Entradas populares

martes, 2 de abril de 2024

ASÍ EN LAS AGUAS

 



El río es una conmoción de líquenes, de hojas turbias, de aguas sobre aguas, de revuelta bulliciosa, de alarma. Viene en exceso, como pedimento de otros cauces y otros ímpetus. Hay que santiguarse para que no nos arrase y envuelva, solicitarle bendiciones, alta clemencia, ayuda, entrañable ayuda, Padre río.

Dicen que se demoró, con empeño de lagunas y acequias, para tomarse el tiempo de las fuerzas que le hacían falta; dicen, comentan, gritan, como si el vocerío exasperado pudiese amainar el miedo, reducir los pavores, volver franca mentira lo palpable. Dicen.

Crecimos a su lado, cual respetuosos arbustos humanos, y todo consistía en tentarlo de buena manera, entenderlo sin prisas, hablarle casi en silencio, mientras nos volcábamos en sus profundidades de algas y de espectros cúbicos. Y teníamos dos territorios: el pueblo donde por final costumbre habitábamos y el que se reflejaba en la iridiscente superficie del río, y en ambos sobrevivíamos con identidad de semejanza: venas compartidas, humo y limo, memoria indisoluble. Esperando, aguardando.

Y crecimos también con una raíz de bosque que nos ataba a las víboras y las arañas, y muy juntos -en calma de animales fraternos- intuíamos el viento circular de los temporales y el sigilo de mayores enemigos. No, nunca pensamos en la huida, porque atrás, atrás e inmensa, la selva siempre se ocuparía de la derrota; y enfrente estaba el agua emplumada para humillarnos. Falso, todas las noches queríamos partir.

(El cadáver llegó desde la ribera opuesta, ¿fue un domingo luego de la misa?, ¿fue un jueves de calores taciturnos? Le acompañaban muchos peces diminutos, que son los guías de los ahogados del mundo; y por sus dientes de oro, sus cadenas y su traje como joya lunar, se notaba que siempre deseó ser un cadáver presumido, una estampa de distinción mortal, un paradigma de la súbita rigidez eterna.)

En la otra orilla existía, o quizás ya no existía, un aluvión de cantinas y petróleo, de música hasta el sol siguiente, de puñales, de mujeres blandas y de un patois traducido a fajos y billetes. Quizás ya nada existía, pero los ancianos lo condenaban con su voces testamentarias, No, no crucen el río, desatrévanse, piénsenlo mil veces por mil veces, detengan el aturdimiento, el atolondramiento, las imprudencias, porque allá sólo encontrarán los malditos signos de la vida. O de la muerte.

(No tenía rostro el cadáver, ni pelo que acicalarse, ni ojos para mirar tanto desconsuelo. Pero sus piernas, en nudos exactos, eran como afirmaciones de antiguas audacias; y sus manos mostraban el suave coraje de los varones vencidos en la sangre del corazón. Cadáver errabundo, cadáver amoroso, cadáver seminal.)

Las noticias propalaban la certeza de lo creíble. Que arriba el río se había salido de madre, que no obedecía a los buenos dioses fluviales, que no dejó pedruscos encima de las piedras, que todo lo llenaba de lutos líquidos. Algunos se hincaron, sin promesas.

(El ahogado, en su leyenda de vanidades, se atusa el bigote y las ganas de que el cielo lo favorezca, y se levanta indemne todavía, colonia Vetiver frente al espejo, traje lumínico, botines para la conquista del son sonoro, la flor de cartas españolas en el bolsillo, el revólver, las ansias, las arrogancias, la suerte  inamovible de quienes se consideran la mitad del centro, la longitud de las desmesuras, el cosmos de pie. Te confiaste, cadáver, te confiaste.)

Los viejos trastocaban ausencias e inundaciones. Aquel año, ¿o sería después?, la fiebre se unió a la lluvia y la lluvia al río y el río a la fiebre. Los árboles se encargaron de mantenernos en guarida de pájaros, hojas comíamos entre oraciones, y el torrente abajo devorándose el ganado, la escuela, las palabras de la Biblia, nadie en la distancia, sólo agua y aguaceros. No, no fue aquel año, seguramente sucedió después, y volverá a ocurrir, está escrito, sellado, lacrado, el Altísimo lo sabe.

(El cadáver, saludable en su vitalidad, se afirma en el riesgo y persigue cualquier devaneo de gusto grato. Soba las cartas, baila con alquimias por dentro, socorre la pasión de las mujeres, dilapida, nombra a los demonios y adversa a los enemigos. ¡De poco te sirvió el revólver, cadáver!)

Los más jóvenes decidieron, en pacto de asamblea, que el ahogado no podía enterrarse fuera de su orilla de entusiasmos, Hay que llevarlo de vuelta, acostarlo como muerto a salvo donde empezó su camino contrario, limpiarle la voluntad, los mordiscos, los estropicios, para que ingrese con alegría al  espacio de los perennes difuntos. Mentira: anhelaban conocer el otro pueblo y la vida y los sorbos de esa vida.

Edificaron  una  embarcación,  los  más  jóvenes,  ataviada  de  fiesta  luctuosa -magnolias en arco, pétalos en nicho-, y junto al cadáver se  hicieron al río. A medida que avanzaban, la corriente enaltecía su caudal de injurias para impedirles el paso.

(El río se alza, se enrosca, se levanta, se solivianta y acomete con vehemencia. Ellos defienden el sitio, no cejan, desaguan, cobran vigor, espíritu de hazañas. El río persevera, reclama lo suyo, brama, vibra, se brota de espumas procaces. Ellos pugnan, impugnan, oponen forcejeos, lidian, oran, soportan el bochorno de lo intolerable. El río se empecina, se robustece, se confirma, se arraiga como una secreción secreta. Ellos y el río, el río y ellos, insolándose bajo la misma soledad.)

Por fin, los más jóvenes descendieron en la otra orilla, con el amable cadáver sobre los hombros, para colocarlo sobre el sepulcro que merecía: la calle principal o  la cantina de puertas abiertas. Pero únicamente encontraron una resaca de cadáveres sin trajes lumínicos, y un lago de tierra porosa y estanques agrios y charcos de muebles inmóviles y un olor que se parecía a todos los olvidos.

Los más jóvenes urgieron devolverse, junto con el hermano cadáver, aunque el río les mostrase sus sogas húmedas. El ahogado no pudo ver el trueno que escindió las aguas, ni los crespos de la resaca, ni el infinito de la hondura.

 

 

 

 

 

jueves, 27 de julio de 2023

LA ROJA VIDA DE CAPERUCITA I

                                     


 Desde la cama y a las once de la noche, un monstruo de nueve años me ruega a gritos que le cuente un cuento. El monstruo que lleva mi mismo nombre, usa lentes contra la miopía y razona con palabras de cuarto grado, es, por supuesto, mi hijo. Recuerdo en ese momento, un grafiti que vi rugir en los muros de la Universidad: “Los niños son locos chiquitos”, y recuerdo también la modesta proposición de Jonathan Swift: sacrificar a los párvulos para vender su carne a personas de calidad y fortuna. Como por motivos de solidaridad familiar no me es posible encerrar al pequeño en un establecimiento psiquiátrico, ni ofrecer sus costillas en remate público, le refiero una historia moderna basada en cuento antiguo:

sábado, 1 de julio de 2023

GLORIAS DE TRASPATIO



     Juro que no fui la amante de Hernando Carlos Amézquita, polígrafo sagrado y consagrado. No fui su derechura de mujer ni formé parte de sus atónitos deseos. Me correspondió ser el sesgo de su sombra, la dueña de las llaves maestras, la voz de al lado, la mano de su voluntad yerta. Nadie sabe todavía que falleció esta noche, a golpes suaves de corazón.
        Lo he vestido lentamente. Escogí, para sus luces de cadáver, el vanidoso traje con el que recibió la banda cervantina, en un Madrid lleno de reyes y de elogios. Le anudé la corbata de anémonas, “ésa me gusta, Beatrice”, para que combinase con un fondo de pechera francesa. Le calcé los zapatos de cabritilla, moldeables a fines eternos. Lo peiné, sin olvidar la raya surcal, y le impuse -otra vez y en soledad- sus condecoraciones ilustres, su merecido latón perpetuo.
   Quiero disfrutarlo un rato más así, inmaculado y senil, compartiendo con él los desgastes del tiempo antes de proferir la noticia: “¡Murió el gran escritor Amézquita!”, porque luego vendrán todos los periodistas del orbe para congelar su imagen en retratos dormidos, y yo tendré que arrinconarme, con mi cofia y mis llaves, como un verdadero animal de los adentros.

TRES LUSTROS DE NO VERTE

       
  Yo te espero en esta esquina rosada, tal y como lo acordamos hace quince años de cuentos, quince años de mucho correr los puentes sobre las aguas; “a las cinco en punto del futuro”, dijiste, y aquí estoy, con mis rigurosos cabellos de etiqueta blanca, mi paltó cruzado de tormentos, un cigarro sucesivo en la mano diestra de nicotinas, meditando —durante miles de olores y recuerdos inteligentes— lo que habré de referirte. He desechado, por familiarmente obvia, la exigua relación de mis afanes de escritor: la novela que se achicó primero en nouvelle y después en relato brevísimo, los artículos semanales (y luego esporádicos por orden del orwelliano jefe de redacción), los   poemas tan  concentrados   como   una japonesa  sopa de  letras; y he desechado también, quizás a la luz de una sombría timidez, el recuento innecesario de muchas noches de mujeres filantrópicas. ¿Qué decirte, además del “hola, ¿cómo te encuentras?" ¿Qué episodio real y maravilloso trasmitirte en lengua barroca? ¿Cuál de mis intentos fallidos te resultará de menor aburrimiento? No sé, pero tendré que apelar a las neuronas imaginativas, hemisferio cerebral izquierdo, segundo axón a la derecha (como los baños de los bares).

HOTEL ASPASIA, EN EL CENTRO DE TUS ARDORES


 

             Vives y te desvives en el Hotel Aspasia, ubicado por los perversos dioses de la ciudad entre dos calles sinuosamente imperfectas. El local ya no tiene anuncio de neón ni alfombra con arabescos para atraer a la clientela: ahora su solo nombre, pronunciado bajo la malicia de cualquier deseo, sirve como tarjeta de presentación en el mundo de las entrepiernas y los alaridos. Goce a precio razonable (si el usuario lleva la carnada), techo con goteras para despertarse en el juicioso momento de partir, auxilio de hielo rápido para el caso de alcoholes clandestinos, libertad sin límites como eslogan del hospedaje, y aviso irrebatible “Todo en efectivo, no se aceptan tarjetas”. 

      Tú, Baldomero Montoya o Baldomero a secas y a rastras, llegaste a Caracas una noche de aguaceros diluviales hace algunos lustros. Bajo el temporal, pensaste en regresarte a tus montañas de los Andes, llenas de perros afables y hortalizas perfectas que semejaban propagandas de la naturaleza rural, pero de inmediato una voz interior, o sea, la misma tuya aunque en tono de drama ingenuo, te ordenó proseguir el rumbo. Y mientras caminabas hacia el inicio del destino, ataste los cabos de la propia confabulación.

LA GUERRA DE LOS CIBERPOBRES


      
       

        John González, chicano con  muchos  años  de  supervivencia en Gatesville, se  despertó por compulsión  del  microchip memorizador que tenía bajo la almohada. De inmediato, el cable maestro accionó el eje electrónico para que  cuando González se levantara ya estuviese a punto su concentrado alimenticio: seis pastillas de proteínas, una redondez vitamínica y un brebaje de emulsionadores.
       La TV en tres dimensiones también se encendió por iguales efectos, y de la  pantalla surgieron los propios personajes de la noticia, de acuerdo con  el  último invento  de  la  realidad virtual  (el  Presidente anunciaba dotaciones para tecnología de alto rango, un líder ugandés miraba la debacle de tormentosas lluvias, dos jóvenes españolas hablaban de su inmunodeficiencia bien adquirida). González quiso otorgarse una ducha, pero recordó que la neo-agua de electrones eliminaba las impurezas durante todo un mes, y él se había bañado el día anterior, ¡lástima! Tampoco tuvo que lavarse los dientes, porque el fluoristato del aire ambiental los conservaba siempre indemnes. Patty, su mujer, aún dormía una molicie de brazos sobre el pecho. Aunque se llamaba Piedad y era de Caracas, sólo aceptaba que la nombrasen Patty, por obvios  motivos de  acostumbramiento yanqui. González, sin  hacer ruido, se dirigió al cuarto de ejercicios. Quince minutos dentro de la cabina ergonómica bastaron para tonificarle los músculos y las neuronas. Luego, absorbió “el desayuno” con lentísima nostalgia, como si se tratase de tortillas mexicanas, huevos revueltos y un gran vaso de agüitas de mango.
       Desde que se creó la “house-office”, no debía acudir al trabajo. El ordenador lo conectaba a la computadora central, y su módem se encargaba de la recepción y envío de cualquier hazaña alfanumérica.

BOLERO DE ÚNICA MUERTE


            

         
      En el café Azul tocaba el piano para damas que dormitaban una siesta de chocolate. Mujeres de inmensa suavidad tardía, ancianas con la misma vida de dientes de plata, viejas anudadas a un collar de perros y zafiros. “¡Complázcalas siempre!”, había dicho el dueño, y Agustín sacaba notas del piano sin nombre para que la música fuese otra mosca común. La ciudad, aparte, lamía un sol de lenguaradas y se resguardaba el pecho a nervio de edificios.
       Con la tarde, Agustín abandonaba las reliquias y empezaba su viaje de neón. Dos tragos en El Ánfora, un par de abrazos a los amigos en Le Coq Noir, una botella en El Tanaxú, cigarrillos de luz entre la noche, alcohol fondo blanco, gritos para despertar la madrugada, traspiés como gusano de patas públicas. Dormía sin enlace de ojos, porque se figuraba ante un gran piano de caoba, en La Habana o en Caracas, en Nueva York o San Juan, interpretando sus canciones al lado de un cuchillo de aplausos. Y también imaginaba aquel oleaje de burbujas que lo conducía hacia otros tiempos, y él —en mitad del éxito— con sonrisas de pura fama, “Muchas gracias”.
       Un agosto igual a cualquier costumbre, Gabriel Mejías, más conocido como "el Ganzúas" (no por ladrón sino por largas manos para rasgar los instrumentos), se presentó en el café Azul. Su entrada causó un aleteo de inconformidad y las damas lo miraron, de cabeza a zapatos de tacón, porque el intruso resquebrajaba todas las parsimonias. El Ganzúas prendió un tabaco de últimas categorías, distribuyó el aire con soplos malignos y saludó a Agustín: “Por fin te encuentro, buey, ¿acaso huyes de la poli?”. Agustín alzó los tonos para que el mujerío no escuchara el diálogo. “Renuncié al Hola-Hola y necesito un pianista que me sustituya. Tú eres el mejor. Pagan de vacilón pero agregan la bebida. Decídelo ya, hermano lobo”. Agustín se fijó durante tres acordes en una anciana que sorbía su copa de nieve dulce: “¡Acepto, Ganzúas!”

UN SIGLO DE AUSENCIA








  

 

El general Salustio Monsanto siente que la muerte lo recorre con tozuda suavidad, como una fiebre antigua, como una culpa sin prestigio, como un ardor seco. Y mira, ya irresponsable frente a la vida, aquella habitación que hoy (–por fin hoy, Salustio–) ha sido toda suya. Está en las alturas del bar Un Siglo de Ausencia, moribundo dentro de la música, solo, acompasadamente solo. Abajo, un bolero impone las congojas: sabio despiste de una coartada milimétrica; y las prostibularias recorren las mesas repartiendo besos y faramallas, “¡que no pare el ritmo!”, “¡que la rocola reviente, que la conga sea de abuso!”. Salustio ve el uniforme sobre la silla, y se avergüenza de su mortuoria desnudez. Jamás pensó partir así, sin estruendos militares ni trompetas tonantes que anuncien la despedida de un General-Ministro de la Defensa, “firrrmes”. En cambio, escucha a la putería en desborde, vivificadora de las madrugadas, absoluta ingle del alcohol.

Cuando llegaba al bar, las puertas se escindían para recibir sus malalientos de nocturnidad. “Rumba y whisky hasta el amanecer, el toque de queda lo dicto yo”. Y los mesoneros, sí, señor, mande usted, mi general; y las mujeres petulando escotes para que su agria mano con sortijas les tocara pezones profundos, “qué  rico, comandante, ¿subimos?, ¿me voy contigo esta noche?”. Sus ojos maldicen el inventario del cuarto: la cama meretriz, el balcón clausurado, la cortina plegable para disimular los detrimentos del baño... Muchas veces estuvo allí, pero no con Márgara, “la Luna”, porque ella le fue distanciando la inquietud  –“hasta hoy, Salustio, hasta hoy”–.

MENTIRAS TUYAS

 

                                   



Hoy se cumplen dos años y un naufragio de conocerte, o seis eternas magnolias al lado de tu retrato, o diez por diez exilios de mí mismo, o varias artritis en la voluntad por motivos que guardo con pasión. Suma y sigue, querida. Llegaste bamboleando las caderas dentro de aquel kimono fucsia que irradiaba minutos expectantes; y yo, a la luz de la oscuridad, agucé las dioptrías para verte mejor, ¡inquieta ballena erótica de las playas del Caribe!

Conocerte es un decir porque en esa fecha empecé a desconocerte, pues tu identidad significaba el enigma de los faraones y la popelina egipcia, el eslabón más antiguo de los siglos, la última gota de duda en el desierto de mis neuronas: un día afirmabas con todos los yerros que te llamabas Paula, y al siguiente te ponías loca extrema si no te mentábamos Ifigenia. Absoluto modelo cortazariano para desarmarnos, animal sietevidas, oráculo del pretérito imperfecto.

HOTEL PARA SUICIDAS



Los suicidas siempre otorgan atención  a las señales del destino, como si de su fuerza tumultuaria dependiesen los únicos actos del porvenir. Y Erasmo Durán, en su calidad de mortal que buscaba las pistas ocultas de la existencia, soltó un grito de eufórico estupor cuando leyó el anuncio en Internet: “Foulton, hotel para suicidas, isla de Saint Austin. Escriba sin compromiso”.
La dubitación no le permitió establecer inmediato contacto; temía que el hallazgo formara parte de los juegos insidiosos y desleales que abundan en la red. Se consagró, entonces, al disimulo de los propósitos, revisando el correo electrónico y bebiendo elusivos sorbos de café, pero cada cierto tiempo volvía al insólito anuncio. Sus pocas letras en la pantalla del ordenador, el mensaje casi secreto y casi absurdo, se apoderaron de su voluntad; quizás aguardaba desde siempre tales osadías. Sin embargo, prosiguió el recurso de la evasión y fue al trabajo como quien cumple una disciplina transitoria, habló con amigos acerca del verano banal, telefoneó a su madre sorda, preparó la comida de los perros y, por desacatos de la memoria, se bañó varias veces aquella misma tarde. El ordenador mantenía, indemne, el aviso para clientes desesperados.

TRINIDAD NON SANCTA


La fiesta enraizaba alcoholes de media noche en el salón del club:  un vasto espíritu cuadrado dispuesto a cualquier desmán de felicidad. Los asistentes, con la conciencia en el bolsillo, paseaban mareos trasatlánticos entre truenos de bohemia. Las copas, como cálices vivos, solicitaban más y más añadiduras. El disc jockey de cabeza solar surtía mermeladas rítmicas, tras el escudo de su fortín electrónico. Los diálogos, hirvientes y ágiles, licuaban todo empeño de timidez, disolviendo rigideces. Y las damas, a través del aviso luminoso de sus senos, se hacían propaganda liminal y subliminal. Y los caballeros, al galope de potros vinícolas, asediaban a hembras desconocidas para proponerles la eterna amistad de una madrugada. Era un ambigú de vacíos ajetreos, de espuma en remolino, de efusivo champán.
Yo, desde mi recodo embebido, recorría los poros abiertos del espectáculo sin acobardarme ante el volumen de los tragos y la música. Heterónimo y escindido, pensé por un momento en los poemas de Pessoa, ese genio inútil que murió de todas las vidas posibles, pero luego me desprendí hacia las dimensiones mundanas y abracé a una señora durante dos piezas bailables, regalé tarjetas de presentación a cuanta cara de banquero se me interpuso por delante, canté New York, New York a lo Frank Sinatra (parodiando las lecciones in english del Reader One), recité con romo romanticismo “volverán las oscuras golondrinas”, y ya agotado me ubiqué en la hilera del buffet. Sin abandonar mi privada botella de Chateauneuf du Pape, me harté solo de corazones de lechuga, quizás con la intención de florecer por dentro a lo largo de las próximas horas, y después me hundí hasta los hombros en las dulces almendras de un amaretto. El presidente del club, sabiéndome periodista, trató de explicarme en un fastidio de veinte minutos las muy victoriosas perspectivas de su gestión, palabras que borré a prisa para que no enturbiasen mi contento.

jueves, 29 de junio de 2023

TRES CRONICUENTOS DE ESTA ÉPOCA

 


LE DISPARÓ A SU MARIDO PORQUE LA LLAMÓ POR OTRO NOMBRE (Diario  Actualidades)

 

        

El matrimonio vivía entre chubascos. La contienda estaba a la orden de los extremos verbales. La agenda diaria (un cúmulo de obligaciones huecas) se repetía por voluntad pasiva. De noche, a veces, Romelia lo arrinconaba en la cama, y Damián cumplía con la emergencia. Acuerdo de hembra y caballero, contrato sin rugido de palabras.          

         No siempre fue así: los años aderezan los entuertos.                 

         Como la vida parodia a las telenovelas, aunque algunos sostengan lo inverso, Romelia y Damián se conocieron en una estación de Metro cuando la energía eléctrica, discontinua y aleatoria dentro de los sótanos del Tercer Mundo, se largó por quince minutos. La muchacha, quizás con fingido nerviosismo, soltó dos gruesas lágrimas no exentas de rímel marca Revlon; y el joven, quizás con tramposa cortesía, se le acercó para ofrecerle un pañuelo sin sello de fábrica. Romelia, que en esa época no usaba lentes al aire, lo precisó a través de unos ojos nítidos y amarillos; y Damián, que en ese momento esgrimía un bigote fértil, le sonrió como el D´Artagnan de la estación Capitolio y la invitó a un café. “No sé si pueda porque es tarde”, dijo ella en tono de duda afirmativa; “Un rato nada más y te suelto”, respondió él pensando estrictamente lo contrario. La ciudad ostentaba una especie de crepúsculo escenográfico, diversas músicas competían por el Guinnes de los mayores decibeles, los semáforos se atragantaban de centenas de autos: nada nuevo bajo el cielo de Caracas.

LA OREJA DEL OTRO


                                  
                                  
Me topé contigo, Vincent Van Gogh, un temprano y azaroso día de hace ya muchas vueltas sobre mi vida, y sobre la tuya, amado amigo. Vi una copia de tu autorretrato y nunca más pude separarme de aquellos ojos que se dirigían a lo impreciso. Ni de aquella blanca forma de permanencia sin tiempo. Ni de tu cara en triángulo de barbas.
Y empecé a seguirte, Vincent. Asistí a tu nacimiento en Groot-Zunder, un pueblo que estaba situado al borde de todos los inviernos, y escuché -como testigo de sombras- cuando tu padre dictaminó con rigidez de pastor protestante: “Se llamará Vincent Willem en memoria de su hermano muerto”. Estuve al lado tuyo en las ausencias de la escuela y en las inflexibles clases de teología que por fortuna no te condujeron a la profesión paterna, ¡felicitaciones, Vincent! Te acompañé al trabajo de marchand en la sociedad de comercio Goupil, con escalas tortuosas en La Haya, Londres y París, hasta que acordaron sustituirte por el bueno de Theo Van Gogh, cuatro años y un milenio menor que tú. Me encontraba muy cerca en la época que comenzaste a pintar rasgos incipientes, imitaciones, paisajes realistas; y casi compartí la cama meretriz de tu modelo y novia Siem Hoornik, ¿evocas la ruptura final de esos amoríos, Vincent Willem?
Después, te subí la valija al sexto piso  de Theo en Montmartre, donde fijamos menesteres, asiduidades y tormentos. París nos enseñó El Louvre, las técnicas del dibujo, los colores del impresionismo, el estrépito de la ciudad, los insaciables caldos de Borgoña, y también la figura deforme de Lautrec y la rigurosa  paciencia de Camille Pisarro, pero tú quisiste partir.
Con ayuda del fraterno Theo, porque las ventas de tus cuadros eran exiguas, nos instalamos en Arles, “el Japón del sur” de Francia, según la denominabas, para fundar una utópica comuna de artistas en la que se compartiesen gastos e ingenios; y decoraste tu Casa Amarilla con girasoles, emociones y esperanzas, pues recibirías a Paul Gauguin, Paul el vanidoso, Paul el terrible. Aún poseo la nitidez de aquel período de pugnas, de exaltación, de desacuerdos, de insolencias alcohólicas, aunque me gustaría olvidar la última escena: Tú, ofendido, amenazas a Paul con una navaja, Paul se va al hotel, tú te arrepientes y decides cortarte la oreja derecha, tú se la envías a Paul con una prostituta en señal de remordimiento, los gendarmes sitian la casa, Paul abandona Arles y a ti te recluyen en el hospital.

martes, 27 de junio de 2023

EL OSCURO ENCANTO DE LA SOLEDAD



                                                 -I-

      El tiempo gira en su órbita extraña  y un cielo tenso  confirma   las  incógnitas. No siempre fue de ese modo: antes me refugiaba en  los suaves  ardores de la juventud, como  si  el precipicio estuviese detrás y las inclemencias  ocurrieran  decididamente a los otros.  Leyla duerme en la habitación que da hacia la montaña porque  no resiste mi  tos noctámbula ni las luces vehementes  que utilizo para leer; pero nunca discutimos, hay entre nosotros el silencioso armisticio  de quienes poseen iguales escudos y defensas. Tampoco el sexo  nos abruma, pues  a base de metódicas apatías lo encerramos en  el  abandono, o fue culpa de  nuestros vínculos eternos porque mi prima  Leyla  y yo somos parte de un mismo apellido (y quizás similar destino).
      La detallé por primera vez en una fiesta de tíos y nudos genéricos  otorgados por la sangre común. Era diciembre, llovía con fortaleza de relámpagos, Leyla se ubicó frente al ventanal y yo la acompañé sin hablarle: las palabras sobraban en la obvia conjura de la circunstancia. Fumamos, busqué dos tragos, luego la besé larga y hondamente. Al cabo de una semana, compartíamos mi lecho de soltero.
       Los meses transcurrieron como dardos cautivos de la felicidad; hablábamos sin agobios, oíamos a Bach con devoción, el vino  nos acoplaba en el éxtasis de sabores y fruiciones; parecía imposible solicitar más de la providencia terrenal, y por eso el soplo de la duda empezó a atemorizarnos, ¿un mensajero de órdenes adversas tocaría la puerta para anunciarlas? Mientras tanto, y a fin de alejar malos augurios, nos colmábamos de sólido amor.

LA TRUNCA CABEZA DE PANCHO VILLA

 





No me llamo Carmelo Taborda, solo utilizo este nombre en mis andanzas e investigaciones sobre Pancho Villa y la Revolución Mexicana; tengo escritos más de setecientos folios sobre José Doroteo Arango Arámbula, Pancho Villa, sin todavía esclarecer los autores ni el paradero definitivo de su cabeza mutilada en 1926, tres años después de que lo enterrasen en un panteón de pueblo.

 

Pistas vagas conducían a inexactos finales: la exhibición de la testa de Villa en el circo Ringling Brothers, donde cobraban a los adultos 25 centavos para verla y a los niños la mitad del precio; la encomienda de cercenamiento impartida por un fervoroso militar cuyo deseo era que la ciencia estudiase el cerebro único del héroe; la venganza del General Álvaro Obregón porque había perdido el brazo derecho en refriega contra las huestes villistas; la posesión satánica del despojo por parte de la sociedad secreta Skull and Bones, de Yale University, con el fin de rituales subrepticios; la posible sepultura del cráneo cerca de Salaíces, Chihuahua, en una caja de balas para Máuser 7mm. Recovecos de la incertidumbre, espejismos merodeando la realidad, epopeyas de cuerpo fragmentado

 Por ello, no me sorprendió el correo breve y urgente de un profesor chicano, amigo mío, asegurándome que la cabeza de Villa se encontraba en Brooklin, bajo la custodia de anticuarios judíos. De inmediato, reservé por Internet el boleto desde Caracas y acomodé en la valija los utensilios imprescindibles: sendas botellas de ginebra contra el insomnio, las páginas con las pesquisas y dos trajes casuales. Le pasé llave a mi hogar solitario, no sin orar una retahíla absurda en provecho de suerte para que no entrasen los ladrones. 

BIOGRAFIA DE UNA VOZ

 



 (Tony y su esposa discuten dentro del apartamento de séptimo piso en Queens, New York. Ella le reclama su adicción a las drogas y al alcohol. Tony amenaza con matarse si prosigue, la mujer no le hace caso, Tony va al balcón, reza algo  incomprensible y se lanza al vacío. Son las once de la noche, cae una lluvia tenue, los vecinos escuchan el golpe y llaman a los bomberos, Tony yace sobre la calzada.)

     Tu porvenir quizás estaba escrito, como si la existencia fuese un círculo impávido y absoluto. Los amigos habían insistido mediante cartas continuas, “Tony, ven al Norte, el triunfo te aguarda, no demores los tiempos”. Y tú por fin llegaste a suelo ajeno; cargabas un bolso sobre la espalda y dieciocho años en las correrías de la vida. Nadie fue a recibirte al aeropuerto, entonces el taxi  te condujo a un cuarto en las propias mandíbulas del Bronx, con vista hacia  el desborde de potes de basura y olores que  casi impedían la respiración.

        Todo había empezado cuando te quedaste con la boca retorcida y el blanco de los ojos hirviendo, al ver a Chico Almeida en el Club Marítimo de San Juan. Y luego fue el éxtasis inmediato:  El Bárbaro entonaba el son “Me has dejado en el abandono”. Sin muchos cálculos, pediste tres tragos seguidos (como si fueran tres alegres tigres líquidos) mientras lo escuchabas, y al acabar la función el tembleque de las piernas te llevó hasta el camerino de Almeida. “¡No estoy pa´ nadie, tá prohibido pasal!”, gritó El Bárbaro sin ninguna corrección, pero tú permaneciste como una momia boricua aguardando que tu héroe saliera.   

lunes, 26 de junio de 2023

TEXTAMENTO

Mi existencia, para decirlo con la verdad en el puño derecho como los milicianos de otros siglos, ha frecuentado un mustio rumbo, un vaivén indeseable, un poderío juvenil que se convirtió en melancólicas argucias. Ya casi no tengo cabello y me cuesta la firmeza de la respiración, estas piernas tiemblan de solo cumplir actos reflejos, veo mediante marañas de obstáculos, hablo (por lo bajo) sin asiduidad de interlocutores, concibo planetas de perpetua inercia, y ya dejé el cigarrillo -vicio noctámbulo- porque la tos aceleraba mis arritmias. Oigo música desde el amanecer, sus melodías lustran el espíritu y se convierten, digo yo, en palabras recónditas o en claras naturalezas: recursos para que el tiempo no me vuelva un fugitivo del porvenir. Afortunadamente, he desechado la colaboración de los médicos y la ayuda de unos bisturíes al interés por ciento cuyo objeto es quitarnos el dinero.
 "Pienso, luego resisto"  podría ser la máxima de mis pasos vitales. Avances, huidas, enmiendas, nuevos derrumbes, círculos concéntricos, etcéteras sin expiación. Al atravesar la puerta escogida, ya no habrá fuerza posible que cambie el destino, ni voces de los adentros capaces de mitigarlo; siempre reflexiono sobre  “suerte” y “muerte”, pues  sus opciones difieren en una simple letra. 

jueves, 22 de junio de 2023

CON EL ORINOCO A CUESTAS


              

                  

París no era una fiesta como opinaba Hemingway. Sobre todo en invierno, porque el viento subía hasta mi buhardilla con una palidez redonda y giraba sobre sus propias ansiedades. O las mías.
Catherine me había telefoneado aquella tarde desde la oficina de la Unesco, pero aún no llegaba. Así son las francesas: impuntuales cuando uno tiene algo importante que decirles.
Conocí a Catherine en un curso sobre las pinturas rupestres de la Cueva de Altamira que dictaba monsieur Malveraux, profesor emérito de la Universidad de Burdeos y aficionadísimo a los vinos de la región (según lo delataban el aliento y la conducta). Por ahí empezó nuestro diálogo, pues ella observó que el maestro hacía breves paréntesis en las clases para trasegar sus elíxires escondidos.
Me sonreí y, al contestarle cualquier banalidad, Catherine se percató de que yo no era de esos mundos. –Vous êtes latinoaméricain, n´est-ce pas? –sentenció como si hubiese atinado el premio mayor de la lotería antropológica, y sus labios me conmovieron porque formaban una cortina de erotismo móvil para pronunciar las palabras. “Oui, bien sûr, je suis vénézuélien”, afirmé con amable timidez y me encerré en un silencio de indígena sin flechas. Catherine, muy distante de quienes se amilanan por el mutismo de los "primitivos” recién aventados a Francia, planteó que siguiésemos la conversación en un localcito de la rue Blomet.

martes, 20 de junio de 2023

ANCIANO FALLECE EN ACCIDENTE SEXUAL


Tenía la misma edad que el actor David Carradine (72); y tanto le admiraba e imitaba que cuando se enteró de su muerte por los periódicos de Caracas, también divisó el linde del caos (desde un último piso sin vista panorámica y con el legítimo hastío de quienes han alcanzado la pensión del Seguro Social).
Julián Alcázar, mediante fieles secuencias memoriosas y largas lágrimas, evocó la serie de televisión Kung Fu, donde el “Pequeño Saltamontes” encarnaba a un monje budista experto en artes marciales: Carradine haciendo piruetas y contorsiones frente a los enemigos, Carradine estrechando más los ojos asiáticos, David meditando, David propinando golpes sobrenaturales e increíbles, David Carradine el único, el solidario de veras, el mejor amigo dentro de la pantalla chica.

miércoles, 14 de junio de 2023

ENTRE LUJURIAS Y FANTASMAS

Nadia  escondía  sus tumultos de  dieciséis años, para evitar el espectáculo de un cuerpo que inspiraba plenos desacatos. Ella no conocía a Marlene Dietrich, pero sus piernas eran de real similitud sinuosa. Jamás tuvo la dicha fílmica de ver a Sylvia Kristel, aunque ambas se pareciesen en albo desplante de pieles. Nunca se identificó tras el busto expansivo de Jane Mansfield, porque tanta sapiencia le resultaba ajena. Y ni siquiera estableció paralelismos con la fecundidad lúbrica de Madonna, pues su mundo no superaba los rituales del barrio común.
  Una húmeda circunstancia de ojos la perseguía por doquier. Su sola insinuación desentrañaba aturdimientos, fogosidades, delicias perversas, caminos ignotos. Y por mucho que encubriese aquel regodeo de esplendor, aquella lascivia opulenta, los hombres la fornicaban a solo golpe de vista.

jueves, 8 de junio de 2023

RECETA DE REQUIEM


   Jean Luc, el obeso, el grandilocuente, el cronista preferido de la gula y la burguesía, no sabe por qué ha comenzado a morir a ras de huesos.      Quien paseó su gordura por los mejores restaurantes del mundo ya no se escalofría con los sorbos de un martini, “bien seco, por favor”. El pato a l’orange le produce estragos de ruido universal, y los sorbetes helados son llamas de fuego polar dentro de sus padecimientos rutinarios. El periodista se inquieta ante el roce de la muerte: oblicua delgadez, magnitud de cuencas, espanta-ojos para pájaros. Aun así, debe salir en procura de temas sólidos y vinos agrios que conmuevan a sus lectores el próximo día. “Jean Luc, el irónico, el demoledor, el Brillat Savarin de estos trópicos..." 
Públicas alabanzas y martirio de cucarachas nocturnas, pues nadie comprende que está encadenado a la ruina de la soledad. Nació frente a una plaza con palomas, donde el eco del mar lo llamaba Ferdinando. Luego, la simpleza autoritaria del colegio de jesuitas, “No matarás, no fornicarás, no desearás a la mujer del...”. Después la universidad o la constatación del fracaso: “Me voy a París, nadie me obligará a construir edificios deformes”.

jueves, 25 de mayo de 2023

CÍRCULOS ESENCIALES


 

 

Las cuartillas están en su imperturbable quietud para que las ordene y remita al Concurso de Novela de la Universidad Cordeliana. Son doscientos folios que observo sin pasión, porque ya he olvidado las emociones bruscas y los excesos del sentimiento; si caemos en ellos, el corazón puede eliminar el trecho que nos queda hasta lo definitivo. Círculos Esenciales es el título de mi novela, no entiendo  cómo le coloqué  ese nombre tan insulso, pero ya  no hay retorno posible.

Necesito un trago, el whisky atempera el espíritu y sana la impaciencia y las dudas, creo yo. La Universidad Cordeliana premia al ganador con seis mil euros y una beca de creación literaria durante un año, ¡loables retribuciones en esta época de guerras y descalabros!, aunque las pesquisas a través de Internet no auguran un buen ambiente, pues la institución está ubicada sobre un risco, los habitantes de la zona comen magras sardinas para la subsistencia, llueve siempre al compás de truenos alocados y no resulta fácil asentarse ahí como extranjero, ya veré.

Mi novela contiene tres partes que de alguna forma se imbrican: la historia de un monje lascivo del siglo XIII que desflora a una ninfa y como castigo es quemado en la hoguera, el presidente electo que se suicida después de juramentarse, y de manera transversal algunas circunstancias de mi propia y común existencia. Me ayudo con la bebida para ordenar a última hora tramas y capítulos: El monje libidinoso, ataviado con su hábito monástico, deambula por los olivares mientras reza. Súbitamente ve la estampa de una ninfa, un milagro que transita a contraluz, y enseguida desata el amarre del cordel de la cintura, se levanta la sotana y despliega un enorme falo bifronte que, orgulloso, muestra a la ninfa, ella lo ve y permanece impasible.

lunes, 24 de octubre de 2022

EL TEXTO INFINITO


              Antúnez abrazó la literatura como forma de vida, quizás ante la imposibilidad  edípica de abrazar a las miles de mujeres que pasaban por el costado de su existencia. Antúnez leía en el autobús, leía en la oficina, y hasta leía en la olorosa incomodidad de los baños. Pero Antúnez también escribía: al principio una cuartilla diaria, después dos y más tarde todas las que le dictara su inconsciente surrealista. Llenó, de esta manera, muchos cartapacios con apuntes de personajes, juegos de palabras, palíndromos y descripciones varias; aunque jamás los mostró a nadie por impedírselo una pertinaz y autocrítica timidez. Sin embargo, soñaba con la aureola de los aplausos, y se decía: “Antúnez, tienes que traspasar el hall de la fama, cerrar filas en el cónclave de la intelligentzia, convertirte en gloria viviente”. Y fue así como decidió participar en el Concurso de Cuentos del Diario La Nación, porque sabía desde que tuvo uso de sinrazón imaginativa, que obtener tal premio significaba —aparte de elogios y fanfarrias— la publicación inmediata de cualquier absurdo narrativo y un lugar honorífico  en las revistas literarias de escasa circulación.

lunes, 24 de enero de 2022

ANÉCDOTAS DE ESCRITORES


—En París, promediando el siglo XIX, se organizó una reunión de psiquiatras para analizar colectivamente el caso de un enfermo mental que tenía deslumbrados a todos los galenos, por su inteligencia y sagacidad. Y como el evento coincidía con el arribo a Francia de un célebre alienista norteamericano, éste fue invitado a la reunión para que observase de cerca al paciente. Allí estarían también el gran escritor Balzac y algunos otros intelectuales y periodistas.

El encuentro se realizó como estaba pautado; y al concluir el mismo, los psiquiatras franceses le pidieron opinión sobre el enfermo al colega norteamericano, y éste dijo: “Nunca había visto algo así, el hombre es genial , hay que ver cómo se expresa e hilvana las ideas, hipnotiza con la fuerza de sus palabras y su gestualidad, en mi opinión se trata de un caso único, me llevaré copia del expediente”.

De inmediato, sus colegas lo sacaron del error: “¡La persona a quien usted se refiere es el escritor Honorato de Balzac, el paciente es el sujeto que casi no habló!”

—Andrés Bello, nuestro eximio polígrafo, sostenía correspondencia con un amigo cuyas colosales faltas de ortografía le desesperaban. En cierta ocasión, después de una velada, el amigo se despidió diciéndole:

-Esta semana le escribiré sin falta.

-¡Oh, no se tome ese trabajo! –le respondió Bello–, escríbame como siempre.

—Un joven compañero fue de visita a la casa del poeta Juan Sánchez Peláez; y la esposa de éste, después de abrirle la puerta, le pidió que se sentara y esperara pues el poeta estaba ocupado.

El visitante advirtió entonces cómo Sánchez Peláez, caminando alrededor de un patio, miraba hacia el cielo, entrecerraba los ojos, fruncía los labios y pronunciaba susurros ininteligibles. El joven, un tanto asombrado, le preguntó a la señora si le ocurría algo a su marido, y ella respondió: “No, chico, no te preocupes, es que Juan está buscando un adjetivo”.

viernes, 12 de noviembre de 2021

UNA VEZ QUISO SER GATO


Tenía treinta y ocho años y una sola vida. Quizás alguna vez quiso ser gato para arañar siete o  más  existencias, para maullar  a  las  salamandras, para  saltar y revolcarse con la felina ansiedad de sus antepasados. Quizás  también quiso ser gato negro, relumbroso, tierno en ocasiones, para observar con ojos calmos este desastre de  mundo. No es raro tampoco que quisiera  convertirse  en  gato para simplemente vivir como un gato y pensar como un gato.

No resulta caprichoso que alguna vez haya querido ser perro, a fin de hacer todas las cosas contrarias. Y meditándolo bien, podríamos aceptar que en una racha de debilidad haya pretendido mutarse en árbol, rama, cogollo, naturaleza fructífera. Todo cabe dentro de lo factible, aun la idea de ser cigarro, tinta o mariposa.

Pero ahora tenía treinta y ocho años y esa sola vida apenas. Ya no podía transmutarse en la morosa mirada de los gatos, ni en la haragana molicie de las sillas (tampoco lo deseaba). Debía conformarse con la simetría de las mismas escaleras, el desgaste de las palabras y de  las hembras conocidas.

Su existencia era el vacuo calco de otros dramas representados de antemano; y aquella esperanza de animal siete vidas, de mariposa incandescente, de perro orgiástico, había cedido paso a un tiempo sin imaginación. Durante una crisis decidió rebeliones, vistiéndose de asesino, vagabundo, poeta, pero nada dio resultado. En el desarrollo de dichas actividades (válidas para otros) él sólo repetía situaciones copiadas de las novelas, y poco a poco tuvo que volver a su inicial figura. Los demás (y esto parece lo más grave) nunca se percataron de cambio alguno.

Para ser fieles a la verdad, debemos registrar otro intento fallido. Como creía en la grandeza de los actos insignificantes, alentó la ilusión de perfeccionarlos, y así cronometró las horas, prefijó la intensidad de los vocablos y las risas, pero ni aun de este modo pudo convencer a nadie.