El río es una conmoción de líquenes, de hojas turbias, de aguas sobre
aguas, de revuelta bulliciosa, de alarma. Viene en exceso, como pedimento de
otros cauces y otros ímpetus. Hay que santiguarse para que no nos arrase y
envuelva, solicitarle bendiciones, alta clemencia, ayuda, entrañable ayuda,
Padre río.
Dicen que se demoró, con empeño de lagunas y acequias, para tomarse el
tiempo de las fuerzas que le hacían falta; dicen, comentan, gritan, como si el
vocerío exasperado pudiese amainar el miedo, reducir los pavores, volver franca
mentira lo palpable. Dicen.
Crecimos a su lado, cual respetuosos arbustos humanos, y todo
consistía en tentarlo de buena manera, entenderlo sin prisas, hablarle casi en
silencio, mientras nos volcábamos en sus profundidades de algas y de espectros
cúbicos. Y teníamos dos territorios: el pueblo donde por final costumbre
habitábamos y el que se reflejaba en la iridiscente superficie del río, y en
ambos sobrevivíamos con identidad de semejanza: venas compartidas, humo y limo,
memoria indisoluble. Esperando, aguardando.
Y crecimos también con una raíz de bosque que nos ataba a las víboras
y las arañas, y muy juntos -en calma de animales fraternos- intuíamos el viento
circular de los temporales y el sigilo de mayores enemigos. No, nunca pensamos
en la huida, porque atrás, atrás e inmensa, la selva siempre se ocuparía de la
derrota; y enfrente estaba el agua emplumada para humillarnos. Falso, todas las
noches queríamos partir.
(El cadáver llegó desde la ribera opuesta, ¿fue un domingo luego de la
misa?, ¿fue un jueves de calores taciturnos? Le acompañaban muchos peces
diminutos, que son los guías de los ahogados del mundo; y por sus dientes de
oro, sus cadenas y su traje como joya lunar, se notaba que siempre deseó ser un
cadáver presumido, una estampa de distinción mortal, un paradigma de la súbita
rigidez eterna.)
En la otra orilla existía, o quizás ya no existía, un aluvión de
cantinas y petróleo, de música hasta el sol siguiente, de puñales, de mujeres
blandas y de un patois traducido a fajos y billetes. Quizás ya nada existía,
pero los ancianos lo condenaban con su voces testamentarias, No, no crucen el
río, desatrévanse, piénsenlo mil veces por mil veces, detengan el aturdimiento,
el atolondramiento, las imprudencias, porque allá sólo encontrarán los malditos
signos de la vida. O de la muerte.
(No tenía rostro el cadáver, ni pelo que acicalarse, ni ojos para
mirar tanto desconsuelo. Pero sus piernas, en nudos exactos, eran como afirmaciones
de antiguas audacias; y sus manos mostraban el suave coraje de los varones
vencidos en la sangre del corazón. Cadáver errabundo, cadáver amoroso, cadáver
seminal.)
Las noticias propalaban la certeza de lo creíble. Que arriba el río se
había salido de madre, que no obedecía a los buenos dioses fluviales, que no
dejó pedruscos encima de las piedras, que todo lo llenaba de lutos líquidos.
Algunos se hincaron, sin promesas.
(El ahogado, en su leyenda de vanidades, se atusa el bigote y las
ganas de que el cielo lo favorezca, y se levanta indemne todavía, colonia
Vetiver frente al espejo, traje lumínico, botines para la conquista del son
sonoro, la flor de cartas españolas en el bolsillo, el revólver, las ansias,
las arrogancias, la suerte inamovible de
quienes se consideran la mitad del centro, la longitud de las desmesuras, el
cosmos de pie. Te confiaste, cadáver, te confiaste.)
Los viejos trastocaban ausencias e inundaciones. Aquel año, ¿o sería
después?, la fiebre se unió a la lluvia y la lluvia al río y el río a la
fiebre. Los árboles se encargaron de mantenernos en guarida de pájaros, hojas
comíamos entre oraciones, y el torrente abajo devorándose el ganado, la
escuela, las palabras de
(El cadáver, saludable en su vitalidad, se afirma en el riesgo y
persigue cualquier devaneo de gusto grato. Soba las cartas, baila con alquimias
por dentro, socorre la pasión de las mujeres, dilapida, nombra a los demonios y
adversa a los enemigos. ¡De poco te sirvió el revólver, cadáver!)
Los más jóvenes decidieron, en pacto de asamblea, que el ahogado no
podía enterrarse fuera de su orilla de entusiasmos, Hay que llevarlo de vuelta,
acostarlo como muerto a salvo donde empezó su camino contrario, limpiarle la
voluntad, los mordiscos, los estropicios, para que ingrese con alegría al espacio de los perennes difuntos. Mentira:
anhelaban conocer el otro pueblo y la vida y los sorbos de esa vida.
Edificaron una embarcación,
los más jóvenes,
ataviada de fiesta
luctuosa -magnolias en arco, pétalos en nicho-, y junto al cadáver se hicieron al río. A medida que avanzaban, la
corriente enaltecía su caudal de injurias para impedirles el paso.
(El río se alza, se enrosca, se levanta, se solivianta y acomete con
vehemencia. Ellos defienden el sitio, no cejan, desaguan, cobran vigor,
espíritu de hazañas. El río persevera, reclama lo suyo, brama, vibra, se brota
de espumas procaces. Ellos pugnan, impugnan, oponen forcejeos, lidian, oran,
soportan el bochorno de lo intolerable. El río se empecina, se robustece, se
confirma, se arraiga como una secreción secreta. Ellos y el río, el río y
ellos, insolándose bajo la misma soledad.)
Por fin, los más jóvenes descendieron en la otra orilla, con el amable
cadáver sobre los hombros, para colocarlo sobre el sepulcro que merecía: la
calle principal o la cantina de puertas
abiertas. Pero únicamente encontraron una resaca de cadáveres sin trajes
lumínicos, y un lago de tierra porosa y estanques agrios y charcos de muebles
inmóviles y un olor que se parecía a todos los olvidos.
Los más jóvenes urgieron devolverse, junto con el hermano cadáver,
aunque el río les mostrase sus sogas húmedas. El ahogado no pudo ver el trueno
que escindió las aguas, ni los crespos de la resaca, ni el infinito de la
hondura.