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lunes, 30 de junio de 2025

FRIDA KAHLO, TRAZOS DE EXISTENCIA


 

Frida Kahlo nació en la Casa Azul de Coyoacán, Ciudad de México, y allí transcurrieron sus diversas existencias como sacudidas por rumbos en desconcierto: el accidente que la dejó  lisiada, los amores múltiples, la pintura en tono de refugio y torbellino, la nacionalidad mexicana para comprenderla desde las raíces indígenas, un hijo deseado que jamás logró concebir, los padecimientos físicos y el ardor del alma, los centelleos de la política y quizás -según vocearon por lo bajo- el escape definitivo de esta tierra mediante la anuencia de unas pastillas con sobredosis. 

Su salud, como pregonan los óleos, recibió los embates de una continua fatalidad: poliomielitis infantil, el accidente de bus contra tranvía que la dejó lisiada, las 32 operaciones posteriores, el martirio de un corsé de yeso, el terrible estiramiento de los músculos vencidos, las fantasmagorías por culpa del insomnio, y el desasosiego con motivo del porvenir.

martes, 2 de abril de 2024

ASÍ EN LAS AGUAS

 



El río es una conmoción de líquenes, de hojas turbias, de aguas sobre aguas, de revuelta bulliciosa, de alarma. Viene en exceso, como pedimento de otros cauces y otros ímpetus. Hay que santiguarse para que no nos arrase y envuelva, solicitarle bendiciones, alta clemencia, ayuda, entrañable ayuda, Padre río.

Dicen que se demoró, con empeño de lagunas y acequias, para tomarse el tiempo de las fuerzas que le hacían falta; dicen, comentan, gritan, como si el vocerío exasperado pudiese amainar el miedo, reducir los pavores, volver franca mentira lo palpable. Dicen.

Crecimos a su lado, cual respetuosos arbustos humanos, y todo consistía en tentarlo de buena manera, entenderlo sin prisas, hablarle casi en silencio, mientras nos volcábamos en sus profundidades de algas y de espectros cúbicos. Y teníamos dos territorios: el pueblo donde por final costumbre habitábamos y el que se reflejaba en la iridiscente superficie del río, y en ambos sobrevivíamos con identidad de semejanza: venas compartidas, humo y limo, memoria indisoluble. Esperando, aguardando.

Y crecimos también con una raíz de bosque que nos ataba a las víboras y las arañas, y muy juntos -en calma de animales fraternos- intuíamos el viento circular de los temporales y el sigilo de mayores enemigos. No, nunca pensamos en la huida, porque atrás, atrás e inmensa, la selva siempre se ocuparía de la derrota; y enfrente estaba el agua emplumada para humillarnos. Falso, todas las noches queríamos partir.

(El cadáver llegó desde la ribera opuesta, ¿fue un domingo luego de la misa?, ¿fue un jueves de calores taciturnos? Le acompañaban muchos peces diminutos, que son los guías de los ahogados del mundo; y por sus dientes de oro, sus cadenas y su traje como joya lunar, se notaba que siempre deseó ser un cadáver presumido, una estampa de distinción mortal, un paradigma de la súbita rigidez eterna.)

En la otra orilla existía, o quizás ya no existía, un aluvión de cantinas y petróleo, de música hasta el sol siguiente, de puñales, de mujeres blandas y de un patois traducido a fajos y billetes. Quizás ya nada existía, pero los ancianos lo condenaban con su voces testamentarias, No, no crucen el río, desatrévanse, piénsenlo mil veces por mil veces, detengan el aturdimiento, el atolondramiento, las imprudencias, porque allá sólo encontrarán los malditos signos de la vida. O de la muerte.

(No tenía rostro el cadáver, ni pelo que acicalarse, ni ojos para mirar tanto desconsuelo. Pero sus piernas, en nudos exactos, eran como afirmaciones de antiguas audacias; y sus manos mostraban el suave coraje de los varones vencidos en la sangre del corazón. Cadáver errabundo, cadáver amoroso, cadáver seminal.)

Las noticias propalaban la certeza de lo creíble. Que arriba el río se había salido de madre, que no obedecía a los buenos dioses fluviales, que no dejó pedruscos encima de las piedras, que todo lo llenaba de lutos líquidos. Algunos se hincaron, sin promesas.

(El ahogado, en su leyenda de vanidades, se atusa el bigote y las ganas de que el cielo lo favorezca, y se levanta indemne todavía, colonia Vetiver frente al espejo, traje lumínico, botines para la conquista del son sonoro, la flor de cartas españolas en el bolsillo, el revólver, las ansias, las arrogancias, la suerte  inamovible de quienes se consideran la mitad del centro, la longitud de las desmesuras, el cosmos de pie. Te confiaste, cadáver, te confiaste.)

Los viejos trastocaban ausencias e inundaciones. Aquel año, ¿o sería después?, la fiebre se unió a la lluvia y la lluvia al río y el río a la fiebre. Los árboles se encargaron de mantenernos en guarida de pájaros, hojas comíamos entre oraciones, y el torrente abajo devorándose el ganado, la escuela, las palabras de la Biblia, nadie en la distancia, sólo agua y aguaceros. No, no fue aquel año, seguramente sucedió después, y volverá a ocurrir, está escrito, sellado, lacrado, el Altísimo lo sabe.

(El cadáver, saludable en su vitalidad, se afirma en el riesgo y persigue cualquier devaneo de gusto grato. Soba las cartas, baila con alquimias por dentro, socorre la pasión de las mujeres, dilapida, nombra a los demonios y adversa a los enemigos. ¡De poco te sirvió el revólver, cadáver!)

Los más jóvenes decidieron, en pacto de asamblea, que el ahogado no podía enterrarse fuera de su orilla de entusiasmos, Hay que llevarlo de vuelta, acostarlo como muerto a salvo donde empezó su camino contrario, limpiarle la voluntad, los mordiscos, los estropicios, para que ingrese con alegría al  espacio de los perennes difuntos. Mentira: anhelaban conocer el otro pueblo y la vida y los sorbos de esa vida.

Edificaron  una  embarcación,  los  más  jóvenes,  ataviada  de  fiesta  luctuosa -magnolias en arco, pétalos en nicho-, y junto al cadáver se  hicieron al río. A medida que avanzaban, la corriente enaltecía su caudal de injurias para impedirles el paso.

(El río se alza, se enrosca, se levanta, se solivianta y acomete con vehemencia. Ellos defienden el sitio, no cejan, desaguan, cobran vigor, espíritu de hazañas. El río persevera, reclama lo suyo, brama, vibra, se brota de espumas procaces. Ellos pugnan, impugnan, oponen forcejeos, lidian, oran, soportan el bochorno de lo intolerable. El río se empecina, se robustece, se confirma, se arraiga como una secreción secreta. Ellos y el río, el río y ellos, insolándose bajo la misma soledad.)

Por fin, los más jóvenes descendieron en la otra orilla, con el amable cadáver sobre los hombros, para colocarlo sobre el sepulcro que merecía: la calle principal o  la cantina de puertas abiertas. Pero únicamente encontraron una resaca de cadáveres sin trajes lumínicos, y un lago de tierra porosa y estanques agrios y charcos de muebles inmóviles y un olor que se parecía a todos los olvidos.

Los más jóvenes urgieron devolverse, junto con el hermano cadáver, aunque el río les mostrase sus sogas húmedas. El ahogado no pudo ver el trueno que escindió las aguas, ni los crespos de la resaca, ni el infinito de la hondura.

 

 

 

 

 

jueves, 27 de julio de 2023

LA ROJA VIDA DE CAPERUCITA I

                                     


Desde la cama y a las once de la noche, un monstruo de nueve años me ruega a gritos que le cuente un cuento. El monstruo que lleva mi mismo nombre, usa lentes contra la miopía y razona con palabras de cuarto grado, es, por supuesto, mi hijo. Recuerdo en ese momento, un grafiti que vi rugir en los muros de la Universidad: “Los niños son locos chiquitos”, y recuerdo también la modesta proposición de Jonathan Swift: sacrificar a los párvulos para vender su carne a personas de calidad y fortuna. Como por motivos de solidaridad familiar no me es posible encerrar al pequeño en un establecimiento psiquiátrico, ni ofrecer sus costillas en remate público, le refiero una historia moderna basada en cuento antiguo:

sábado, 1 de julio de 2023

GLORIAS DE TRASPATIO



     Juro que no fui la amante de Hernando Carlos Amézquita, polígrafo sagrado y consagrado. No fui su derechura de mujer ni formé parte de sus atónitos deseos. Me correspondió ser el sesgo de su sombra, la dueña de las llaves maestras, la voz de al lado, la mano de su voluntad yerta. Nadie sabe todavía que falleció esta noche, a golpes suaves de corazón.
        Lo he vestido lentamente. Escogí, para sus luces de cadáver, el vanidoso traje con el que recibió la banda cervantina, en un Madrid lleno de reyes y de elogios. Le anudé la corbata de anémonas, “ésa me gusta, Beatrice”, para que combinase con un fondo de pechera francesa. Le calcé los zapatos de cabritilla, moldeables a fines eternos. Lo peiné, sin olvidar la raya surcal, y le impuse -otra vez y en soledad- sus condecoraciones ilustres, su merecido latón perpetuo.
   Quiero disfrutarlo un rato más así, inmaculado y senil, compartiendo con él los desgastes del tiempo antes de proferir la noticia: “¡Murió el gran escritor Amézquita!”, porque luego vendrán todos los periodistas del orbe para congelar su imagen en retratos dormidos, y yo tendré que arrinconarme, con mi cofia y mis llaves, como un verdadero animal de los adentros.

TRES LUSTROS DE NO VERTE

       
  Yo te espero en esta esquina rosada, tal y como lo acordamos hace quince años de cuentos, quince años de mucho correr los puentes sobre las aguas; “a las cinco en punto del futuro”, dijiste, y aquí estoy, con mis rigurosos cabellos de etiqueta blanca, mi paltó cruzado de tormentos, un cigarro sucesivo en la mano diestra de nicotinas, meditando —durante miles de olores y recuerdos inteligentes— lo que habré de referirte. He desechado, por familiarmente obvia, la exigua relación de mis afanes de escritor: la novela que se achicó primero en nouvelle y después en relato brevísimo, los artículos semanales (y luego esporádicos por orden del orwelliano jefe de redacción), los   poemas tan  concentrados   como   una japonesa  sopa de  letras; y he desechado también, quizás a la luz de una sombría timidez, el recuento innecesario de muchas noches de mujeres filantrópicas. ¿Qué decirte, además del “hola, ¿cómo te encuentras?" ¿Qué episodio real y maravilloso trasmitirte en lengua barroca? ¿Cuál de mis intentos fallidos te resultará de menor aburrimiento? No sé, pero tendré que apelar a las neuronas imaginativas, hemisferio cerebral izquierdo, segundo axón a la derecha (como los baños de los bares).

HOTEL ASPASIA, EN EL CENTRO DE TUS ARDORES


 

             Vives y te desvives en el Hotel Aspasia, ubicado por los perversos dioses de la ciudad entre dos calles sinuosamente imperfectas. El local ya no tiene anuncio de neón ni alfombra con arabescos para atraer a la clientela: ahora su solo nombre, pronunciado bajo la malicia de cualquier deseo, sirve como tarjeta de presentación en el mundo de las entrepiernas y los alaridos. Goce a precio razonable (si el usuario lleva la carnada), techo con goteras para despertarse en el juicioso momento de partir, auxilio de hielo rápido para el caso de alcoholes clandestinos, libertad sin límites como eslogan del hospedaje, y aviso irrebatible “Todo en efectivo, no se aceptan tarjetas”. 

      Tú, Baldomero Montoya o Baldomero a secas y a rastras, llegaste a Caracas una noche de aguaceros diluviales hace algunos lustros. Bajo el temporal, pensaste en regresarte a tus montañas de los Andes, llenas de perros afables y hortalizas perfectas que semejaban propagandas de la naturaleza rural, pero de inmediato una voz interior, o sea, la misma tuya aunque en tono de drama ingenuo, te ordenó proseguir el rumbo. Y mientras caminabas hacia el inicio del destino, ataste los cabos de la propia confabulación.

LA GUERRA DE LOS CIBERPOBRES


      
       

        John González, chicano con  muchos  años  de  supervivencia en Gatesville, se  despertó por compulsión  del  microchip memorizador que tenía bajo la almohada. De inmediato, el cable maestro accionó el eje electrónico para que  cuando González se levantara ya estuviese a punto su concentrado alimenticio: seis pastillas de proteínas, una redondez vitamínica y un brebaje de emulsionadores.
       La TV en tres dimensiones también se encendió por iguales efectos, y de la  pantalla surgieron los propios personajes de la noticia, de acuerdo con  el  último invento  de  la  realidad virtual  (el  Presidente anunciaba dotaciones para tecnología de alto rango, un líder ugandés miraba la debacle de tormentosas lluvias, dos jóvenes españolas hablaban de su inmunodeficiencia bien adquirida). González quiso otorgarse una ducha, pero recordó que la neo-agua de electrones eliminaba las impurezas durante todo un mes, y él se había bañado el día anterior, ¡lástima! Tampoco tuvo que lavarse los dientes, porque el fluoristato del aire ambiental los conservaba siempre indemnes. Patty, su mujer, aún dormía una molicie de brazos sobre el pecho. Aunque se llamaba Piedad y era de Caracas, sólo aceptaba que la nombrasen Patty, por obvios  motivos de  acostumbramiento yanqui. González, sin  hacer ruido, se dirigió al cuarto de ejercicios. Quince minutos dentro de la cabina ergonómica bastaron para tonificarle los músculos y las neuronas. Luego, absorbió “el desayuno” con lentísima nostalgia, como si se tratase de tortillas mexicanas, huevos revueltos y un gran vaso de agüitas de mango.
       Desde que se creó la “house-office”, no debía acudir al trabajo. El ordenador lo conectaba a la computadora central, y su módem se encargaba de la recepción y envío de cualquier hazaña alfanumérica.

BOLERO DE ÚNICA MUERTE


            

         
      En el café Azul tocaba el piano para damas que dormitaban una siesta de chocolate. Mujeres de inmensa suavidad tardía, ancianas con la misma vida de dientes de plata, viejas anudadas a un collar de perros y zafiros. “¡Complázcalas siempre!”, había dicho el dueño, y Agustín sacaba notas del piano sin nombre para que la música fuese otra mosca común. La ciudad, aparte, lamía un sol de lenguaradas y se resguardaba el pecho a nervio de edificios.
       Con la tarde, Agustín abandonaba las reliquias y empezaba su viaje de neón. Dos tragos en El Ánfora, un par de abrazos a los amigos en Le Coq Noir, una botella en El Tanaxú, cigarrillos de luz entre la noche, alcohol fondo blanco, gritos para despertar la madrugada, traspiés como gusano de patas públicas. Dormía sin enlace de ojos, porque se figuraba ante un gran piano de caoba, en La Habana o en Caracas, en Nueva York o San Juan, interpretando sus canciones al lado de un cuchillo de aplausos. Y también imaginaba aquel oleaje de burbujas que lo conducía hacia otros tiempos, y él —en mitad del éxito— con sonrisas de pura fama, “Muchas gracias”.
       

       
        El Hola-Hola era un sitio de kilovatios anémicos y cortinas en cascada, adonde iban los parroquianos a sorprenderse con las exactas historias del día anterior. El Hammond se diplomaba sobreviviente de naufragios tuberculosos, los vasos desconchaban una pátina de imprudencias, el calor reducía el hielo hasta condensarlo en virutas de arena. Sin embargo, los tragos equilibraban las desgracias: rones de barrica, tequilas con limón, whiskies de grano legítimo, mezcales, “vuelvevidas”, “tirabuzones” y “levantamuertos”.
          Al principio, Agustín se sintió parte de un decorado a punto de cadalso, y revisaba una y otra vez la terca dignidad de los clientes, sus narices en hematomas, sus piernas guindando de los banquillos giratorios, sus toses sin alivio. Pero a reflexión de misericordia descubrió que esos beodos poseían una transparencia oculta y que hablaban en lenguas parecidas a la verdad. Entonces les dedicó su piano y su voz de gangrena amorosa. Y fue más allá: compuso boleros para lastimarlos de melancolía y rociarles los despechos. “Siga, Agustín, no cese nunca, acompáñenos hasta las derrotas finales, mátenos de nostalgia, beba y brinde, purifique estos corazones”, solicitaban los noctívagos; y Agustín se mecía en el piano como si un viento de otros mundos, con fiebres y calofríos, lo obligase a subsistir.
       Doña Martina, asidua de penas líricas, se convirtió en su admiradora providencial, y noche tras noche amurallaba la misma mesa para oír las canciones y alumbrarse de recuerdos. Siempre alentaba una copa única, “Odio marearme, querido Agustín”, mientras sus lágrimas repetían aguas de antiguos cataclismos. El músico, “¿Doña, qué le ocurre?”, buscaba fórmulas de apaciguamiento, gratas melodías, auxilios de charangas, pero Martina continuaba los dolores derretidos que no paraban de brotar. Y Agustín regresaba a su habitación, con sorpresas en la ingle, por la ajena cercanía de aquella hembra tan helénica.
          Doña Martina se le desnudaba en simulacros de buhardilla. Los senos de leche maciza, la cintura de pequeñez absurda, su lunar hondo e insaciable. Y él, a fuetes de amor erecto, la hacía estremecerse en devoción y desbordes. Falsa astucia de ilusiones, porque cuando estaban dentro del Hola-Hola, a un beso de distancia, se volvía piedra tímida y las palabras sólo extenuaban torpezas.
       —Soy la más desdichada de las viudas universales, amigo Agustín —le confesó Martina, luego de múltiples brumas de evasión—, porque mi esposo, el general Clemencio Arévalo, de las honestas familias de Tepoztlan, se largó a pelear por los rumbos de Veracruz y dicen que ahí murió. No puedo apartarlo de los quebrantos del alma, no puedo. Sobrevivo en nuestro domicilio de añoranzas, acosada por acreedores y penurias, y pronto tendré que subastar la propiedad junto con los gatos. Aunque usted no me crea, Agustín, lloro todas las noches sobre la fotografía de mi general Clemencio.
       Agustín miró la efigie al trasluz de una envidia en movimiento: el sombrero ancho, los bigotes como pájaros de violencia, el máuser terciado, las pupilas en eclosión oscura. Y el general se quitaba el uniforme, las botas, las insignias, las estrellas, “Ven, Martina”, y ella abriéndose, desgajándose, “Sí, mi Clemencio”.
       Doña Martina acudió la semana siguiente al Hola-Hola bajo la entereza de una felicidad que no quiso revelar; y después nunca más regresó ni nadie supo de ella. Agustín la presentía en cada turno de bohemia, en cada aplauso lejano, en cada heroicidad rítmica: sombra de acecho que no lograba apartar de las congojas. Mil veces revolcó a Martina en las tierras de un verano fantástico, descalza, amplia, sumisa, “Sí, mi Agustín”; y mil veces contrarias se halló entre los monólogos de su propio cielorraso, “Martina, Martina, Mart...”.
         Ya solamente tocó para frecuentar el olvido. Bebía a trancos de suicidios líquidos. Fumaba hasta la raíz de la ceniza. Su esqueleto se devoraba en curvas de arrugas y un vértigo le revolvía las angustias. Y abandonó el Hola-Hola sin siquiera despedirse de los borrachos transparentes.
       Se recluyó en su buhardilla para morir a fuerza de hambre humana. De ahí lo sacaron los vecinos con pálpitos de reloj de catedral, y estuvo seis meses en una clínica de beneficencia colectiva. Cuando salió le informaron que al Hola-Hola se lo había comido el terremoto (un musgo tenue crecía en el lugar, y los aires de octubre agitaban pequeños escarnios verdes). Dibujó sobre la superficie el sitio preciso donde se sentaba doña Martina, el recodo del barman, el anaquel de botellas, las mesas de inestable paradura. De repente, escuchó la tragedia de un piano que desmigajaba notas viles. Sin meditarlo, cruzó la calle y destituyó al intérprete, “Hijo, te enseñaré cómo se usa”. El administrador del Zig-Zag, extasiado por el vivo melodrama, le suscribió un contrato a fecha ciega.
        Los alcohólicos del Zig-Zag eran de distinto escalafón, aunque los unía el resabio por el juego. Apostaban las entrañas, dirimían sueldos anuales en un mazo de cartas, pugnaban en el black-jack o la seguidilla, adquirían tómbolas de azar, y tiraban los dados con vociferaciones de fanatismo. Jamás percibieron las destrezas de Agustín, ni sus manos como galgos armoniosos, ni su música a temple de llamas tropicales. Si ganaban, un arrebato los envolvía; y si la suerte les resultaba calavera adversa, también se hundían en libaciones y barahúndas, “¡Chupemos, que Dios proveerá!”.
      Agustín enmoheció en un destino de transeúnte. Por las mañanas iba a radio BTQ América para agrupar salarios y victimarse de rancheras. Al mediodía liquidaba cuatro sets en El Duque, con una banda de jazz parroquial que agriaba de sepelios la cabina de presentación. De inmediato, El Zig-Zag y su tapiz de rufianes sordos. Luego, el deambule lo conducía hasta La Lechuga Mágica, siempre llena de poetas sin obra encuadernada y artistas de lienzos virginales. Las divas del espectáculo le negaban huidas: “¡Truena y síguenos, Agustín!”. Boleros, guarachas, danzones, ginebras, jarras, bebedizos. Salvo yerba, porque entumecía el lado ágil de las arterias sentimentales.
       El Ganzúas lo consiguió nuevamente al borde de una catástrofe histórica, “¿Buey, qué haces en el Zig-Zag, si aquí ninguno tiene orejas para la música?”. Agustín cerró el piano y escupió obscenidades de rencor. Deseaba ser globo etéreo para trasladarse, con un simple ventarrón, hacia Buenos Aires, San Francisco o París, en smoking de gentleman y reflectores a muchas lunas veloces. Quería romperle la cresta al Ganzúas sin previo aviso de amarguras. Tentaba la idea de destruirlo mediante una zambumbia de golpes. Pero no, prefirió el silencio y tres tristezas de añejo Bacardi.
       Su amigo mostraba una espeluznante flor en el ojal. Clavellina viciosa, pétalos de araña oronda, aquelarre de desenfados. Agustín creyó que el Ganzúas hablaba a través de los labios vegetales: “La Marquesa busca un musiquito para su harem de putas serias. Exige buen porte y discreción de cadáver. Está en la colonia Polanco, número... ”. Lanzó un papel arrugado y se fue. Desde lejos, la flor insistió: “Le dices que yo te recomendé”.
     Agustín se bañó a lo largo de una ducha bautismal. En la escogencia de la camisa tardó iguales coqueterías que Tyrone Power. Refrenó las ganas de una corbata sonrosada y se puso la de órbitas blancas. Betún para el salpique moderno de los zapatos tragaleguas. Perfume detrás de la hilera de mechones. Un paraguas contra las ofensas de la naturaleza. El espejo le devolvió los síntomas de la seguridad, y brincó en procura del bus directo. La mansión se extendía sobre una capa de césped indomable y sus árboles fulguraban bosques verticales. Rejas de flechas impedían el acceso. Tensas columnas aguantaban la arquitectura de épocas porfirianas; y los ventanales, como espacios milagrosos, lucían balconetes de cedro con alabes. Adentro, rumores de escándalo y un berrinche en do menor. Agustín temió equivocarse, pero el papel del Ganzúas no se prestaba a dudas necias. Después de timbrar, apareció la interrogante en idioma de un portero mímico: “¿A quién anuncio, silvuplé?”.
       —Tengo cita con la Marquesa... soy el nuevo pianista —flaqueó Agustín bajo una cobardía de tobillos.
      El polichinela, oloroso a ajos frescos, lo condujo hasta la amplitud del primer salón. Agustín escogió la butaca menos visible para detallar, sin temores, su campo de guerra. Un cortinaje, en marrón profundo, se le vino encima junto con una lámpara de cristales lacrimosos. Los muebles de patas tigrescas lograban el perfecto  complemento de estilo; y cada uno en su esplendor irradiaba omnipotencias individuales. De la pared izquierda sobresalían retablos churriguerescos, plenos de vírgenes doradas y ángeles de vuelos fijos; y, en el lado opuesto, contrastaba   una sucesión de estatuillas y bibelots: hidalgos exquisitos, fisonomías palaciegas, niños de vidrio absoluto. El tiempo de una armadura medieval presidía los círculos de óleos modernos; y varios gatos —respirantes y escurridizos— se posaban sobre las losas aguamarinas. Agustín cerró la boca para no traicionarse, “¡Qué alto he caído, Ganzúas!”.
         Una puerta de láminas de cristal se empinaba hacia otra sala. La música en volumen de euforia no amenguaba el bullicio de la concurrencia: Agustín se otorgó la libertad de espiar durante breves sustos. Jamás había mirado, salvo en las películas del cine Apolo, un despliegue de mujeres tan hermosas y excesivas. Rubias con empeños imperiales, morenas de tizne limpísimo. Evas locuaces, jovencitas en edad de duraznos, muchachas para la fiesta de las glándulas perversas. La champaña corría a cien espumas por metro descuadrado, y los gritos amables se atizaban sin prohibición de la casa. Los hombres no escondían rangos ni condiciones: seguramente eran ministros burócratas de clase aparte, negociantes en ejercicio o políticos que disfrutaban a mano suelta.
         Agustín retornó a su butaca anónima para no sentirse culpable de desventajas, y aferró la vista en la escalera con balaustres torneados que ascendía hacia el piso superior. El relieve de una dama aún jugosa y de elegancias expansivas le causó laberintos en el cerebro. Ella bajaba del empíreo prostibulario como si la aguardara la santificación de las hembras a su cargo. El escote sutil, una diadema de perlas orientales, dos bucles con espigas, el tailleur a molde clásico. Agustín, inundado de temores subterráneos, no lograba encontrar el acuerdo de las palabras, “¿Qué le diré?, ¿será necesario saludarla en francés?, ¿atenderá la recomendación del Ganzúas?”. La mujer culminó su descenso para acercarse con lentitud de reina formidable. Le pareció más prodigiosa, más monumental, más abundante. Agustín no pudo sofrenar un alarido ni ella tampoco:
          — ¡Doña Martina!
          — ¡Mi genial pianista!
      Se abrazaron en un dueto de recuerdos, y Martina concibió todas las lágrimas factibles. Por último pidió que fueran a su despacho, “Me aterroriza que me encuentren con esta cara de monja inservible”. Bajo el retrato del general Clemencio Arévalo, doña Martina halló una fibra de serenidad. “No me juzgue sin escucharme, Agustín. Inicié el negocio porque era la única vía, ¡la única!, para preservar mis bienes y mis nostalgias. Nunca me he entregado a nadie, pues sigo fiel a la memoria de Arévalo. Confío en que volverá alguna noche de buenos astros”.
          Se arregló un desliz de cabellos e insistió: “Pura por siempre, Agustín. Administro a mis adorables muchachas como una beata, y las retribuyo con ganancias estupendas. La clientela es selectísima, lo mejor de la crème, la élite, el savoir faire, la mera nata. ¿Busca empleo? No se preocupe, tocará aquí y vivirá en el cuarto de trasfondo; establezca usted mismo los honorarios. Jamás me llame Martina, soy la Marquesa. Venga para que se haga cargo del piano”.
          — Sí, Marquesa.
      Desde su debut en aquel serrallo de finos putaísmos, Agustín enloqueció a la audiencia. Las chicas se congelaban de caluroso amor ante las letras de sus boleros, y los hombres utilizaban la evasión melódica para sobar, fuera de tarifa, los benditos cuerpos de las demonias. Sin quererlo, el recién llegado se convirtió en el centro del harem, “¡Salud, Agustín!”, “¡Dedícanos otra!”, “¡Contigo, la madrugada no envejece!”. Y el piano retumbaba a trueno limpio en la estricta zona roja de la colonia Polanco.
       La Marquesa lo abrumó de amapolas diarias y cheques abiertos para el sastre italiano que revolucionaba los garbos de la capital. Pero ninguna proximidad de pasión, ningún encendimiento, ninguna rozadura, porque vivía con el nombre del general en la lengua y sólo buscaba a Agustín para que le prestase su silencio. El pianista no resistía las hinchazones de la desesperación, “Marquesa, mi Marquesa”, y se imaginaba explotando de un sueño, transformado también en guerrero, a fin de invadirle la cama y los goces. Equívocos delirios, pues doña Martina también soñaba que el general Arévalo volvería junto con su máuser tenso y lujurioso. “Lo sé, Agustín, lo veo, está a salvo, aún me necesita, viene hacia acá”.
     Todo burdel tiene sus leyes inquebrantables, y el de la Marquesa no escapaba al decálogo: “Somos una cofradía de servicios, el público nos reclama, las penas y zozobras hay que guardarlas en el desván, exijo la verdad, no admito discusiones, quien más trabaje más ganará, la puerta es franca para quien desee irse... ” Y Agustín, aún sin alma de buscona, tuvo que acatar el reglamento. Dormía hasta que los gatos amaestrados le indicaban la hora del almuerzo. La Marquesa lo esperaba, atildadamente cariñosa, en el presídium del comedor, donde un mayordomo enano se engrandecía para satisfacerlos. Por las tardes, el pianista repasaba las canciones de su archivo personal o escribía las notas, ritmos y zumbidos que le susurraban unas musas inverosímiles. Después de cenar, se calzaba su perifolle de ave nocturna y salía a brindarles gusto a juerguistas y disolutas.
     Ovación insuperable. Trofeos on the rocks. Agasajos de botellas completas. La solidaridad lo hacía vivir en las albricias del éxito y, como añadidura, la potentísima Isaura, mirífica atracción del local, babeaba vehemencias frente a su estilacho de crooner pulmonar, “¡Ay, Agustín!”. No perdía ocasiones para admirarlo y mimarlo en entreactos, no aceptaba que las otras mujeres lo retuviesen demasiado, ni consentía besos putaicos que no fueran los suyos.
    Por Isaura, los clientes se disparataban en ofertas y proposiciones. Y les cabía razón, porque sus muslos encerraban un azogue frondoso y su erizo íntimo sanaba cualquier bochorno. “¡Isaura devora, lame, relame, acaba docenas de veces!”. Pero Agustín se mantenía invicto, pues no contemplaba la traición de engañar a Martina. Isaura lo acorraló en una longitud de pequeñas caricias y afables obsequios. Le regaló la pianola que funcionaba a bisagras de pasado, usó los colores de su preferencia taciturna, adquirió libros musicales para leerlos en cercanía. La persecución adoptó forma de alboroto y la hembra resolvió, una mañana, cobijarse dentro de las sábanas de Agustín. Estaba desnuda y en el sexo blandía un trébol alegórico: “¡Quítamelo ya, mi tormento!”.
Agustín agotó su palidez. Le sonaba el esqueleto. Una frialdad ambigua lo hacía callar. De inmediato, la mujer se pintó de iras, temblaba furibundias, crujía, “¡Maricón, me rechazas porque prefieres los ascos de esa Marquesa de barrio. Acuérdate de que la venganza de las putas no tiene límites, adiós!”.
      Desde el incidente, Agustín sólo acató el compromiso del piano, bebía a trasiegos escondidos y procuraba hablar a susurro de canciones. Isaura, sin embargo, acrecía en desplantes de busto y sabrosuras para exaltarse, “Estoy linda, ¿no?”. El harem participó, entonces, de un fandango de miradas revueltas, de un presagio, de un tabernario teatro sensual. Isaura cumplía años y se destapó en fierezas: “¡Atención amiguitas, silencio vejucones!, ahora me desnudaré para Agustín, mi macho”. Sostén al viento, ligas abajo, el triángulo espléndido. El pianista brincó y quiso cubrirla, pero Isaura tuvo más agilidad: rompió un vaso y se lo incrustó en los caminos de la mejilla. Los gritos no calmaban la sangre a torrentera, ningún médico presente, qué lástima. Agustín despertó en un hospital de pobres auxilios, la herida le agraviaba el rostro. Perenne surco, sí, venganza de puta enamorada.
          Doña Martina lo adoptó como un enfermo familiar, y dispuso del cuarto de huéspedes para que la atención tuviese carácter de apremio. Lavaba sus purulencias con sales rocosas, le untaba cremas de melocotón y avellanas, rezaba versículos paliativos y consentía sus lamentos en un celibato de tierna generosidad. Agustín juzgó que esa dicha era el divino envés de la tortura, porque ahí estaba la Marquesa para acariciarle sus desolaciones. Pero el general también lo hería a cada segundo, pues doña Martina no paraba en la evocación, “Clemencio me llevó al altar de la Guadalupe un sábado de diciembre, yo engalanada de hilos blanquísimos, él con la chaqueta de honor, y cuando afirmé la pregunta del sacerdote caí en un desmayo”. Y Agustín se transfiguraba, a solas, en el propio general, te quiero Martina, bésame, ábrete, dame tu hostia magnífica.
          El tajo cedió paso a una cicatriz de bordes ásperos y su costra encerrabael malogro de varias ampollas. Agustín quebró todos los espejos para ahuyentar la desarmonía, y se negaba al escenario y al piano, temeroso de que las muchachas salieran en estampida frente a su extravagancia de monstruo musical. Por fin, Martina lo convenció, “Te ves horriblemente apuesto, mi genio”, y Agustín recuperó la voluntad para satisfacer a la Marquesa. Estrenaría boleros y un smoking de tornasoles. Ella le prometió ataviarse con galas de serafín auspicioso.
      El pianista observó a una multitud que lo aplaudía sin paralelo en la ofuscación del burdel, “Viva, vivaaa, Agustín”; y tras agradecer la bienvenida con una mueca nueva, acometió su faena nostálgica. Descorches, copas, propinas. El barullo alcanzó máximos niveles, y Agustín sintió la voz recurrente del general, “No, no he muerto, ninguna tropa pudo conmigo, los dioses me sanaron, tengo todavía suficiente amor para Martina, voy hacia ella... ”.
       El general Arévalo, a duros esfuerzos, lograba mantenerse en pie. Una fragilidad quebradiza le agotaba las extremidades, y los daños emergían de su cuerpo con triste apogeo: el pecho en menoscabo, vacilaciones de decaimiento, inanición de hormiga trágica. Aun así, había realizado el viaje desde Veracruz hasta la capital en un solo turbión de suspiros. La colonia Polanco olía a Martina; y mientras más se acercaba a la casa, su fragancia lo iba quemando. La ruidosa luminosidad de la mansión le hizo pensar que ya Martina no habitaba allí, pero entró con furia de empujones y el polichinela se apartó para conservarse en vida, “Soy yo, tu Clemencio Arévalo, no he muerto, Martina, vengo para toda la eternidad”. Sobrepasó la primera sala y la algarabía lo condujo al sitio de las putairas y sus acompañantes, “¿Qué carajo hacen en mi hogar?, ¿dónde está Martina?”. El revólver precipitó la desbandada, las chicas se agazaparon bajo un pavor de coloretes, y los hombres eligieron la decisión de escape. Sólo Agustín entendía el sueño real.
        Clemencio corrió en busca de Martina y el pianista lo siguió. La Marquesa bajaba por la escalera con el vestido de alas celebrativas y cuando vio al general, tan completo y perfecto, tan extraño y verdadero, lanzó un grito y se apresuró a abrazarlo, “Clemencio, Clemencio, mi Clemencio”.
         El general la midió con el revólver. “¡Puta, ya no serás la más grande de las putas!”. Cinco balas sonaron en fuego de horror amarillo. La Marquesa gimió una última alegría y tiñó de sangre el suelo de los gatos. Agustín se acercó lentamente para abrirle el vestido mortal, y por única vez la besó en el corazón.







UN SIGLO DE AUSENCIA








  

 

El general Salustio Monsanto siente que la muerte lo recorre con tozuda suavidad, como una fiebre antigua, como una culpa sin prestigio, como un ardor seco. Y mira, ya irresponsable frente a la vida, aquella habitación que hoy (–por fin hoy, Salustio–) ha sido toda suya. Está en las alturas del bar Un Siglo de Ausencia, moribundo dentro de la música, solo, acompasadamente solo. Abajo, un bolero impone las congojas: sabio despiste de una coartada milimétrica; y las prostibularias recorren las mesas repartiendo besos y faramallas, “¡que no pare el ritmo!”, “¡que la rocola reviente, que la conga sea de abuso!”. Salustio ve el uniforme sobre la silla, y se avergüenza de su mortuoria desnudez. Jamás pensó partir así, sin estruendos militares ni trompetas tonantes que anuncien la despedida de un General-Ministro de la Defensa, “firrrmes”. En cambio, escucha a la putería en desborde, vivificadora de las madrugadas, absoluta ingle del alcohol.

Cuando llegaba al bar, las puertas se escindían para recibir sus malalientos de nocturnidad. “Rumba y whisky hasta el amanecer, el toque de queda lo dicto yo”. Y los mesoneros, sí, señor, mande usted, mi general; y las mujeres petulando escotes para que su agria mano con sortijas les tocara pezones profundos, “qué  rico, comandante, ¿subimos?, ¿me voy contigo esta noche?”. Sus ojos maldicen el inventario del cuarto: la cama meretriz, el balcón clausurado, la cortina plegable para disimular los detrimentos del baño... Muchas veces estuvo allí, pero no con Márgara, “la Luna”, porque ella le fue distanciando la inquietud  –“hasta hoy, Salustio, hasta hoy”–.

MENTIRAS TUYAS

 

                                   



Hoy se cumplen dos años y un naufragio de conocerte, o seis eternas magnolias al lado de tu retrato, o diez por diez exilios de mí mismo, o varias artritis en la voluntad por motivos que guardo con pasión. Suma y sigue, querida. Llegaste bamboleando las caderas dentro de aquel kimono fucsia que irradiaba minutos expectantes; y yo, a la luz de la oscuridad, agucé las dioptrías para verte mejor, ¡inquieta ballena erótica de las playas del Caribe!

Conocerte es un decir porque en esa fecha empecé a desconocerte, pues tu identidad significaba el enigma de los faraones y la popelina egipcia, el eslabón más antiguo de los siglos, la última gota de duda en el desierto de mis neuronas: un día afirmabas con todos los yerros que te llamabas Paula, y al siguiente te ponías loca extrema si no te mentábamos Ifigenia. Absoluto modelo cortazariano para desarmarnos, animal sietevidas, oráculo del pretérito imperfecto.

HOTEL PARA SUICIDAS



Los suicidas siempre otorgan atención  a las señales del destino, como si de su fuerza tumultuaria dependiesen los únicos actos del porvenir. Y Erasmo Durán, en su calidad de mortal que buscaba las pistas ocultas de la existencia, soltó un grito de eufórico estupor cuando leyó el anuncio en Internet: “Foulton, hotel para suicidas, isla de Saint Austin. Escriba sin compromiso”.
La dubitación no le permitió establecer inmediato contacto; temía que el hallazgo formara parte de los juegos insidiosos y desleales que abundan en la red. Se consagró, entonces, al disimulo de los propósitos, revisando el correo electrónico y bebiendo elusivos sorbos de café, pero cada cierto tiempo volvía al insólito anuncio. Sus pocas letras en la pantalla del ordenador, el mensaje casi secreto y casi absurdo, se apoderaron de su voluntad; quizás aguardaba desde siempre tales osadías. Sin embargo, prosiguió el recurso de la evasión y fue al trabajo como quien cumple una disciplina transitoria, habló con amigos acerca del verano banal, telefoneó a su madre sorda, preparó la comida de los perros y, por desacatos de la memoria, se bañó varias veces aquella misma tarde. El ordenador mantenía, indemne, el aviso para clientes desesperados.

TRINIDAD NON SANCTA


La fiesta enraizaba alcoholes de media noche en el salón del club:  un vasto espíritu cuadrado dispuesto a cualquier desmán de felicidad. Los asistentes, con la conciencia en el bolsillo, paseaban mareos trasatlánticos entre truenos de bohemia. Las copas, como cálices vivos, solicitaban más y más añadiduras. El disc jockey de cabeza solar surtía mermeladas rítmicas, tras el escudo de su fortín electrónico. Los diálogos, hirvientes y ágiles, licuaban todo empeño de timidez, disolviendo rigideces. Y las damas, a través del aviso luminoso de sus senos, se hacían propaganda liminal y subliminal. Y los caballeros, al galope de potros vinícolas, asediaban a hembras desconocidas para proponerles la eterna amistad de una madrugada. Era un ambigú de vacíos ajetreos, de espuma en remolino, de efusivo champán.
Yo, desde mi recodo embebido, recorría los poros abiertos del espectáculo sin acobardarme ante el volumen de los tragos y la música. Heterónimo y escindido, pensé por un momento en los poemas de Pessoa, ese genio inútil que murió de todas las vidas posibles, pero luego me desprendí hacia las dimensiones mundanas y abracé a una señora durante dos piezas bailables, regalé tarjetas de presentación a cuanta cara de banquero se me interpuso por delante, canté New York, New York a lo Frank Sinatra (parodiando las lecciones in english del Reader One), recité con romo romanticismo “volverán las oscuras golondrinas”, y ya agotado me ubiqué en la hilera del buffet. Sin abandonar mi privada botella de Chateauneuf du Pape, me harté solo de corazones de lechuga, quizás con la intención de florecer por dentro a lo largo de las próximas horas, y después me hundí hasta los hombros en las dulces almendras de un amaretto. El presidente del club, sabiéndome periodista, trató de explicarme en un fastidio de veinte minutos las muy victoriosas perspectivas de su gestión, palabras que borré a prisa para que no enturbiasen mi contento.

jueves, 29 de junio de 2023

TRES CRONICUENTOS DE ESTA ÉPOCA

 


LE DISPARÓ A SU MARIDO PORQUE LA LLAMÓ POR OTRO NOMBRE (Diario  Actualidades)

 

        

El matrimonio vivía entre chubascos. La contienda estaba a la orden de los extremos verbales. La agenda diaria (un cúmulo de obligaciones huecas) se repetía por voluntad pasiva. De noche, a veces, Romelia lo arrinconaba en la cama, y Damián cumplía con la emergencia. Acuerdo de hembra y caballero, contrato sin rugido de palabras.          

         No siempre fue así: los años aderezan los entuertos.                 

         Como la vida parodia a las telenovelas, aunque algunos sostengan lo inverso, Romelia y Damián se conocieron en una estación de Metro cuando la energía eléctrica, discontinua y aleatoria dentro de los sótanos del Tercer Mundo, se largó por quince minutos. La muchacha, quizás con fingido nerviosismo, soltó dos gruesas lágrimas no exentas de rímel marca Revlon; y el joven, quizás con tramposa cortesía, se le acercó para ofrecerle un pañuelo sin sello de fábrica. Romelia, que en esa época no usaba lentes al aire, lo precisó a través de unos ojos nítidos y amarillos; y Damián, que en ese momento esgrimía un bigote fértil, le sonrió como el D´Artagnan de la estación Capitolio y la invitó a un café. “No sé si pueda porque es tarde”, dijo ella en tono de duda afirmativa; “Un rato nada más y te suelto”, respondió él pensando estrictamente lo contrario. La ciudad ostentaba una especie de crepúsculo escenográfico, diversas músicas competían por el Guinnes de los mayores decibeles, los semáforos se atragantaban de centenas de autos: nada nuevo bajo el cielo de Caracas.

LA OREJA DEL OTRO


                                  
                                  
Me topé contigo, Vincent Van Gogh, un temprano y azaroso día de hace ya muchas vueltas sobre mi vida, y sobre la tuya, amado amigo. Vi una copia de tu autorretrato y nunca más pude separarme de aquellos ojos que se dirigían a lo impreciso. Ni de aquella blanca forma de permanencia sin tiempo. Ni de tu cara en triángulo de barbas.
Y empecé a seguirte, Vincent. Asistí a tu nacimiento en Groot-Zunder, un pueblo que estaba situado al borde de todos los inviernos, y escuché -como testigo de sombras- cuando tu padre dictaminó con rigidez de pastor protestante: “Se llamará Vincent Willem en memoria de su hermano muerto”. Estuve al lado tuyo en las ausencias de la escuela y en las inflexibles clases de teología que por fortuna no te condujeron a la profesión paterna, ¡felicitaciones, Vincent! Te acompañé al trabajo de marchand en la sociedad de comercio Goupil, con escalas tortuosas en La Haya, Londres y París, hasta que acordaron sustituirte por el bueno de Theo Van Gogh, cuatro años y un milenio menor que tú. Me encontraba muy cerca en la época que comenzaste a pintar rasgos incipientes, imitaciones, paisajes realistas; y casi compartí la cama meretriz de tu modelo y novia Siem Hoornik, ¿evocas la ruptura final de esos amoríos, Vincent Willem?
Después, te subí la valija al sexto piso  de Theo en Montmartre, donde fijamos menesteres, asiduidades y tormentos. París nos enseñó El Louvre, las técnicas del dibujo, los colores del impresionismo, el estrépito de la ciudad, los insaciables caldos de Borgoña, y también la figura deforme de Lautrec y la rigurosa  paciencia de Camille Pisarro, pero tú quisiste partir.
Con ayuda del fraterno Theo, porque las ventas de tus cuadros eran exiguas, nos instalamos en Arles, “el Japón del sur” de Francia, según la denominabas, para fundar una utópica comuna de artistas en la que se compartiesen gastos e ingenios; y decoraste tu Casa Amarilla con girasoles, emociones y esperanzas, pues recibirías a Paul Gauguin, Paul el vanidoso, Paul el terrible. Aún poseo la nitidez de aquel período de pugnas, de exaltación, de desacuerdos, de insolencias alcohólicas, aunque me gustaría olvidar la última escena: Tú, ofendido, amenazas a Paul con una navaja, Paul se va al hotel, tú te arrepientes y decides cortarte la oreja derecha, tú se la envías a Paul con una prostituta en señal de remordimiento, los gendarmes sitian la casa, Paul abandona Arles y a ti te recluyen en el hospital.

martes, 27 de junio de 2023

EL OSCURO ENCANTO DE LA SOLEDAD



                                                 -I-

      El tiempo gira en su órbita extraña  y un cielo tenso  confirma   las  incógnitas. No siempre fue de ese modo: antes me refugiaba en  los suaves  ardores de la juventud, como  si  el precipicio estuviese detrás y las inclemencias  ocurrieran  decididamente a los otros.  Leyla duerme en la habitación que da hacia la montaña porque  no resiste mi  tos noctámbula ni las luces vehementes  que utilizo para leer; pero nunca discutimos, hay entre nosotros el silencioso armisticio  de quienes poseen iguales escudos y defensas. Tampoco el sexo  nos abruma, pues  a base de metódicas apatías lo encerramos en  el  abandono, o fue culpa de  nuestros vínculos eternos porque mi prima  Leyla  y yo somos parte de un mismo apellido (y quizás similar destino).
      La detallé por primera vez en una fiesta de tíos y nudos genéricos  otorgados por la sangre común. Era diciembre, llovía con fortaleza de relámpagos, Leyla se ubicó frente al ventanal y yo la acompañé sin hablarle: las palabras sobraban en la obvia conjura de la circunstancia. Fumamos, busqué dos tragos, luego la besé larga y hondamente. Al cabo de una semana, compartíamos mi lecho de soltero.
       Los meses transcurrieron como dardos cautivos de la felicidad; hablábamos sin agobios, oíamos a Bach con devoción, el vino  nos acoplaba en el éxtasis de sabores y fruiciones; parecía imposible solicitar más de la providencia terrenal, y por eso el soplo de la duda empezó a atemorizarnos, ¿un mensajero de órdenes adversas tocaría la puerta para anunciarlas? Mientras tanto, y a fin de alejar malos augurios, nos colmábamos de sólido amor.

LA TRUNCA CABEZA DE PANCHO VILLA

 





No me llamo Carmelo Taborda, solo utilizo este nombre en mis andanzas e investigaciones sobre Pancho Villa y la Revolución Mexicana; tengo escritos más de setecientos folios sobre José Doroteo Arango Arámbula, Pancho Villa, sin todavía esclarecer los autores ni el paradero definitivo de su cabeza mutilada en 1926, tres años después de que lo enterrasen en un panteón de pueblo.

 

Pistas vagas conducían a inexactos finales: la exhibición de la testa de Villa en el circo Ringling Brothers, donde cobraban a los adultos 25 centavos para verla y a los niños la mitad del precio; la encomienda de cercenamiento impartida por un fervoroso militar cuyo deseo era que la ciencia estudiase el cerebro único del héroe; la venganza del General Álvaro Obregón porque había perdido el brazo derecho en refriega contra las huestes villistas; la posesión satánica del despojo por parte de la sociedad secreta Skull and Bones, de Yale University, con el fin de rituales subrepticios; la posible sepultura del cráneo cerca de Salaíces, Chihuahua, en una caja de balas para Máuser 7mm. Recovecos de la incertidumbre, espejismos merodeando la realidad, epopeyas de cuerpo fragmentado

 Por ello, no me sorprendió el correo breve y urgente de un profesor chicano, amigo mío, asegurándome que la cabeza de Villa se encontraba en Brooklin, bajo la custodia de anticuarios judíos. De inmediato, reservé por Internet el boleto desde Caracas y acomodé en la valija los utensilios imprescindibles: sendas botellas de ginebra contra el insomnio, las páginas con las pesquisas y dos trajes casuales. Le pasé llave a mi hogar solitario, no sin orar una retahíla absurda en provecho de suerte para que no entrasen los ladrones. 

BIOGRAFIA DE UNA VOZ

 



 (Tony y su esposa discuten dentro del apartamento de séptimo piso en Queens, New York. Ella le reclama su adicción a las drogas y al alcohol. Tony amenaza con matarse si prosigue, la mujer no le hace caso, Tony va al balcón, reza algo  incomprensible y se lanza al vacío. Son las once de la noche, cae una lluvia tenue, los vecinos escuchan el golpe y llaman a los bomberos, Tony yace sobre la calzada.)

     Tu porvenir quizás estaba escrito, como si la existencia fuese un círculo impávido y absoluto. Los amigos habían insistido mediante cartas continuas, “Tony, ven al Norte, el triunfo te aguarda, no demores los tiempos”. Y tú por fin llegaste a suelo ajeno; cargabas un bolso sobre la espalda y dieciocho años en las correrías de la vida. Nadie fue a recibirte al aeropuerto, entonces el taxi  te condujo a un cuarto en las propias mandíbulas del Bronx, con vista hacia  el desborde de potes de basura y olores que  casi impedían la respiración.

        Todo había empezado cuando te quedaste con la boca retorcida y el blanco de los ojos hirviendo, al ver a Chico Almeida en el Club Marítimo de San Juan. Y luego fue el éxtasis inmediato:  El Bárbaro entonaba el son “Me has dejado en el abandono”. Sin muchos cálculos, pediste tres tragos seguidos (como si fueran tres alegres tigres líquidos) mientras lo escuchabas, y al acabar la función el tembleque de las piernas te llevó hasta el camerino de Almeida. “¡No estoy pa´ nadie, tá prohibido pasal!”, gritó El Bárbaro sin ninguna corrección, pero tú permaneciste como una momia boricua aguardando que tu héroe saliera.   

lunes, 26 de junio de 2023

TEXTAMENTO

Mi existencia, para decirlo con la verdad en el puño derecho como los milicianos de otros siglos, ha frecuentado un mustio rumbo, un vaivén indeseable, un poderío juvenil que se convirtió en melancólicas argucias. Ya casi no tengo cabello y me cuesta la firmeza de la respiración, estas piernas tiemblan de solo cumplir actos reflejos, veo mediante marañas de obstáculos, hablo (por lo bajo) sin asiduidad de interlocutores, concibo planetas de perpetua inercia, y ya dejé el cigarrillo -vicio noctámbulo- porque la tos aceleraba mis arritmias. Oigo música desde el amanecer, sus melodías lustran el espíritu y se convierten, digo yo, en palabras recónditas o en claras naturalezas: recursos para que el tiempo no me vuelva un fugitivo del porvenir. Afortunadamente, he desechado la colaboración de los médicos y la ayuda de unos bisturíes al interés por ciento cuyo objeto es quitarnos el dinero.
 "Pienso, luego resisto"  podría ser la máxima de mis pasos vitales. Avances, huidas, enmiendas, nuevos derrumbes, círculos concéntricos, etcéteras sin expiación. Al atravesar la puerta escogida, ya no habrá fuerza posible que cambie el destino, ni voces de los adentros capaces de mitigarlo; siempre reflexiono sobre  “suerte” y “muerte”, pues  sus opciones difieren en una simple letra.