecerá como las ramas y los animales del campo; sus padres lloran, no de temor sino de contento, porque saben que el crío será fuerte como sus hermanos, aunque lo asedie la pobreza y habite en un rancho de pocos metros sin ventanas, a 600 kilómetros de la capital, sí, será fuerte y famoso, se los ha revelado el pálpito del corazón, y se llamará Wilmer, igual que un popular cantante de salsa brava, y después, mucho después, le dirán el Piache, el Piache Viloria para el mundo, el Piache Viloria para el reino de los golpes por doquier. ¡Calma!, no nos adelantemos, no, Wilmer en esta secuencia de la transmisión es ahora un chiquillo que progresa en músculos y rebeldías: agita las manos contra los otros, se escapa de las horas de escuela, enjaula a los pájaros libres y se desvive frente a los programas de televisión. “Wilmer, hijo querido, compórtate”, lo reprendía su madre sin dejar de acariciarle las greñas del pelo. ¡Señoras y señores, vamos a unos compromisos de nuestros patrocinantes y ya volvemos!

viernes, 24 de febrero de 2017

AJUSTE DE CUENTOS


       


        Vendrá a matarme y yo  aguardo con mi calma de cuarenta años. Su decisión quedó estampada en una breve nota anunciatoria: “Hoy es tu fecha de muerte”. La letra, en moldes de menuda firmeza, no acepta lugares para la incertidumbre: será a las once en punto de esta única noche.
No me defenderé. No opondré la resistencia de los necios. Jamás. He ocupado la mañana en revisar el desenlace de mi última novela. Borrones, tachaduras, variación del tono final. Gritos en boca de un monólogo. Espero que los editores se conmuevan y la publiquen con honroso epitafio: “Obra maestra de un escritor hasta ahora desconocido”.
En la tarde salí a ver la mar gruesa, como diría Lawrence Durrell. Desde mi refugio creativo, un ensamble de maderas junto a la playa, partí contra la brisa. Arena y trópico, olor fogoso de moluscos, luz en la herida sola de las islas. Aleteo y salitre: vibrátil cruce de recuerdos. Sí, dejé a Andrea viviendo en Caracas para escapar hacia un postgrado parisino. Nuestro matrimonio, ya débil costumbre, merecía un reposo táctico. Hasta cuándo cambiar el sitio de los jarrones o el matiz de la misma alfombra. Hasta cuándo otro hijo y otro y otro, como inválidos cuerpos de mediación. Sin embargo, Andrea nunca me perdonó la distancia. Sus cartas, prolijas y magnificentes, elogiaban los rezagos del amor, exageraban sucesos, primeros encuentros, mentían a sabiendas. Yo contestaba con sofismas sentimentales: te amo pero diferente, te necesito en la memoria, ya veremos...
               Irrumpí en París un día de Vallejo y aguacero. La beca sólo me permitió el agrio cuarto del hotel Deux Continents y su hábitat de calculados metros antiguos. Sin ducha, por supuesto, ni adornos visibles. Inmediatamente abandoné mi valija de suéteres y libros para hundirme en las imágenes de aquel cosmos intuido. Con el asombro de una sonrisa, me atreví a recorrer el pleno pulmón del Quartier Latin; mi voluntad ficticia se topó con Camus y Balzac, con Degas y Lautrec. Culminé impresiones, sentado en el café Flora, como un asiduo personaje cortazariano. Estaba, por fin, en París.

viernes, 3 de febrero de 2017

LA TRUNCA CABEZA DE PANCHO VILLA



       

      

No me llamo Carmelo Taborda, sólo utilizo este nombre en mis investigaciones sobre la Revolución Mexicana. Tenía escritos más de quinientos folios sobre José Doroteo Arango Arámbula, Pancho Villa, sin aún esclarecer los autores ni el paradero definitivo de su cabeza mutilada en 1926 (tres años después de que lo enterrasen en un panteón de pueblo).     

Pistas vagas me conducían a supuestos finales: la exhibición de la testa de Villa en el circo Ringling Brothers, donde cobraban 25 centavos para verla; la encomienda de cercenamiento impartida por un militar cuyo deseo era que la ciencia estudiase el cerebro del héroe; la venganza del General Álvaro Obregón, quien había perdido el brazo derecho en una refriega contra las huestes villistas; la posesión satánica del despojo por parte de la sociedad secreta Skull and Bones, de Yale University, con el propósito de rituales furtivos; la sepultura del cráneo en Chihuahua dentro de una mohosa caja de balas. Recovecos de la incertidumbre, espejismos que merodeaban la realidad, epopeyas de cuerpo fragmentado.

Por ello, no me sorprendió el correo breve y dramático de un profesor chicano, amigo mío, asegurándome que la cabeza de Villa se encontraba en Brooklyn, bajo la custodia de anticuarios judíos. De inmediato, reservé por Internet el boleto desde Caracas y acomodé en la valija el equipaje imprescindible: dos botellas de ginebra contra el insomnio, las páginas con las pesquisas y algunos trajes aleatorios. Y le pasé llave a mi hogar, no sin los rezos ateos para evitar que entrasen los ladrones.  

Durante el vuelo, medité acerca de la existencia y ausencia del gran personaje trunco, quise explicarme el porqué nos habíamos escogido mutuamente (Villa a mí y yo a Villa), y concentré la atención aérea en una película, ¿profecía o casualidad?, sobre Emiliano Zapata con la cara de Marlon Brando. Después del aterrizaje, tomé el bus hasta Brooklyn y me alojé en un hotel sin estrellas muy cerca de la dirección que me había indicado el colega profesor. La pieza, con paisaje hacia descomunales tarros de basura, tenía una atmósfera áspera y triste, aunque la acepté porque mi ánimo no andaba en busca de confort primermundista sino de quimeras impalpables.

Al cabo de una ducha para solventar el cansancio, crucé las calles que me separaban del objetivo y toqué en  Ashir&Sam, Experts antiquarians. Al abrir la puerta, un anciano de gorro contra los fríos seniles, me miró en plan de identificación  y luego dijo: “Sabíamos que vendría, señor Taborda, aguarde aquí y perdone que no lo haga pasar, la tienda está en un pleno desorden”.  Mientras tanto, me fumé el recuerdo de algunos cigarrillos porque ya había abandonado su humo; y al rato, el anciano volvió para entregarme una caja de cartón. “¿El precio?”, le inquirí; “Nada me adeuda –expresó el viejo–, cumplo con mi deber, ojalá que a usted también pueda serle útil...” Le apreté la mano, agradecidamente, y partí.

Al llegar a la habitación, apuré dos tragos de ginebra fondo blanco y abrí la caja para encontrar un recipiente de vidrio, en forma de pecera alargada, lleno de un líquido (quizás alcohol viscoso o cualquier extraña mezcolanza) dentro del cual flotaba la probable testa de Pancho Villa. La emoción se apoderó de mi energía y durante toda la noche me mantuve comparando aquel cascajo óseo con la cabeza del héroe, y repentinamente me hundí en un tenebroso duermevela para verificar cómo la calavera se adosaba al antiguo cuerpo activo de Pancho Villa e iniciaba lidias, sobresaltos, arrebatos.

Tiene los ojos de búho astuto, la piel blanca pero quemada por soles eternos, el cabello rojizo, el bigote en fronda, los dientes inmensos como granos de maíz, el porte voluminoso. Lleva su legendario sombrero de ala ancha, viste un uniforme militar con doble canana de balas sobre el pecho, a cuya diestra sobresale el revólver Colt 44. La jaca “Siete Leguas” se adhiere al escenario, y Villa, tras clavarle las espuelas, lanza su bramido: “¡Gringo, hoy te corto la oreja, mañana te mato!”. Luego se devuelve a un pretérito adolescente, habita en Canatlán, Durango, es medianero en tierras ajenas, y cuando por la tarde llega a su casa (un ranchón de torcidas paredes sin ventanas) encuentra al hacendado para el cual trabaja en plan de abusar de su hermana Martina Arango, de doce años, mientras la madre le increpa (como Dolores del Río en un film de los Estudios Churubusco) “¡respéteme a la chamaca, déjela quieta, váyase, váyase!”. Entonces  José Doroteo busca una pistola escondida y la descargar en el agresor, aunque sólo lo hiere en la pierna derecha  y parte a galope de mula hasta la montaña cercana para esconderse de los agentes rurales.

Así, dentro de mi pieza de hotel, acompaño a José Doroteo en las penurias de la soledad, huyendo sin treguas de paz ni moderaciones de reposo. Vivimos ambos una existencia de pupilas abiertas y noches ocultas para evitar que la ley nos  alcance, hablamos en el tono menor de los perseguidos, repetimos las mismas historias a la lumbre de fuegos íngrimos, no hay descanso, somos los trashumantes, el último residuo, las sobras del mundo. Y en esos ajetreos, me enseña el beneficio de las plantas que permiten la subsistencia, “el simonillo para cuando hagas bilis y las barbas de elote para cuando sufran los riñones de mucho andar a caballo, hay yerbas que alimentan y otras que te duermen o te alegran como licor”. (La habitación da incesantes vueltas alrededor de la lejanía. Ya no siento ningún temor fantasmal).

Cansado de tanto huir, Pancho se convierte a mi eterna vista en bandolero de gran pelambre y asaltante de caminos, y combina delitos con una fachada de trabajos limpios (subcontratista del ferrocarril, propietario de una carnicería, dueño de mulas). Son lustros de sucesos antes de que nos alistemos en la total ocurrencia de la Revolución: Soy testigo de su firmeza personal, sus combates armados, su afecto hacia los menesterosos, sus rangos de mayor, coronel y general del ejército revolucionario, y también de la fidelidad al Presidente Madero. Los tres estamos reunidos dentro de este cuarto, y el Mayor Villa le narra a Madero sus peripecias como delincuente-salteador, Madero escucha con adusta atención, Villa termina  llorando; Madero, conmovido, le otorga un “indulto tan amplio como fuese necesario”. (Pido ginebra y fiambres a la gerencia del hotel, porque no quiero salir sin resolver enigmas).

Ahora me encuentro en la División del Norte de las fuerzas rebeldes, el comandante Pancho Villa grita “¡Carmelo Taborda, venga acá!”. Es para nombrarme como su secretario (el anterior falleció en combate), porque ha descubierto en mí algunas dotes para comunicar órdenes y noticias. Sí, “El Centauro del Norte” dirige una legión de 30.000 hombres y es un genio alternando la caballería con los ataques nocturnos, los aviones y el ferrocarril. Adelita, la del famoso corrido, está en los cien trenes que avanzan sobre Zacatecas, y cada soldado canta “Si Adelita se fuera con otro/ la seguiría por tierra y por mar…”, y me acuerdo pero no se lo digo a Pancho que él es la pasión furtiva de miles de Adelitas, pues se ha casado o amancebado 27 veces y tiene igual número de hijos. En funciones de secretario, redacto y mando a pegar el cartel solicitando ametralladoristas, dinamiteros y ferroviarios: “Atención, gringo, por oro y por gloria come and ride with Pancho Villa”; e igualmente me ocupo de apuntar, entre contiendas y ofensivas, las frases del héroe: “Los ejércitos son los más grandes apoyos de la tiranía; Nunca al problema educativo se le ha dado la atención necesaria; ¡Fusílenlo, después averiguamos!; No soy católico, protestante ni ateo, soy librepensador; ¡Viva México, cabrones!”

El tiempo prosigue, nos hallamos en el momento crucial de la toma de Ciudad Juárez. Desde la terraza del Hotel El Paso del Norte, Texas, próximo a la frontera, hombres con prismáticos y damas de elegantes pamelas auscultan el cuadro bélico, cerca del anuncio en colores que: “El único hotel en el mundo que ofrece a sus huéspedes un lugar seguro y confortable para ver la Revolución Mexicana”. Pero no les dimos el gustazo de que nos aniquilaran e hicimos correr a los federales del dictador Porfirio Díaz.

Continúo a la sombra de Pancho Villa, que ha sido designado como gobernador interino de Chihuahua. En pocos meses nacionalizamos los bienes de la oligarquía local y los comerciantes españoles, además de abaratar la harina, la carne, la ropa y disminuir los  impuestos a los pobladores, por eso nos llaman socialistas, no importa, qué carajo.

El vuelo de los años resulta incesante, estoy en medio de la batalla de Columbus, Nuevo México, conformando el grupo de Villa que invade el territorio de los Estados Unidos por primera vez desde su independencia de los ingleses, porque “el chingón Presidente Woodrow Wilson reconoció al gobierno de nuestro adversario Venustiano Carranza”. Embestimos con rabia al destacamento norteamericano y nos hacemos de sus caballos y fusiles, tomamos la guarnición e incendiamos algunos edificios del poblado, aunque por desgracia las bajas fueron desiguales: 17 militares gringos muertos y 73 de los nuestros.

El retorno a las tierras mexicanas es veloz, y más presurosa la noticia que da vueltas mundiales: “Villa invadió los Estados Unidos”. El Presidente Wilson designa al General John Pershing para que con 10.000 efectivos penetre en México y atrape a Pancho Villa, pero “la expedición punitiva” no tiene éxito luego de un año de perseguirnos a través de medio país. Por eso coreamos: “En Columbus quema y pilla/ Pershing lo viene a buscar/ el Tigre se vuelve ardilla/ y no lo puede encontrar/ Mi General Pancho Villa, le venimos a cantar”. (Los recuerdos me han producido debilidad por agotamiento, respiro en trechos minúsculos, las pulsaciones aminoran su ritmo, la sed no se me calma con la ginebra, mas no desistiré hasta esclarecer lo que me ha traído hasta aquí). 

La buena suerte de Villa parece abandonarlo en los últimos tiempos, escasean las carabinas, sufrimos de mengua, las tropas se limitan a un pequeño grupo de insurgentes, los enemigos ansían borrarnos del porvenir de la república. Al final de varios fracasos, Pancho acepta una rendición negociada con el presidente de turno para retirarse a la vida pacífica, yo también suscribo el acta en calidad de testigo. El gobierno, por su parte, le otorga en propiedad la hacienda El Canutillo, de noventa mil hectáreas, pagándole una escolta fija de medio centenar de hombres, además de beneficios adicionales para el resto de los vencidos.

Pronto, Villa transforma la hacienda en un modelo de cooperativa comunal y la dota de sembradíos, maquinarias, casas, escuela (“¡Taborda!, lo nombro director titular”), talleres y hasta funda un banco agrícola; los contrarios ni por un instante nos quitan la vista de encima. Hoy en el almanaque es viernes 20 de julio de 1923 y asistiremos a un bautizo donde Pancho es el invitado de honor. Cinco compañeros y yo partimos en el Dodge Brothers negro de Villa para recogerlo en Hidalgo del Parral, pueblo donde tiene una amante y un hijo que aprende a gatear. La mañana sopla aires de ventisca, Villa sale de la casa con desprevenido humor y le ordena al chofer que se cambie de puesto porque conducirá el auto, yo iré a su lado (como siempre), los demás están en los otros asientos, empieza una tensa lluvia.

En la esquina posterior, el auto cae en un lodazal y se apaga, los acompañantes nos bajamos del carro para empujarlo. Es apenas un retraso de la liturgia del drama, pues a exiguos metros nos aguarda el futuro irremediable: son nueve los asesinos que desde unas ventanas, apoyan sus rifles en pacas de alfalfa para dispararnos más de cien proyectiles, de los cuales una docena le destroza a Villa el corazón. Quedan junto a él su pistola y su daga; yo intento sacar mi revólver pero unos balazos me perforan la columna y caigo en vilo de consciencia esperando mi traslado al hospital, deliro, repito escenas, modifico hechos de la memoria, no conozco la suerte de los otros camaradas, escucho que llevan el cadáver de Pancho a la Hostería Hidalgo, de su propiedad, y lo colocan desnudo encima de un jergón, las fotos circulan por el planeta, oigo el corrido póstumo “Fue muy triste su destino/ morir en una emboscada/ y a la mitad del camino”.

Un temblor, como de presagio súbito, me recorrió el cuerpo y de inmediato afiné las pupilas para comprobar si me hallaba aún en el hotel de Brooklyn. No había sangre ni heridas, los tarros de desperdicios seguían sobre la anodina desmesura de la calle, y el cráneo del héroe estaba absorto en su esquelética quietud. Sin embargo, no quise tentar los riesgos de nuevas visiones y decidí retirarme de las pesquisas históricas. Entonces, metí la cabeza de Pancho Villa en su alcohol extraño, amarré la caja y la abandoné frente a la tienda de los anticuarios con una nota de fúnebre gratitud.  También he jurado no leer nunca más los folios que escribí.

 



SUBMARINOS NARCOS

NARCOS CONSTRUYEN SUBMARINOS PARA TRANSPORTAR DROGAS (Semanario Punto y Seguido)

       
   
         Israel Trenzas (nombre y apellido que resultan inverosímiles para quienes no trataron al colombiano) dictaba la cátedra de arquitectura naval en el Instituto Tecnológico de Montpellier; y hasta ahí, sin previo aviso ni mensajes electrónicos, fueron a buscarlo los “socios” de una compañía de variados fines lucrativos, o sea, tres moles con ternos a rayas y sombrillas contra el clima de estación, que deseaban hablarle en otra parte sobre negocios de interés común. “Me jodí”, pronunció para sus adentros el colombiano Israel, mientras reconocía el acento de los interlocutores a rayas.

jueves, 2 de febrero de 2017

KOTEPA

                                       KOTEPA   
                                  (RE-CUENTO)

 Kotepa Delgado  llega con sus huesos y su boina de estudiante rebelde a una de las prisiones que el dictador Juan Vicente Gómez dedica a la insurgencia: el Castillo de Puerto Cabello, fortín que edificaron los colonizadores españoles para defender la ciudad de los asedios piratas. Son muchos los jóvenes detenidos, algunos no alcanzan  los veinte años. Los guardias, con sus armas ansiosas, conducen  al grupo de universitarios hasta una bóveda que funge de celda. Hay otros hombres allí, son los habituales presos de un régimen que no acepta modo alguno de inconformidad. Sombras emergen de otras sombras para saludarlos mediante abrazos carcelarios; a través de los barrotes de la ventana se cuela un calor áspero, casi sólido.
Kotepa  ve todo con moroso detenimiento, el mar suena con golpes de acantilado. Repasa las paredes de los siglos donde Miranda estuvo recluido y se acongoja por instantes de avispas que le tocan el corazón; coloca su ropa y sus libros sobre un suelo de piedras inexactas. Alguien le indica el camastro de hilachas para tumbarse, pero no quiere dormir, solo anhela acostumbrar los sentidos (y los sentimientos) a la realidad combativa de la prisión.

A SALUSTIO QUE ESTÁ EN TODAS PARTES

 (Salustio González Rincones, 1886-1933)



Te veo regresando a Caracas, luego  de años  de  ausencia, embutido  como turista de ocaso y ocasión en uno de los camarotes del vapor Caribia, que zarpó del puerto de Le Havre para encontrarse con los paisajes de América. Presagias una última travesía, Salustio, los astros personales bastan para testimoniarlo. Tus amigos fueron a despedirte con abrazos y lisonjas, esperanzas tenues y angustias escondidas; y tú les retribuiste mediante afirmaciones que tenían el sabor del disimulo: “¡Hasta luego, regresaré pronto!”. Algunos arrojaron lágrimas subrepticias, a otros les bastó la indulgencia de no mirarte de frente.
Sales a la cubierta del barco, el cielo te observa entre los amarillos del atardecer. Las piernas no logran sostenerte con temple, y en los brazos sientes ardores fijos, clavos agónicos.

miércoles, 1 de febrero de 2017

CARTAS A LA CARTA (O HISTORIA DE UNA X VOCACIÓN)

        

       
           Lo  cierto fue que Remigio Cántaro, con apremios de medio siglo, abandonó la terca esperanza de escribir como Jorge Luis Borges para dedicarse a su propio horno de palabras. Y por las noches observa el firmamento: la luna baldía, constelaciones, estrellas sin nombre, Osas mayores y menores.
    Remigio había percibido por primera vez el mundo en la biblioteca de su casa, porque la inminencia del parto impidió el cónclave de unos médicos que veían las carreras de caballos mientras seccionaban cordones umbilicales y cosían los desbordes de las heridas. Mejor así, pues la misma madre (estoicamente resuelta) pidió la tijera de filos alemanes, el algodón en copos y una botella de alcohol absoluto, rezó letanías deíficas y bajo la señal de la cruz separó los dos cuerpos con heroicidad de dama espartana oriunda de Caracas.

Carte abiert a Miterrand (1989)

Je suis trés content et brincant en une sole pate, mesié le President, pour votre arrivée a  mi terrand Venezuelá. Ojalá, oh la lá, que vous nos ayudons a sortir de esta horroreuse pobrece, s'il vous plâit, y mercí de anteman.
C'est un pays del Arauca vibratoire, plein de richesses et de problemes. Nous avons beaucoup du petrol (l'oro noir), mais pour otre part guberne l'Action Democratique, una (des)organization que ha poussé la grand comique dilapidant tout les churupes. Figourese vous que non hay ni moned sencille par se monté dans le Metró, et si uno comme un pendeux paga con billet le mentant la mère et la sagrade famille.
S'esfumé la belle epoque de las vaches grosses que dabant leche condensé‚ (como disse la chanson de Ives Montand).

El Aventurero

La tarde es de fiesta y el sol augura un cálido tiempo para que todo brille como aceros templados. En el redondel se mezclan muchos dolores intrínsecos, porque la muerte siempre está de por medio. Hace años, mi padre cayó en esa procelosa circunferencia, aunque no sin aplausos. Es lástima que la consagración venga después de la derrota. Hay que resignarse.
Del viejo conservo los más puros recuerdos. Puedo ver sus ojos—como si fuera en este instante— penetrando cada punto de vida. Pretendió sabiduría en el ruedo, pero otras astucias fueron más poderosas. Afortunadamente, no presencié su fracaso, tampoco mi madre ni mis pequeños hermanos. Pese a que hemos sido educados para los terrores festivos, no nos acostumbramos a perder a uno de los nuestros. Mi padre fue gigante en ternura y severidad, y su fortaleza de ánimo nos permitió sobrevivir. Por eso hoy, ante el despiadado torneo, me encomiendo a sus enseñanzas.

TEMPO PROFUNDO

        El escritor se sentó durante muchas horas de paciencia frente a su máquina Underwood, pero solo obtuvo teclas enguerrilladas, puros cuentos de Babel, ideas rondándole igual que pájaros inocuos. ¿Y las musas?, las musas se resistían a comunicarle la gratitud de una mísera palabra. El escritor cerró los ojos y pensó en Balzac, “qué facilidad para las novelas por entregas”, “qué humana comedia”, “cuánta prodigiosa lucidez”, pero a pesar de esas evocaciones la cuartilla seguía tan indemne como la conciencia de los arcángeles. Recordó también el tiempo perdido de Proust, “¡carajo, Marcel, ilumíname con tu filigrana de memoria!, ¡sóplame osadas narraciones, curiosas soledades!”. Nada. Tres silencios de café, tres cigarrillos de humos mudos.

MIGUEL OTERO SILVA

 EL COMBATIENTE Y SU SONRISA

Entró al siglo XX por una rendija de 1908 para formar parte de la memoria de este país. No hubo sensibilidad literaria ajena a su alto cuerpo de bucare. Ejerció la estricta justicia del humor. Partió en inquina con esa eterna virgen la muerte, como diría Borges, porque su diligencia era terrena. Se llamó, se llamará perdurablemente Miguel Otero Silva.
Si fuese preciso caracterizar en una sola nota distintiva la postura de Miguel frente al humor, deberíamos significar que él entendió su acción como praxis integral: en poesía, en prosa de crónicas y en prosa narrativa, en el diarismo, en la conversación, y en el aliento por el cultivo del género que quiso transmitir a los que se iniciaban en el difícil arte de los humores. Comprendió que el creador estaba obligado a conculcar la solemnidad banal que achica los actos humanos, y por ello su obra en buena porción se halla imbricada por el hilo conductor del humorismo.

LA REPÚBLICA DEL ESTE (RE-VISIÓN)

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El Viñedo tiene un ficticio aire de tasca ibérica con aspavientos de mundanidad tercermundista. Cuelgan jamones y botellas del techo, como sorpresas vivas de Dalí; la clientela grita incongruencias etílicas a volumen de vibraciones agudas y se esmera en oírse sin sosiego (¿para qué dilapidar el tiempo escuchando obvias sandeces ajenas?); el whisky y la cerveza lidian contra los filos de inexistentes corbatas: las normas mueren en soplos fugaces, un perro de porcelana se atenaza la cola del absurdo, todo da vueltas alrededor de ejes inconformes. El  espíritu espirituoso de El Viñedo desciende de la intransparencia y estimula a la barra para que los ebrios narren sus penas y se atraganten de angustias líquidas. El poeta Caupolicán Ovalles, sentado en una mesa de flores de artificio, habla sobre lirismos y utopías con otros compañeros existenciales; los temas cabalgan en pos de nostalgias ubicuas, “¡Otra ronda, por favor!”, alguien modula una canción de estigmas y despechos. La lluvia, afuera, destaca su trópico en bramidos de repetición: salva salvaje, selva sibilante, solfeo cáustico.